Mary
El restaurante que encontramos, después de bajar en caravana unos cuantos kilómetros más en dirección sur con nuestros coches, que olían a pintura fresca, era de imitación italiana, de esos con botellas con fundas de paja trenzada, manteles y cortinas a cuadros rojos, y un florero en la mesa con una rosa de color rosa. Era lunes por la noche y el local estaba vacío, a excepción de otra… (he estado a punto de escribir pareja) y un hombre que estaba cenando solo. Robert pidió una vela.
—¿De qué color dirías que es? —me preguntó después de que el camarero adolescente la encendiera.
—¿La llama? —repuse. Ya había empezado a darme cuenta de que, con frecuencia, no lograba entender a Robert, no podía seguir el hilo íntimo y en ocasiones caótico de sus razonamientos. Pero, por lo general, me gustaba dónde desembocaba éste.
—No, la rosa.
—Sería rosa, si todo lo demás no fuera rojo y blanco —conjeturé.
—Correcto. —Y a continuación me habló de la pintura que usaría para esa rosa, del tipo y el color de pintura, de la cantidad de blanco que añadiría. Los dos pedimos lasaña, y él comió con placer mientras yo iba picoteando la mía, hambrienta pero cohibida—. Cuéntame algo más sobre ti.
—Sabes más de mí que yo de ti —objeté—. De todas formas, no hay mucho que contar; voy a trabajar, me desvivo por el montón de alumnos que tengo de todas las edades, vuelvo a casa y pinto. No tengo… familia, y supongo que tampoco deseo especialmente tenerla. Eso es todo. Una historia aburridísima.
Robert bebió del vino tinto que había pedido para ambos; yo apenas había probado el mío.
—No es aburrida. Pintas con dedicación y eso lo es todo.
—Te toca —le dije, y me forcé a comer un poco de lasaña.
Entonces Robert se relajó; dejó el tenedor, se reclinó y se arremangó una manga que se le había bajado. A su edad, su epidermis estaba justo en la fase en que lucía unos ligeros surcos, como los del buen cuero un poco curtido. Bajo aquella luz, sus ojos y su pelo parecían del mismo color, y había en ambos un no sé qué tenso y un tanto salvaje.
—Bueno, lo mío es también muy aburrido —comentó—. Sólo que mi vida no está tan bien organizada, supongo. Vivo en una ciudad pequeña de la que ocasionalmente me escapo, pero lo cierto es que me gusta. Imparto un sinfín de clases de pintura a universitarios en su mayoría carentes de talento o con muy poco. Estoy orgulloso de ellos, y les gustan mis clases. Y expongo mis obras en algún sitio que otro. Me gusta haber dejado de ser un artista neoyorquino, aunque echo de menos Nueva York.
No intervine para decir que sus exposiciones en «algún sitio que otro» eran la consecuencia lógica de una carrera absolutamente extraordinaria.
—¿Cuándo viviste en Nueva York?
—Durante mis años de facultad y posteriormente. Fui un rebelde en una de las escuelas de arte neoyorquinas que rechazaron mi propia carpeta de trabajo. Y en total estuve allí unos ocho años. La verdad es que pinté un montón. Pero Kate, mi mujer, no estaba muy contenta en la ciudad, así que nos mudamos. Y no me arrepiento. Greenhill es un buen sitio para ella y los niños. —Dijo esto con franqueza. Durante un largo instante en el que me sentí como si me cayera de un árbol, deseé que desde un restaurante muy lejano alguien hablara de mí y de los hijos que no quería tener con tanta naturalidad y cariño.
—¿De dónde sacas el tiempo para tus propias obras? —Se me ocurrió que un cambio de tercio sería lo mejor.
—No duermo mucho… a veces. Me refiero a que veces no necesito muchas horas de sueño.
—Como Picasso —puntualicé sonriente para que entendiera que no lo había dicho en serio.
