1879
Aquella noche, en la sala, ella se sienta cerca de él en lugar de hacerlo al otro lado de la habitación. Sus manos no pueden concentrarse en el bordado; lo abandona sobre su regazo y observa a Olivier. Él está leyendo, con la cabeza primorosamente peinada e inclinada sobre su libro. La otomana que ha elegido es demasiado corta para sus largas piernas. Se ha cambiado de ropa para la cena, pero ella aún lo ve con su traje raído y el grueso blusón por encima. Olivier levanta la mirada y con una sonrisa se ofrece a leer en voz alta. Ella acepta. Se trata de Le Rouge et le Noir; ella lo ha leído ya dos veces, una para sí misma y otra para papá, y el desdichado Julien la ha emocionado, y a menudo exasperado. Ahora no puede escuchar.
Por el contrario, observa sus labios, sintiendo su propia estupidez, su lamentable incapacidad para entender las palabras. Al cabo de unos cuantos minutos él deja el libro.
—No estás prestando ninguna atención en absoluto, querida.
—No, me temo que no.
—Estoy convencido de que la culpa no la tiene Stendhal, por lo que solamente quedo yo. ¿He cometido algún error? Bueno, sí, lo sé.
—¡Qué disparate! —Es lo más parecido a un arrebato que ella osa exteriorizar en esta sala donde impera la corrección y está rodeada del resto de huéspedes—. ¡Déjalo!
Él la mira con ojos entornados.
—Pues lo dejo.
—Te ruego que me disculpes. —Ella baja el tono de voz, y rasca con las uñas el encaje de la parte delantera de su falda—. Es sólo que no tienes ni idea del efecto que obras en mí.
—¿El efecto de exasperarte, tal vez? —Pero su serena sonrisa es irresistible para ella. Él sabe perfectamente que ha atraído su atención—. Veamos…, deja que te lea otra cosa. —Olivier busca entre los volúmenes olvidados de los estantes de la propietaria—. Algo edificante, Les mythes grecs.
Ella se acomoda, concentrándose en cada puntada, pero la primera elección de Olivier tiene trampa.
—Leda y el Cisne. Leda era una princesa de extraordinaria belleza y, al atisbarla, el poderoso Zeus se sintió atraído por ella. Transformado en un cisne, se abalanzó sobre Leda…
Olivier levanta la vista del libro para mirarla.
—Pobre Zeus. No se pudo controlar.
—Pobre Leda —le corrige ella recatadamente; se ha restablecido la paz. Ella corta el hilo con sus tijeras de pico de cigüeña—. La culpa no fue suya.
—¿Crees que a Zeus le gustaba ser un cisne, al margen de su cortejo a Leda? —Olivier ha dejado el libro abierto sobre su rodilla—. Da igual… probablemente le gustara cualquier cosa que llevara a cabo, salvo quizá castigar a los demás dioses cuando era necesario.
—¡Oh, no lo sé! —sugiere ella por el placer discutir; ¿por qué siempre disfruta tanto con él?—. Tal vez deseara poder visitar a la adorable Leda con forma humana, o incluso poder ser simplemente humano por unas horas, para tener una vida normal.
—No, no. —Olivier coge el libro y lo vuelve a dejar—. Me temo que debo discrepar; piensa en el gozo de ser un cisne que surcando los cielos la descubre a ella.
—Sí, supongo que sí.
—Sería un cuadro maravilloso, ¿verdad? Precisamente la clase de obra que el jurado del Salón de París aceptaría con agrado. —Olivier permanece unos instantes callado—. Obviamente, el tema ya ha sido tratado con anterioridad, pero ¿y si se hiciera con un nuevo enfoque, un nuevo estilo…? ¿Un tema antiguo pero pintado en nuestra época, con más naturalidad?
—¡Claro! ¿Por qué no lo intentas? —Ella deja las tijeras y lo mira. Su entusiasmo, su presencia, la inundan de amor; un amor que se le agolpa en la garganta, detrás de los ojos, y que se desborda de su ser mientras coloca bien el bordado sobre su regazo.
—No —contesta él—. Únicamente podría hacerlo un pintor más atrevido que yo, alguien que tenga debilidad por los cisnes pero también un pincel audaz. Tú, por ejemplo.
Ella vuelve a coger su labor, su aguja, la seda.
—Es un disparate. ¿Cómo iba yo a poder pintar algo así?
—Con mi ayuda —afirma él.
—¡Oh, no! —Ella por poco lo llama «cariño», pero se muerde la lengua—. Jamás he hecho un lienzo semejante, tan complicado, y necesitaría una modelo que hiciera de Leda, naturalmente, y un decorado.
—Podrías pintar gran parte al aire libre. —Sus ojos están clavados en ella—. ¿Por qué no en tu jardín? Eso le daría un aire nuevo. Podrías dibujar un cisne del Bois de Boulogne; ya lo has hecho, y muy bien. Y tu doncella podría servirte de modelo, como ya ha hecho con anterioridad.
—Es tan… no lo sé. Es un tema lleno de fuerza para mí… para una mujer. ¿Cómo iba madame Rivière a presentarlo algún día?
—Ése sería su problema, no el tuyo. —Olivier habla en serio, pero sonríe, levemente, sus ojos brillan más que antes—. ¿Tendrías miedo, si yo estuviese allí para ayudarte? ¿No podrías arriesgarte? ¿Ser valiente? ¿Acaso no hay cosas que trascienden a la censura del público, cosas que deberían intentarse y valorarse?
Ha llegado el momento; el reto que él le plantea, el pánico de ella, su anhelo, todo se le concentra en el pecho.
—¿Si tú estuvieras allí para ayudarme?
—Sí. ¿Tendrías miedo?
Ella se obliga a mirarlo. Le falta aire. Él adivinará que ella lo desea, sí que lo desea, aun cuando procure evitar pronunciar las palabras.
—No —contesta ella despacio—. Si tú estuvieras allí para ayudarme, no. No creo que pudiera temerle realmente a nada, si estuvieras conmigo.
Él le sostiene la mirada, y a ella le encanta el hecho de que Olivier no sonría; no hay triunfo en esta mirada, nada que ella pueda atribuir a la vanidad. En todo caso, parece estar al borde de las lágrimas.
—Entonces te ayudaré —asegura en voz tan baja que ella a duras penas puede oírlo.
Ella no dice nada, también está al borde de las lágrimas.
Él la contempla durante un largo minuto, entonces coge de nuevo el libro.
—¿Quieres oír la historia de Leda?