1879
Para: Yves Vignot
Passy, París
Mon cher mari:
Espero que recibas la carta sin problemas y que papá se esté recuperando. Gracias por tu amable carta. Los achaques de papá me preocupan; desearía estar allí para cuidarlo personalmente. Unas compresas calientes sobre el pecho suelen funcionar, pero supongo que Esmé ya habrá probado eso. Te ruego que le mandes un saludo cariñoso de mi parte.
En cuanto a mí, no puedo decir que me esté aburriendo por aquí, aunque Étretat es un lugar tranquilo en temporada baja. He concluido un lienzo, si concluir es la palabra adecuada, además de un pastel y dos bocetos. El tío me ayuda mucho haciéndome sugerencias sobre el color; claro que nuestro manejo del pincel es tan diferente que a este respecto siempre tengo que apañármelas sola. Sin embargo, respeto profundamente sus conocimientos. Ahora me está diciendo que haga un lienzo mucho más grande, uno con un tema ambicioso que podría presentar al jurado del Salón el año que viene, aunque la autora sería madame Rivière. Sin embargo, no sé si quiero acometer un proyecto de tal envergadura.
Haber dormido bien las últimas dos noches me ha reanimado bastante.
Béatrice deja la pluma y echa un vistazo a la habitación empapelada. La primera noche se durmió de puro agotamiento del viaje y la tercera la ha pasado medio en vela, pensando en los labios firmes y secos de Olivier al acercarse a su brazo; en la delicada forma de la boca del anciano y la pálida extensión de su propia piel.
Sabe qué sería lo adecuado: debería decirle a Olivier que está indispuesta (podría decirle que son nervios, la excusa eterna) y que es preciso que vuelvan a casa de inmediato. Pero ésa es la razón principal por la que Yves la ha enviado aquí. Aun cuando pudiese fingir con éxito, Olivier se daría cuenta. Le ha sentado de maravilla el aire fresco del Canal, con las extensiones de agua y cielo entrando por sus poros, un alivio tras el agobio de París. Le encanta pintar en la costa, envuelta en su cálida capa. Adora la compañía de Olivier, su conversación, las horas que pasan juntos leyendo por las noches. Él ha ampliado sus horizontes más de lo que ella jamás había creído posible.
En lugar de eso, seca la última palabra de su carta y examina el bucle de la d de dormi. Si ella pide regresar, Olivier sabrá que miente; pensará que está huyendo. Le dolerá. No puede hacer eso; le debe lealtad a cambio de su vulnerabilidad, de las veces que él une su mano a la de ella cuando puede que sea la última vez que toque a una mujer. Especialmente cuando ella podría arremeter contra él, porque tiene la ventaja de ser joven.
Se acerca hasta la ventana y gira la aldaba. Desde esa altura sobre la calle tiene una vista oblicua de la extensión beige grisácea de la playa y del agua más gris. La brisa agita las cortinas y levanta la falda de su vestido de día, que está extendido sobre una silla. Procura pensar en Yves, pero al cerrar los ojos ve una irritante caricatura, como una viñeta de humor sobre política de alguno de los periódicos que él lee. Yves con sombrero y abrigo, la cabeza enorme, desproporcionada, sujetando un bastón debajo de un brazo mientras se pone los guantes antes de darle un beso de despedida. Es más fácil visualizar a Olivier: está con ella en la playa, erguido y alto, sutil, con su pelo canoso, el rostro sonrosado y con arrugas, los ojos azules lacrimosos, su traje marrón bien confeccionado y raído, sus manos de artesano y dedos de yemas cuadradas y ligeramente hinchados alrededor del pincel. La imagen la entristece de un modo que no siente cuando él está realmente con ella.
Pero ni siquiera puede mantener esta visión durante mucho rato; es reemplazada por la calle en sí, las fachadas de ladrillo y minucioso artesonado de una hilera de tiendas nuevas que le bloquean parcialmente la vista de la playa. Lo que no desaparece de su mente es una pregunta. ¿Cuántas noches podrá pasar en este estado indefinido? Por la tarde irán a algún punto de la soleada y amplia playa para pintar, regresarán a sus habitaciones para cambiarse antes de la cena, volverán a cenar rodeados de gente, se sentarán en la recargada sala del hotel y hablarán de lo que están leyendo. Ella sentirá que ya está en sus brazos, en espíritu; ¿no debería eso bastar? Y luego se retirará a su habitación y empezará su vigilia nocturna.
La otra pregunta que se plantea, con los codos apoyados en el alféizar, es aún más difícil. ¿Desea a Olivier? No encuentra nada en la extensión de la orilla o las barcas volcadas que le susurre una respuesta. Cierra la ventana con los labios fruncidos. La vida lo decidirá, y quizá ya lo haya decidido; es una respuesta débil, pero no hay otra, y ha llegado el momento de irse juntos a pintar.