—Exactamente como Picasso —convino él, sonriendo también—. Tengo un estudio en casa, lo que significa que puedo simplemente subir a pintar por las noches en lugar de volver a la facultad y tener que abrir un montón de puertas.
Lo visualicé buscando una llave en todos sus bolsillos.
Robert se acabó su vino y se sirvió más, pero me fijé en que lo hacía con moderación; debía de tener la intención de conducir y, además, sin percances. No había ningún motel pegado a nuestro puerto italiano.
—En cualquier caso —concluyó—, hace algún tiempo que nos mudamos y nos fuimos de las casitas de la universidad. Ahora tenemos mucho más espacio. Eso también ha sido un acierto, aunque ahora el trayecto a la facultad es de veinte minutos en coche en lugar de cuatro andando.
—¡Qué se la va a hacer! —Me comí el resto de mi lasaña para después no tener que añadir el hambre a cualquier posible lista de lamentos. Aún tenía que acabarme el libro de Isaac Newton, personaje que estaba resultando ser muy interesante, más de lo que me había imaginado. La razón contra la fe.
Robert pidió postre y hablamos sobre nuestros pintores favoritos. Yo confesé mi fascinación por Matisse e hice conjeturas en voz alta sobre cómo nuestra alegre mesa, y las cortinas y la rosa podrían haber acabado saliendo del pincel de Matisse. Robert se echó a reír y no reconoció que era más tradicional que eso y que le interesaban los impresionistas; quizá fuese obvio, o era consciente del gran alcance de su obra y había dejado de justificarlo. Su fama iba en considerable aumento; había puesto en su sitio a sus profesores y a aquellos de sus compañeros de clase que defendían el arte conceptual y se burlaban de él. Leí todo esto entre líneas mientras él iba hablando. Hablamos también de literatura; a él le encantaba la poesía y citó versos de Yeats y Auden, a los que yo había leído por encima en el colegio, y a Czeslaw Milosz, cuya antología de poemas había leído hacía mucho tiempo de cabo a rabo, porque había visto un volumen de estos encima de la mesa de Robert. La mayoría de las novelas no le gustaban y amenacé con enviarle una bomba por correo, una larga novela victoriana: O La piedra lunar o Middlemarch. Él se rió y prometió no leerla.
—Pero debería gustarte la literatura del siglo XIX —añadí—. O por lo menos los escritores franceses, ya que te encanta el Impresionismo.
—Yo no he dicho que me guste el Impresionismo —me corrigió él—. He dicho que pinto lo que pinto. Por mis propios motivos. Y, casualmente, parte de mi obra se asemeja al Impresionismo.
Tampoco había dicho eso, pero no quise corregirle también. Recuerdo que me contó asimismo una historia sobre un avión en el que había viajado y que, al parecer, estuvo a punto de estrellarse.
—Fue en un avión que volaba de Nueva York a Greenhill, en la época en que tenía ese empleo de profesor en tu universidad, en Barnett para ser exactos. Y hubo algún problema con uno de los motores, así que el piloto anunció por el intercomunicador que posiblemente tendríamos que hacer un aterrizaje de emergencia, aunque casi habíamos llegado al aeropuerto La Guardia. La mujer que estaba sentada a mi lado se asustó mucho. Era una mujer de mediana edad, más o menos del montón. Antes de aquello había estado hablando conmigo sobre el trabajo de su marido o no sé qué. Cuando el avión empezó a dar bandazos y la señal de abrocharse los cinturones se encendió, ella alargó los brazos y me agarró del cuello.
Robert enrolló la servilleta formando un grueso tubo.
