1879
Ella no puede dejar de pensar en su propio cuerpo. Seguramente, debería pensar un poco en el de Olivier, que ha vivido tantas cosas interesantes. En lugar de eso, reflexiona sobre la picadura de mosquito que tiene en el dorso de la muñeca derecha, se rasca, se la enseña a él con camaradería mientras pintan en la playa la mañana del segundo día. Contemplan juntos el blanco antebrazo, allí donde ella se ha arremangado el blusón de lino. Su muñeca, con ese diminuto cerco rojo, la mano estilizada y sus anillos… ella misma los observa con deseo, como debe de hacer él. Están en la playa pintando frente a sus caballetes; ella ha dejado sus pinceles, pero Olivier sigue sujetando uno pequeño mojado en pintura azul oscura.
Se quedan mirando el recodo de su brazo, y entonces ella lo levanta lentamente hacia él, hacia su rostro. Cuando está tan cerca que él no puede malinterpretar sus intenciones, Olivier hunde los labios en la piel. Ella se estremece, más por la escena que por la sensación. Él le baja suavemente el brazo y sus miradas se encuentran. A ella no se le ocurre ninguna palabra adecuada para esta situación. El rostro de Olivier, enrojecido por la emoción o por la brisa del Canal, contrasta con su pelo blanco. ¿Estará abochornado? Es una pregunta que ella podría plantearle en un momento de intimidad que aún no se permite a sí misma visualizar.