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Marlow

Una noche al volver a casa me encontré una carta (una carta muy hospitalaria, para mi sorpresa) de Pedro Caillet. Después de leerla, me sorprendí, a mi vez, acercándome hasta el teléfono y llamando a una agencia de viajes.

Querido doctor Marlow:

Gracias por su carta de hace dos semanas. Probablemente sepa usted más que yo de Béatrice de Clerval, pero será un placer ayudarle. Por favor, a ser posible venga a hablar conmigo entre los días 16 y 23 de marzo. Posteriormente me iré de viaje a Roma y no podré ser su anfitrión. En respuesta a su otra pregunta, no me ha llegado noticia alguna de ningún pintor norteamericano que esté investigando la obra de Clerval; semejante persona no se ha puesto en contacto conmigo en ningún momento.

Un saludo cordial,

P. Caillet

Entonces llamé a Mary.

—¿Qué te parece si vamos a Acapulco dentro de un par de semanas?

Tenía la voz pastosa, como si hubiese estado durmiendo pese a lo avanzado de la tarde.

—¿Qué? Hablas como en un… ¡qué sé yo! ¡Como en las páginas de contactos de Internet!

—¿Estás dormida? ¿Sabes qué hora es?

—No me agobies, Andrew. Es mi día libre, y estuve pintando hasta muy tarde.

—¿Hasta qué hora?

—Hasta las cuatro y media.

—¡Ah…, estos artistas! Yo ya estaba en Goldengrove a las siete de la mañana. ¿Qué me dices? ¿Te gustaría ir a Acapulco?

—¿Hablas en serio?

—Sí. Pero no de vacaciones. Tengo cosas que investigar allí.

—Tu investigación ¿Está relacionada con Robert, por casualidad?

—No, está relacionada con Béatrice de Clerval.

Ella se rió. Me llegó al alma oír su risa justo después de haber pronunciado el nombre de Robert. Tal vez sí lo estuviese olvidando realmente.

—Anoche soñé contigo.

—¿Conmigo? —El corazón me dio un brinco casi ridículo.

—Sí. Fue un sueño muy dulce. Soñé que descubría que habías inventado tú la lavanda.

—¿Qué? ¿El color o la planta?

—Supongo que el aroma. Es mi favorito.

—Gracias. ¿Qué hiciste en el sueño al descubrirlo?

—Da igual.

—¿Vas a hacerte de rogar?

—No. Está bien. Te besé en señal de agradecimiento. En la mejilla. Eso es todo.

—Entonces, ¿quieres venir a Acapulco?

Mary se volvió a reír, al parecer bien despierta.

—Por supuesto que quiero ir a Acapulco. Pero sabes que no me lo puedo permitir.

—Yo sí —repuse en voz baja—. Me he pasado años ahorrando, porque mis padres me dijeron que lo hiciera. —Y luego no tuve a nadie en quien gastarme el dinero, omití añadir—. Podríamos organizarlo para tus vacaciones de primavera. ¿No es la misma semana que te he propuesto? ¿Acaso no es eso una señal?

Se hizo el silencio, como cuando te detienes a escuchar en el bosque. Escuché; oí su respiración, al igual que oyes (tras el primer silencio, ya apaciguado y tranquilo) los pájaros entre las ramas de las copas de los árboles o el crujido que produce una ardilla sobre las hojas caídas a un par de metros de distancia.

—Vale —dijo Mary lentamente. Me pareció detectar en su voz años de ahorro, porque su madre también le había dicho que ahorrase, pero sin prácticamente nada que ahorrar, años en los que había conseguido pintar aprovechando cualquier minuto libre o dinero suelto que pudiese reservar durante unos cuantos días o semanas o meses, el miedo y el orgullo que le impedían pedir prestado, el dinero probablemente escaso que le había regalado años atrás su madre del sobrante de su formación, la dedicación que impedía que Mary dejase la enseñanza, los alumnos que no tenían ni idea del modo en que su cuenta corriente temblaba al borde de los números rojos después de pagar el alquiler, la calefacción y la comida; toda la constelación de miserias que yo me había evitado estudiando en la Facultad de Medicina. Desde entonces yo tan sólo había pintado diez cuadros que me gustasen. En los años sesenta, Monet pintó sesenta paisajes únicamente de Étretat, muchos de ellos obras maestras; en el estudio de Mary había visto el montón de lienzos apoyados contra las paredes, los cientos de grabados y dibujos en sus estantes. Me preguntaba cuántos le seguirían gustando.