—Yo también me asusté, y recuerdo que pensé que quería vivir; me dio pánico tener a aquella mujer agarrada a mi cuello así. Y, siento decir esto, pero la aparté de mí. Siempre había creído que en un momento de crisis saldría mi valentía intrínseca, que reaccionaría de forma automática como esos individuos que sacan a otras personas de aviones siniestrados y en llamas. —Alzó la cabeza, encogió los hombros—. ¿Por qué te cuento esto? En cualquier caso, cuando minutos después aterrizamos sanos y salvos, ella rehuyó mi mirada. Estaba de espaldas a mí, llorando. Ni siquiera me dejó ayudarle con su bolsa de mano y ni me miró.
No supe qué decir, aunque sentí una punzante compasión. La expresión de su rostro era sombría, severa; me recordó aquel día en la universidad en que Robert me había hablado de la mujer cuyo rostro no podía olvidar.
—Fui incapaz de contárselo a mi mujer. —Alisó la servilleta con las dos manos—. Ella piensa que no sé cuidar suficientemente bien de nadie. —Entonces sonrió—. ¿Has visto qué confesiones tan ridículas me sonsacas?
Me sentía complacida.
Por fin, Robert desperezó sus anchos brazos y se empeñó en pagar la cuenta, pero cedió ante mi insistencia de que pagáramos a medias, y nos levantamos. Se excusó para ir al lavabo (yo había ido ya dos veces, principalmente para estar sola unos segundos y preguntarme frente al espejo qué estaba haciendo) y el restaurante me pareció aún más vacío sin él. Luego salimos al oscuro aparcamiento, que olía a océano, a fritos y a pescado, y nos quedamos junto a mi coche.
—Bueno, me voy a poner en marcha —dijo, pero no con indiferencia esta vez, lo cual me habría dolido más—. Me gusta conducir de noche.
—Sí, supongo que tienes un largo viaje por delante. Yo también me pondré en marcha. —Por el contrario, pensé que le dejaría salir primero y conducir más deprisa. Entonces pararía en el primer motel decente del primer pueblo que encontrara; era demasiado tarde para llegar a Portland o estaba demasiado cansada, o demasiado triste. En cambio, Robert parecía dispuesto a conducir hasta Florida de un tirón.
—Ha sido encantador. —Me rodeó lentamente con los brazos y me chocó que empleara una palabra tan femenina. Me abrazó unos instantes y me besó en la mejilla, y yo tuve la precaución de no moverme; a fin de cuentas, tenía que memorizarlo.
—Así es. —Entonces me liberé de él y abrí la puerta de mi furgoneta.
—Espera… aquí tienes mi dirección y número de teléfono. Si vienes por el sur, llámame.
«Y un cuerno». Yo no llevaba encima ninguna tarjeta de visita, pero encontré un trozo de papel en mi guantera y anoté en él mi dirección de correo electrónico y mi teléfono.
Robert le echó un vistazo.
—No utilizo mucho el correo electrónico —me dijo—. Lo uso por trabajo, si tengo que hacerlo, pero poco más. ¿Por qué no me das tu dirección de verdad y algún día te envío un dibujo?
Añadí la dirección de mi casa.
Robert me acarició el pelo, como si fuese la última vez.
—Supongo que lo entiendes.
—¡Oh, sí! —Le besé fugazmente la mejilla. Tenía un sabor acre, incluso muy levemente aceitoso, a un aceite virgen extra de primera calidad, prensado en frío; su recuerdo permaneció horas en mis labios. Me subí a la furgoneta. Arranqué y me fui.
Su primer dibujo llegó a mi buzón diez días después. Era un simple boceto, caprichoso y apresurado, en un papel doblado; mostraba la silueta de una especie de sátiro saliendo de las olas y a una doncella sentada en una roca cercana. En la carta adjunta ponía que había estado pensando en nuestras conversaciones, con las que había disfrutado, y que estaba trabajando en un nuevo lienzo basado en su cuadro de la playa; me pregunté en el acto si habría incluido las figuras de la mujer y la niña. Me proporcionó un apartado de correos y me dijo que le escribiese a esa dirección, y que tenía que mandarle un dibujo mejor que el suyo, para bajarle los humos.