Mary
Una mañana me di cuenta de que llevaba cinco días sin recibir ninguna carta ni dibujo de Robert, que entonces era mucho tiempo para nosotros. Su último boceto había sido un autorretrato en el que caricaturizaba humorísticamente sus propios y pronunciados rasgos, su pelo rizado y, en cierto modo, vivo como el de Medusa, la hechicera. Al pie de éste había escrito: «¡Oh, Robert Oliver! ¿Cuándo pondrás orden en tu vida?». Fue probablemente la única vez que lo vi haciendo una autocrítica directa, y me sorprendió un poco. Pero la interpreté como una alusión a una de las «melancolías» de las que, de improviso, me hablaba en ocasiones, o como un reconocimiento de la progresiva doble vida que llevaba debido a nuestras cartas. En realidad, me lo tomé como una especie de cumplido, que es la manera en que uno quiere ver las cosas cuando está enamorado, ¿verdad? Pero entonces estuvo tres días sin mandarme nada, que fueron cuatro y luego cinco, y me salté mi norma y le escribí por segunda vez, preocupada, ansiosa, intentando aparentar normalidad.
Estoy convencida de que Robert nunca recibió aquella carta; a menos que la oficina de correos haya tirado mi carta a la basura y cerrado su buzón, lo más probable es que siga ahí dentro, esperando a la mano que nunca llegó a introducirse para sacarla. O quizá Kate haya vaciado a la larga el buzón, tirando la carta. De ser así, me gusta pensar que no la leyó. A la mañana siguiente de haberla enviado, el interfono de mi apartamento sonó a las seis y media. Yo estaba todavía en albornoz, con el pelo mojado pero peinado, preparándome para ir a mi clase de dibujo. Nadie había llamado nunca a mi timbre a esa hora, y al instante pensé en avisar a la policía; ése era el tipo de barrio donde vivía. Pero simplemente para ver qué pasaba, pulsé el botón de mi altavoz y pregunté quién era.
—Robert —dijo una voz; una voz potente, grave y extraña. Sonaba cansada, incluso un tanto vacilante, pero supe que era la suya. La habría reconocido en el espacio sideral.
—Dame un minuto —pedí—. Espera. Será sólo un minuto. —Podría haberle abierto, pero me moría de ganas de bajar; no me lo podía creer. Me puse lo primero que encontré, cogí las llaves y corrí descalza hasta el ascensor. Desde el primer piso, pude verlo a través de las puertas de cristal. Llevaba una bolsa de lona colgada al hombro; parecía muy cansado, tenía peor aspecto que nunca pero también estaba alerta, porque escudriñó el vestíbulo buscándome.
Me pareció un sueño, pero igualmente giré la llave, abrí y corrí hacia él, y él tiró la bolsa al suelo y me levantó en brazos, estrechándome con fuerza; sentí que hundía su cara en mi hombro y mi pelo, y los olía. En aquel primer momento, ni siquiera nos besamos; creo que yo estaba sollozando aliviada, porque el roce de su mejilla era tal como me había imaginado que sería, y quizás él también sollozara un poco. Al deshacer el abrazo, el pelo de uno se había pegado en la cara del otro por las lágrimas y el sudor perlaba la frente de Robert. Lucía una barba de varios días; sin afeitar y con una camisa vieja encima de otra parecía un leñador vagando por las aceras de un barrio de Washington.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté, porque eso fue todo cuanto alcancé a decir.
—Verás, Kate me ha echado —confesó, cogiendo de nuevo la bolsa como si ésa fuese la confirmación de su exilio. Y ante mi cara de sorpresa, supongo que añadió—: No por ti. Ha sido por otra cosa.
Mi cara debía de ser de sorpresa total, porque me rodeó los hombros con un brazo.
—No te preocupes. Tranquila. Ha sido únicamente por mis cuadros, luego te lo cuento.
—¿Has conducido toda la noche? —pregunté.
—Sí. ¿Puedo dejar el coche ahí? —Señaló hacia la calle, sus señales y basura, e incomprensibles parquímetros.
—¡Claro que puedes! —repuse—. Y a partir de las nueve se lo llevará la grúa. —Entonces los dos nos echamos a reír y él volvió a peinarme con caricias, un gesto que recordaba de nuestro encuentro en el seminario de Maine, y me besó una y otra vez.
—¿Ya son las nueve?
—No —contesté—. Nos quedan más de dos horas. —Subimos la pesada bolsa a mi apartamento, cerré la puerta con llave al entrar y llamé al trabajo diciendo que estaba enferma.