Marlow
Después de mis conversaciones con Mary y estando de nuevo en Goldengrove probé el experimento de quedarme durante una hora en silencio con Robert en su habitación; me llevé un cuaderno de dibujo y me senté en mi sillón para dibujarlo a él mientras, sentado, dibujaba a Béatrice de Clerval. Tenía ganas de decirle que sabía quién era ella, pero, como de costumbre, la prudencia me lo impidió; al fin y al cabo, quizá necesitase averiguar más cosas sobre ella antes de hacer eso, o sobre él. Tras una primera mirada de fastidio por mi presencia y una segunda mirada hostil que me dio a entender que Robert había detectado que él era el protagonista de mi dibujo, me ignoró, pero, a menos que fueran imaginaciones mías, se coló en la habitación una ligera sensación de camaradería. No había más sonido que el rasguño de nuestros respectivos lápices, y era relajante.
El paréntesis para dibujar que había hecho a media mañana le dio al día una especie de armonía que raras veces experimento en Goldengrove. El perfil de Robert era muy interesante; y el hecho de que no manifestase ira ni se levantara y se apartara, o de que no perturbase de cualquier otra manera mi concentración, me alegró y sorprendió bastante. Cabía la posibilidad de que se hubiese retraído más aún y simplemente prescindiera de mí, pero tuve la sensación de que de verdad aceptaba mi gesto. Concluido mi intento, guardé el lápiz en el bolsillo de mi chaqueta y arranqué el dibujo de mi cuaderno, dejándolo en silencio sobre su cama. Estaba bastante bien, pensé, aunque naturalmente carecía de la genial expresividad de sus retratos. Robert no levantó la vista cuando me fui, pero cuando eché un vistazo un par de días más tarde, vi que había colgado mi regalo con cinta adhesiva en su galería, si bien no en un lugar destacado.
Como si se hubiese enterado de un modo o de otro de la hora que había pasado con Robert, Mary telefoneó aquella misma noche.
—Quiero preguntarte algo.
—Lo que sea. Es lo justo.
—Quiero leer las cartas. Las de Béatrice y Olivier.
Vacilé tan sólo un instante.
—Por supuesto. Te haré una copia de las traducciones que tengo por ahora, y del resto a medida que las vaya recibiendo.
—Gracias.
—¿Qué tal estás?
—Bien —dijo ella—. Trabajando, bueno, pintando, porque el semestre ha terminado.
—¿Te gustaría ir a Virginia a pintar este fin de semana? ¿Sólo durante una tarde? Según las previsiones el tiempo será primaveral, y yo tenía pensado ir. Puedo llevarte las cartas entonces.
Ella se quedó momentáneamente en silencio.
—Sí, creo que me gustaría.
—Quería llamarte antes, pero has guardado las distancias.
—Sí, lo sé. Lo siento. —Su lamento parecía sincero.
—No pasa nada. Me imagino lo mal que lo habrás pasado este último año.
—¿Te refieres a que te lo imaginas como profesional?
Suspiré muy a mi pesar.
—No, como amigo.
—Gracias —dijo ella, y me pareció oír que se le atragantaban las lágrimas en su voz—. No me vendría mal un amigo.
—La verdad es que a mí tampoco. —Era más de lo que le habría dicho a nadie seis meses antes, y lo sabía.
—¿Sábado o domingo?
—En principio el sábado, pero dependerá del tiempo.
—¿Andrew? —Habló con dulzura, casi sonriendo.
—¿Qué?
—Nada. Gracias.
—Al contrario, gracias a ti —repuse—. Me alegro de que quieras ir.
El sábado Mary llevaba una gruesa chaqueta roja, el pelo recogido en un moño y prendido con dos palillos, y estuvimos gran parte del día pintando juntos. Después, bajo un sol que calentaba demasiado para esa época del año, comimos al aire libre y charlamos. Su cara tenía buen color, y cuando me incliné sobre la manta para besarla, ella me rodeó el cuello con los brazos y me atrajo hacia sí; en esta ocasión sin lágrimas, aunque únicamente nos besamos. Cenamos fuera de la ciudad y la dejé en su apartamento, en una manzana del noreste llena de basura amontonada. En su bolso tenía una copia de las cartas. No me invitó a subir, pero cuando llegó a la puerta principal retrocedió para besarme otra vez antes de entrar dentro.