Mary
Tras el regreso de la dama de cabellos oscuro a sus cuadros, Robert pasó semanas preocupado, y no sólo preocupado, sino también callado y susceptible. Dormía mucho y no se lavaba, y su presencia empezó a repelerme como nunca hasta entonces. A veces dormía en el sofá. Unas cuantas semanas antes yo había organizado un encuentro con mi hermana y su marido para que lo conocieran, y Robert ni siquiera apareció. Humillada, me quedé sentada a una mesa de un pequeño restaurante provenzal llamado Lavandou que a mi hermana y a mí siempre nos había encantado. A día de hoy, aunque tuviese dinero para despilfarrarlo en una cena exquisita, no se me ocurriría volver allí.
Para lo único que Robert tenía energía era la pintura, y lo único que pintaba era a esta mujer. A aquellas alturas tuve la sensatez de no preguntar quién era, porque siempre obtenía esas respuestas vagas y casi místicas que tanto me irritaban. Nada había cambiado, pensé en cierta ocasión con amargura, desde mi época de estudiante, en la que Robert se había mostrado intencionadamente enigmático acerca del lugar donde había visto este tema para su obra y de por qué lo pintaba.
Puede que yo hubiese seguido siempre creyendo que él había conocido a esta mujer en persona (con su cara, sus rizos morenos, sus vestidos y demás), de no haber hojeado algunos de sus libros un día en que él se fue a comprar lienzos. Era la primera vez en muchos días que salía del apartamento; me pareció una buena señal que hubiera tenido energías para ir a hacer un recado y también para pensar en algunos cuadros nuevos. Cuando se fue, me quedé merodeando por el sofá, que se había convertido en una especie de estudio para Robert, de modo que hasta olía a él. Me dejé caer e inspiré el olor de su pelo y su ropa, sin que su irritable presencia me causara molestias. Estaba plagado de cosas, como un estudio de verdad: trozos de papel, material de dibujo, libros de poesía, ropa usada y tomos de la biblioteca llenos de retratos. Ahora estaba obsesionado con los retratos, y la misteriosa dama era su único tema. Parecía haber olvidado su antigua afición por los paisajes, su gran habilidad para pintar bodegones, su versatilidad innata. Me fijé en que los estores de mi saloncito estaban bajados y en que habían estado días así, mientras yo iba y venía corriendo de mis clases.
Como una prueba de mi propia imbecilidad, fui sacudida por la certeza de que Robert estaba deprimido. Lo que él llamaba sus «malas rachas» era una simple y vulgar depresión, y quizá más grave de lo que yo había estado dispuesta a aceptar. Sabía que entre sus cosas guardaba medicamentos y que se los tomaba de vez en cuando, pero Robert me había dicho que eran para ayudarle ocasionalmente a conciliar el sueño tras una larga noche pintando, y nunca lo vi tomando nada con regularidad. Por otra parte, tampoco es que hiciera nunca nada con regularidad. Me dediqué a lamentar la transformación de mi luminoso y pequeño apartamento, llorando esa pérdida para no tener que pensar en la transformación de mi alma gemela.
Entonces empecé a ordenar, metiendo todo el caos de Robert en un cesto, amontonando los libros cuidadosamente al lado de la cama, doblando las mantas, ahuecando los cojines del sofá, llevando los vasos sucios y cuencos de cereales a la cocina. Y tuve una repentina visión de mí misma, una persona alta, limpia y competente que estaba recogiendo de la alfombra los platos de otra persona. Creo que en ese momento supe que estábamos condenados al fracaso, no por la idiosincrasia de Robert, sino por la percepción de mi propia individualidad. Lo visualicé haciéndose un poco más pequeño y noté que se me encogía el corazón. Subí los estores y limpié la mesa de centro, y traje un jarrón de flores de la cocina para que le diera la reconquistada luz del sol.
Podría haber dejado las cosas ahí, ¿sabe?, haberlas dejado en el nivel habitual de tenemos-que-romper. Me quedé sentada en el sofá un rato más, triste, asustada, sintiendo que a mi yo le faltaba algo. Pero ya que estaba ahí sentada, empecé a hojear los libros de Robert. Los tres primeros libros eran de la biblioteca y trataban sobre Rembrandt, y había otro sobre Leonardo da Vinci; al parecer, las preferencias de Robert se alejaban un tanto del siglo XIX. Debajo había un grueso libro sobre el Cubismo, que yo no le había visto siquiera abrir.
