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1879

Étretat, por la tarde. La luz se extiende con majestuosidad por toda la playa, pero no le ha salido bien el cuadro. Es la segunda vez que intenta pintar este paisaje de barcas de pesca volcadas sobre los guijarros. Ella quiere introducir una figura humana y, finalmente, se decide por el efecto que producirán dos damas y un caballero que están paseando por los acantilados, damas de ciudad con sombrillas de colores, quienes dan un toque perfecto que contrasta con el ojo de aguja más oscuro que hay a lo lejos. Hoy también hay otro pintor con ellos, un hombre corpulento de barba castaña que ha colocado las patas de su caballete casi en la marea; ella se arrepiente de no haberlo elegido a él como sujeto en lugar de a las damas. Olivier y ella se miran cuando el hombre pasa por delante de ellos en dirección a la orilla del agua, será una compañía silenciosa que se sumará al silencio de ambos.

Hoy el cielo no le sale bien, ni siquiera después de añadir más blanco mezclado ligeramente con ocre. Olivier se inclina para preguntarle por qué mueve la cabeza. El ocre que hay en la intensa luz del mundo real pinta el pelo encrespado de Olivier, su bigote y su camisa de color claro. No pretendía hacerlo, pero cuando él se acerca, ella le pone una mano en la mejilla. Él coge y retiene sus dedos, los besa con un ardor que a ella la sacude. A la vista de las ventanas de la ciudad, a la vista de las anchas espaldas del desconocido que pinta los acantilados, de las damas bajo sus lejanas sombrillas, se besan durante un instante interminable; es su tercer beso. Esta vez nota que la boca de Olivier está sedienta, que ella abre la suya como Yves nada más habría intentado en la oscuridad de su dormitorio. La lengua de Olivier es firme y el aliento de su boca fresco; entonces ella comprende, al tiempo que le rodea el cuello con los brazos, que en su interior él sigue siendo realmente joven y que su boca es el pasaje hacia esa juventud, un túnel hacia la marea.

Olivier se detiene con la misma brusquedad.

—Amor mío. —Deja el pincel y se aleja unos cuantos pasos, las piedras se entrechocan de forma audible bajo sus botas. Se queda mirando fijamente hacia el mar, y ella no lo ve como algo melodramático, tan sólo su necesidad de distanciarse un poco para serenarse. De todos modos, ella lo sigue y une su mano a la de él. La mano de Olivier está más envejecida que su boca.

—No —dice ella—. La culpa ha sido mía.

—Te amo. —Es una explicación. Él sigue con la mirada extendida sobre el horizonte. A ella su voz le parece triste.

—¿Y por qué es eso tan desesperante? —Ella observa su perfil en busca de una respuesta. Acto seguido él se vuelve y le coge la otra mano.

—Cuidado con lo que dices, querida. —Ahora su rostro está sereno, relajado, vuelve a ser totalmente él—. La esperanza de un anciano es más frágil de lo que te imaginas.

Ella reprime el impulso de patalear sobre los guijarros sueltos, pero eso únicamente le haría parecer infantil.

—¿Por qué crees que no puedo entenderlo?

Él le aprieta las manos con fuerza, la sigue mirando de frente. Por una vez, a ella le gusta la indiferencia de Olivier ante la posibilidad de que haya curiosos.

—Tal vez puedas —afirma él. Esboza una sonrisa, su sonrisa es cariñosa y solemne, su dentadura amarillenta pero uniforme. Cada vez que Olivier sonríe, ella sabe a qué se deben sus líneas de expresión; en cada ocasión el misterio se resuelve. Ahora ella sabe que también lo ama, no sólo por ser quien es, sino por quién fue mucho antes de que ella naciese, y porque algún día morirá con su nombre en los labios. Ella lo rodea con los brazos sin previa invitación, rodea su cuerpo enjuto, sus costillas y su cintura cubiertos por capas de ropa, y lo abraza con fuerza. Apoya la mejilla en el hombro de su vieja chaqueta, donde encaja a la perfección. Él la estrecha a su vez completamente; los inunda una intensa pasión.

Aquel momento —concluirá ella más tarde—, define el breve futuro que tiene Olivier por delante e incluso el suyo más extenso en el tiempo