—Vale —repitió Mary, pero con la voz más animada—, déjame pensarlo. —Me la podía imaginar moviéndose en una cama que yo no había visto nunca; ahora estaría incorporándose para sujetar el auricular, quizá llevase una de sus blusas blancas y holgadas, y se estuviese apartando el pelo hacia un lado—. Pero, si voy contigo, hay otro problema.

—Deja que te evite el mal trago de decirlo. No tendrás que dormir conmigo, si aceptas mi invitación —le dije, notando al instante que lo había dicho con más dureza de la pretendida—. Encontraré una solución para que durmamos separados.

Pude oír que cogía aire como si estuviese a punto de gritar o reírse.

—¡Oh, no! El problema es que es posible que quiera dormir contigo allí, pero no quisiera que pensaras que lo hago para agradecerte que me hayas pagado el viaje.

—¡Vaya! —exclamé—. ¿Y ahora qué digo?

—Nada. —Tuve la seguridad de que Mary se estaba casi riendo—. No digas nada, por favor.

Pero dos semanas después, en el aeropuerto, tras una insólita tormenta de nieve en Washington, nos mostramos reservados y cohibidos el uno con el otro. Empecé a preguntarme si esta aventura había sido una buena idea o resultaría ser un engorro para ambos. Habíamos quedado en encontrarnos en la puerta de embarque, que estaba repleta de estudiantes impacientes, que podrían haber sido alumnos de Mary, sentados en filas, vestidos ya con ropa de verano, aunque al otro lado de la ventana los aviones avanzaban sobre montones de nieve sucia. Mary vino a mi encuentro con un portaplanos colgado de un hombro y su caballete portátil en la mano, y se inclinó hacia delante para besarme en la mejilla, pero forzadamente. Se había enrollado el pelo en un moño y llevaba un largo jersey azul marino encima de una falda negra. En comparación con la escena de fondo de inquietos adolescentes en pantalones cortos y camisas de colores vivos, ella parecía una lega salida del convento para irse de excursión. Pensé que ni siquiera se me había ocurrido traer mi equipo de pintura. Pero ¿qué me pasaba? Únicamente podría ver cómo ella pintaba.

En el avión charlamos con desgana, como si llevásemos años viajando juntos, y luego se quedó dormida, al principio con el tronco erguido en su asiento pero cayéndose gradualmente hacia mí, su pelo suave rozando mi hombro: «Estuve pintando hasta muy tarde». Yo me había imaginado que hablaríamos sin parar durante nuestro primer viaje de verdad juntos, pero ella, en cambio, se había dormido, casi encima de mí, se enderezaba de vez en cuando sin despertarse, como si temiese esta progresiva familiaridad entre nosotros. Mi hombro cobró vida bajo sus cabezadas. Cogí con cuidado un libro nuevo sobre el tratamiento del trastorno límite de la personalidad, que llevaba algún tiempo intentando leer (mi lectura de libros relacionados con mi profesión había empezado a verse mermada bajo el peso de mis pesquisas sobre Robert y Béatrice), pero no fui capaz de comprender más de una frase seguida; poco a poco, las palabras se fueron desenmarañando.

Y luego me sacudió esa desagradable imagen que más tarde o más temprano se colaba en mi pensamiento: me imaginaba la cabeza de Mary sobre el hombro de Robert Oliver, su hombro desnudo. ¿Había sido sincera conmigo al decirme que ya no amaba a Robert?; al fin y al cabo, cabía la posibilidad de que él se curase bajo mis cuidados, o de que al menos mejorase. ¿O la verdad era más compleja? ¿Y si yo ya no tenía ganas de ayudarle, teniendo en cuenta lo que podía pasar, si él volvía a tener una vida normal? Pasé otra página. Cuando le daba la luz que se abría paso entre las nubes de fuera, el pelo de Mary era castaño claro, dorado en la superficie bajo la tenue luz de lectura del avión y más oscuro cuando se dejaba caer hacia el lado opuesto de la ventanilla; brillaba como la madera tallada. Levanté un dedo y, con infinita delicadeza, le acaricié la zona de la coronilla; ella se removió y masculló algo, todavía dormida. Sus pestañas eran rosadas y descansaban sobre la piel blanca. Tenía un pequeño lunar junto al rabillo del ojo izquierdo. Pensé en la galaxia de pecas de Kate, en la cara demacrada de mi madre y sus ojos enormes de mirada aún compasiva antes de morir. Cuando volví a pasar una página, Mary se enderezó, se envolvió con su jersey y se acomodó contra la ventanilla, huyendo de mí. Todavía dormida.