Y junto a esos había dos libros sobre los impresionistas, uno sobre los retratos pintados por todos ellos (estuve hojeando las familiares imágenes) y el otro, de manera menos previsible, era un libro en rústica delgado e ilustrado sobre las mujeres del mundo impresionista, que abarcaba el papel crucial que desempeñó Berthe Morisot desde la primera exposición impresionista hasta principios del siglo XX, pasando por pintoras posteriores y menos conocidas del movimiento. Que Robert tuviera semejante libro me produjo un destello de respeto (al abrirlo me di cuenta de que era suyo, no un volumen de la biblioteca), y que estuviese manoseado, una sensación de asombro; lo había leído de cabo a rabo, consultado con frecuencia e incluso manchado un poco de pintura.
Le adjunto un ejemplar de este volumen, que yo misma he estado buscando durante este mes para dárselo, ya que él se llevó el suyo consigo. Vaya a la página cuarenta y nueve y verá lo que vi al hojearlo: un retrato de la dama de Robert y un paisaje marino de la costa de Normandía junto a la propia dama. Descubrí que Béatrice de Clerval era una pintora de gran talento, que rozando la treintena renunció al arte; el escueto texto biográfico atribuía su deserción al hecho de haber sido madre, cosa que hizo a la peligrosa y madura edad de veintinueve años, en una época en que las mujeres de su clase eran exhortadas a dedicarse exclusivamente a la vida familiar.
La reproducción del retrato era en color, y el rostro de la dama me resultó inconfundible; conocía incluso su fruncido escote amarillo claro sobre verde pálido, el lazo de su sombrero, el suave carmín exacto que llevaba en mejillas y labios, la expresión mezcla de cautela y alegría. Según el texto, de joven había sido una artista muy prometedora, estudió desde los diecisiete años hasta los veintitantos con el profesor de academia Georges Lamelle, expuso un cuadro una sola vez en el Salón bajo el seudónimo de Marie Rivière y murió de gripe en 1910; su hija, Aude, periodista en París antes de la Segunda Guerra Mundial, falleció en 1966. El marido de Béatrice de Clerval era un reputado funcionario público que puso en marcha las oficinas de correos modernas de cuatro o cinco ciudades francesas. Ella se codeó con la familia Manet, la familia Morisot, el fotógrafo Nadar y Mallarmé. Actualmente, la obra de Clerval se puede ver en el Museo de Orsay, el Museo de Maintenon, la Galería de Arte de la Universidad de Yale, la Universidad de Michigan y diversas colecciones privadas, entre las que destaca la de Pedro Caillet, en Acapulco.
Pues bien, todo eso lo verá en el libro, pero quiero intentar explicarle la impresión que tuvieron sobre mis sentimientos esta colección de imágenes y la biografía que acompañaba a la misma. Saber que tu pareja está obsesionada con una mujer viva que vislumbró tiempo atrás, alguien a quien ha visto únicamente una o dos veces, te produce inquietud; entra dentro de lo razonable que un artista, un artista como Robert, se obsesione con alguna que otra imagen. Pero descubrir que Robert estaba obsesionado con una mujer a la que jamás había visto con vida, me provocó una inquietud mucho mayor; en realidad, fue un impacto emocional. No puedes tener celos de alguien que está muerto y, sin embargo, el hecho de que antaño ella hubiera estado siquiera viva me produjo un sentimiento peligrosamente rayano en los celos y, además, el hecho de que llevase mucho tiempo muerta era, en cierto modo, grotesco, como si hubiese pillado a Robert cometiendo cierto acto indefinido de necrofilia.
No, eso no es así. Los vivos a menudo siguen amando a los muertos; jamás se nos ocurriría criticar a un viudo por aferrarse al recuerdo de su esposa o incluso obsesionarse con ella hasta cierto punto. Pero alguien a quien Robert nunca había conocido en persona, a quien no hubiera podido conocer, alguien que había fallecido más de cuarenta años antes de que él mismo naciera… era vomitivo. Supongo que he sido demasiado gráfica en mi descripción, pero sí que sentí náuseas. Aquello me superó. Al ver a Robert pintando una y otra vez un rostro que yo creía vivo… nunca había pensado que pudiese estar loco; pero ahora que sabía que se trataba de una mujer fallecida tiempo atrás, me pregunté si Robert tendría algún problema de verdad.
