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Marlow

Mary y yo nos volvimos a ver en mi hotel para desayunar, nos encontramos en el restaurante medio vacío. El desayuno fue más silencioso que la cena de la noche anterior; el rubor de su excitación inicial había desaparecido y de nuevo reparé en esas ojeras moradas, nieve sombreada bajo sus ojos. Esta mañana su mirada en sí parecía sombría, nublada. Tenía varias pecas en la nariz que yo no había detectado hasta ahora, diminutas manchas; era completamente distinta a la de Kate.

—¿Ha pasado mala noche? —le pregunté, a riesgo de ganarme una de sus miradas fulminantes.

—Sí —contestó—. Me he puesto a pensar en la cantidad de cosas que le he contado sobre Robert, muchas de ellas íntimas, y me lo imaginaba a usted ahí sentado en su habitación dándole vueltas a todo.

—¿Cómo sabe que le he estado dando vueltas? —Le pasé un plato con tostadas.

—Es lo que habría hecho yo —se limitó a decir.

—Pues sí, pienso en esto constantemente. Es admirable que me haya dejado usted saber tantas cosas de él; lo que ha hecho me ayudará más que cualquier otra cosa a ayudar a Robert. —Hice una pausa, tanteando su reacción mientras ella dejaba enfriar su tostada—. Ya entiendo por qué lo esperó tanto tiempo cuando no estaba disponible.

—Cuando era inalcanzable —me corrigió.

—Y por qué lo ama.

—Lo amaba, no lo amo.

No había contado con estas respuestas y me concentré en mis huevos benedict para no tener que mirarla a los ojos. De hecho, estuvimos básicamente en silencio hasta que acabamos el desayuno, pero al cabo de un rato el silencio se me hizo agradable.

En el Met, ella se quedó contemplando el Retrato de Béatrice de Clerval, 1879, la imagen con la que había topado por vez primera en un libro que Robert había dejado junto a su sofá.

—¿Sabe qué? Yo creo que Robert vino aquí de nuevo y la volvió a ver —comentó ella.

Observé el perfil de Mary; recordé de súbito que era la segunda vez que estábamos juntos en un museo.

—¿Eso cree?

—Bueno, tal como le mandé por escrito, durante el tiempo que vivió conmigo viajó a Nueva York al menos en una ocasión, y volvió curiosamente agitado.

—Mary, ¿quiere ir a ver a Robert? Cuando volvamos a Washington, podría acompañarla. El lunes, si le va bien. —No había sido mi intención decirlo tan de sopetón.

—¿Lo dice porque quiere que yo le interrogue para proporcionarle a usted más información? —Estaba erguida y rígida, examinando una vez más el rostro de Béatrice sin mirarme.

Di un respingo.

—No, no… yo no le pediría eso. Usted ya me ha ayudado a verlo con otros ojos. Nada más lo decía porque no es mi intención impedirle verlo, si es lo que necesita.

Ella se giró. Entonces se acercó a mí, como en busca de protección, con Béatrice de Clerval de testigo; es más, de repente unió su mano a la mía.

—No —dijo—. No quiero verlo. Gracias. —Retiró la mano y se fue a dar una vuelta para ver las bailarinas de Degas y sus desnudos secándose con enormes toallas. Al cabo de unos minutos regresó—. ¿Nos vamos?

Fuera, hacía un día de verano soleado y agradable, más cálido que caluroso. Compré dos perritos calientes con mostaza en uno de los puestos que había en la calle. («¿Cómo sabe que no soy vegetariana?», me dijo Mary, aunque ya habíamos comido juntos un par veces más). Dimos un paseo por Central Park y comimos en un banco, limpiándonos las manos con servilletas de papel. De repente Mary limpió mis manos de mostaza además de las suyas, y pensé que habría sido una madre fantástica, aunque lógicamente no lo dije. Extendí los dedos.

—Mi mano parece mucho más envejecida que la suya, ¿verdad?

—¡Claro! Es que está un poco más envejecida que la mía. Si nació usted en 1947, la diferencia es de veinte años.

—Prefiero no preguntarle cómo ha averiguado eso.

—No hay ninguna necesidad, Sherlock.

Me la quedé mirando. La sombra de los robles y las hayas moteaba su cara y su blusa blanca de manga corta, la delicada piel de su cuello.

—¡Qué guapa es!

—No me diga eso, por favor —repuso ella, bajando los ojos a su regazo.

—Ha sido sólo un cumplido, respetuoso. Es usted como un cuadro.

—Eso es absurdo. —Estrujó las servilletas y las encestó en una papelera que había cerca de nuestro banco—. En realidad, ninguna mujer quiere ser como un cuadro. —Pero cuando se volvió a mí, nuestras miradas se encontraron mientras de fondo retumbaba el extraño eco de lo que cada uno de nosotros acababa de decir. Ella apartó la vista primero—. ¿Ha estado casado alguna vez?

—No.

—¿Por qué no?

—¡Oh! La carrera de medicina fue larga y luego no encontré a la persona adecuada.

Mary cruzó las piernas enfundadas en sus tejanos.

—¡Ya! ¿Se ha enamorado alguna vez?

—Varias veces.

—¿Últimamente?

—No. —Me puse a pensar—. Quizá sí. Casi sí.

Mary enarcó las cejas hasta que desaparecieron debajo de su corto flequillo.

—Decídase.

—Lo estoy intentando —repliqué con la máxima serenidad que pude. Era como hablar con un ciervo salvaje, con algún animal que podía levantarse de un salto y echar a correr. Alargué un brazo sobre el respaldo del banco sin tocarla y miré hacia el parque, hacia los recodos de los senderos de gravilla, las rocas, los montículos verdes bajo árboles majestuosos, la gente que paseaba e iba en bici por un camino próximo. Su beso me cogió desprevenido; al principio sólo me pareció que su cara estaba demasiado cerca. Me besó con suavidad, titubeante. Yo me incorporé lentamente, puse las manos en sus sienes y le devolví el beso, también con suavidad, con cuidado de no asustarla más; el corazón me latía con fuerza. Mi viejo corazón.

Supe que al cabo de un minuto Mary se apartaría, que entonces se apoyaría en mí y empezaría a sollozar sin emitir sonido alguno, que yo la abrazaría hasta que acabase, que pronto nos despediríamos con un beso más apasionado para hacer el viaje a casa por separado, y que ella diría entonces algo como: «Lo siento, Andrew, no estoy preparada para esto». Pero yo contaba con la ventaja, de que en mi profesión había aprendido a esperar, y ya había entendido unas cuantas cosas de Mary: que le encantaba irse a pasar el día a Virginia para pintar, como a mí; que necesitaba comer cada pocas horas, y quería sentir que era ella quien tomaba sus decisiones. «Señorita —le dije, pero para mis adentros—, me he dado cuenta de que tiene usted el corazón roto. Permítame que se lo cure».