Leí la reseña biográfica varias veces para asegurarme de que no se me había escapado nada. Quizá no se supiese gran cosa de Béatrice de Clerval, o quizá su retirada del mundo artístico y su reclusión en el hogar había aburrido a todos los historiadores de arte. Por lo visto, tras su retirada vivió durante décadas sin hacer nada digno de mención, hasta que murió. En los años ochenta se celebró una retrospectiva de su obra en un museo parisino cuyo nombre no reconocí, es probable que pidiesen prestados los cuadros a colecciones privadas, que los colgaran y los volvieran a retirar antes incluso de que yo solicitase una plaza universitaria. Miré de nuevo su retrato. Ahí estaba su sonrisa melancólica, el hoyuelo de su mejilla izquierda cerca de la boca. Sus ojos seguían los míos incluso desde la página satinada.
Cuando ya no lo pude soportar más, cerré el libro y lo devolví al montón. Acto seguido lo cogí otra vez, y anoté el título y el autor, la información de la publicación y algunos de los datos que contenía sobre Clerval, lo coloqué cuidadosamente en su sitio y escondí mis apuntes en el escritorio. Me fui a nuestra habitación, hice la cama y me tumbé en ella. Al cabo de un rato, me fui a la cocina y también la ordené, y me hice la comida con lo que encontré en los armarios. Hacía mucho tiempo que no cocinaba algo de verdad. Amaba a Robert, y me ocuparía de que recibiese el mejor tratamiento posible, los mejores cuidados para ayudarle a mejorar; me había comentado que todavía tenía seguro médico. Cuando volvió a casa, parecía contento y comimos juntos a la luz de las velas e hicimos el amor sobre la alfombra del salón (no pareció darse cuenta de que yo había ordenado el sofá), y él me hizo una foto envuelta en una manta. No dije nada del libro ni los retratos.
Aquella semana las cosas fueron un poco mejor, al menos aparentemente, hasta que Robert me anunció que se iba de nuevo a Greenhill. Me dijo que tenía que ir a ver al abogado con Kate y arreglar algunas cuestiones económicas; estaría fuera una semana. Me llevé un chasco, pero pensé que ir solucionando esos temas quizá fuese lo mejor para su estado de ánimo, así que simplemente le di un beso de despedida y lo dejé marchar. Se iba en avión; su vuelo salió mientras yo estaba dando clase y no pude llevarlo en coche al aeropuerto. Estuvo fuera tan sólo una semana, apareció una noche muy cansado y despidiendo un olor extraño, como a viaje, un olor a sucio pero también exótico en cierto modo. Se pasó dos días durmiendo.
Al tercer día, salió del apartamento para hacer unos recados y yo registré todas sus cosas, sin pudor (o, mejor dicho, con pudor pero decidida a saber más). Robert aún no había deshecho su maleta y en ella encontré recibos en francés, en algunos ponía «París», de un hotel, de restaurantes, del Aeropuerto De Gaulle… En uno de los bolsillos de su chaqueta había un billete de avión arrugado de Air France, además de su pasaporte, que nunca había visto con anterioridad. La mayoría de las personas salen horribles en las fotos de los pasaportes; Robert estaba guapísimo. Entre su ropa encontré un paquete envuelto en papel marrón y en su interior un fajo de cartas atadas con una cinta, cartas muy antiguas, aparentemente en francés. Jamás las había visto. Me pregunté si tendrían quizás algo que ver con su madre, si serían viejas cartas de la familia o las habría obtenido en Francia. Cuando vi la firma en la primera de ellas, me quedé petrificada durante un rato angustioso y luego las volví a cerrar y metí el paquete de nuevo en su equipaje.
Y a continuación tuve que decidir lo que le diría a Robert. «¿Por qué has ido a Francia?». Esa pregunta era sólo ligeramente menos importante que: «¿Por qué no me dijiste que te ibas a Francia?, o ¿Por qué no me llevaste contigo?». Pero no me atreví a preguntarlo; habría herido mi orgullo, que a esas alturas estaba ya muy dolorido, como habría dicho Muzzy. En lugar de eso nos peleamos, o me peleé con él, la tomé con él por un cuadro, un bodegón en el que habíamos trabajado los dos, y lo eché de casa, aunque él se fue sin rechistar demasiado. Me desahogué con mi hermana, juré no volverlo a dejar entrar si aparecía de nuevo, intenté olvidarlo, y ahí termina la historia. Pero me preocupé al ver que no se ponía en contacto conmigo para nada. Durante mucho tiempo no supe que al salir de mi casa se había ido a la Galería Nacional (o sólo meses después) y había intentado atacar un cuadro. No era propio de él. En absoluto.