Mary
Durante la cena, me hice rápidamente con una cerveza, y después me senté un rato cerca del fuego con dos hombres inscritos en la clase de acuarelas. Su diálogo acerca de las relativas ventajas de los óleos y las acuarelas para pintar paisajes era interesante y me retuvo allí más tiempo del que pretendía. Por fin, me excusé y me sacudí la parte trasera de mis tejanos antes de disponerme a ir hacia mi cama cuidadosamente hecha. Frank estaba hablando con otra persona junto al fuego, una chica joven y guapa, así que no tenía que preocuparme por encontrármelo sentado de nuevo delante de mi espejo. De todas maneras, di un gran rodeo para esquivarlo y eso fue lo que me llevó hasta el borde del jardín, hasta la profunda oscuridad donde la luz de la hoguera no alcanzaba.
Allí había un hombre, en los linderos del bosque, un hombre alto que se estaba frotando los ojos con las manos, a continuación se frotó la cabeza, como cansado y distraído, y en lugar de mirar hacia atrás, a la hoguera, con su multitud de siluetas festivas, miraba hacia los árboles. Al cabo de unos cuantos minutos empezó a adentrarse en el bosque, recorriendo el sendero en el que yo ya pensaba como nuestro, y lo seguí, consciente de que no debería. Había justo la luz crepuscular necesaria para iluminar sus grandes zancadas delante de mí y para que me asegurara de que no se había enterado de que lo seguían. Dije un par de veces para mis adentros que debería dar media vuelta, darle intimidad. Se dirigía hacia la orilla en la que habíamos pintado aquel día; a lo mejor quería ver algunas de las formas que habíamos pintado allí, aun cuando ahora se viesen a medias, y si se había alejado solo de las instalaciones del centro lo más probable era que no quisiera compañía.
Me detuve en el margen del bosque y observé cómo continuaba bajando por las piedras de la playa, que tintineaban unas contra otras bajo sus pies. Las embestidas del océano eran audibles; el brillo del agua se prolongaba oscuro hacia un horizonte todavía más oscuro. Empezaban a aparecer las estrellas, pero el cielo seguía siendo más azul que negro, de color zafiro. Era Robert. Su camisa era clara y su silueta se movía ahora a lo largo de la orilla del agua. Se quedó inmóvil, entonces se agachó para coger algo, llevó el brazo hacia atrás con el gesto de un niño que tiene una pelota de béisbol en la mano, y lo arrojó con fuerza lejos de la arena; era una piedra. Fue un gesto rápido y furioso: de rabia, de desesperación quizá, de liberación. Lo observé sin moverme, medio atemorizada por sus emociones. Acto seguido se acuclilló, un movimiento curioso para una persona tan corpulenta, de nuevo un gesto infantil, y me pareció que hundía la cabeza en las manos.
Por un momento me pregunté si estaría cansado, irritado (como lo estaba yo) por la falta de sueño y la continua imposición de estar rodeado de gente en el seminario, o si quizás estaría incluso llorando, aunque no lograba imaginarme por qué podía llorar alguien como Robert Oliver. Ahora se sentó en la arena (pensé que debía de estar húmeda y dura) y se quedó ahí un buen rato con la cabeza entre las manos. Las olas avanzaron con suavidad, rompiendo blancas y apenas visibles en la oscuridad. Me quedé observando y él se limitó a permanecer ahí sentado, sus hombros y espalda brillaban bajo la luz trémula. Al final, siempre me dejo llevar por el corazón, aunque la razón y la tradición también tienen su importancia. Ojalá pudiera explicar el porqué, pero no lo sé. Eché a andar hacia la playa mientras oía el repiqueteo de las piedras bajo mis pies, y en un momento dado casi tropecé.
Robert no se volvió hasta que estuve muy cerca, e incluso entonces no pude ver la expresión de su rostro. Pero me reconociera o no desde el primer momento, me vio y se levantó; se levantó de un salto. En ese instante, sentí finalmente vergüenza y verdadero temor por haber invadido su soledad. Nos quedamos mirando el uno al otro. Y ahora pude ver su cara; sombría, angustiada, y mi presencia no la había despejado.
—¿Qué haces aquí? —preguntó tajantemente.
Moví los labios, pero no me salió la voz. En lugar de eso, alargué el brazo y cogí su mano, que era muy grande, muy cálida, y que automáticamente se cerró sobre la mía.
—Deberías volver, Mary —dijo él con un temblor en la voz (eso me pareció). Me satisfizo que hubiera usado mi nombre con tanta naturalidad.
—Lo sé —repuse—. Pero te he visto y me he preocupado.
—No te preocupes por mí —me dijo, y su mano envolvió con más fuerza la mía, como dándome a entender que eso a su vez le hacía preocuparse por mí.
—¿Estás bien?
—No —contestó en voz baja—, pero eso no importa.
—Por supuesto que importa. Que uno esté bien siempre es importante. —«Eres idiota», dije para mis adentros, pero estaba el problema de su enorme mano envolviendo la mía.
—¿Crees que los artistas tienen que estar bien necesariamente? —Robert sonrió y creí que quizás hasta se reiría de mí.
—Todo el mundo debería estar bien —contesté resueltamente, y supe que, en efecto, era una idiota y que ése era mi destino, y no me importó.
Me soltó la mano y se volvió hacia el océano.
—¿Has tenido alguna vez la sensación de que las vidas que vivieron otras personas en el pasado siguen siendo reales?
Esto me pareció lo bastante raro y fuera de contexto para darme escalofríos. Pese a su extraña afirmación yo deseaba fervientemente que él se encontrase bien, así que pensé en Isaac Newton. Entonces pensé que Robert Oliver pintaba a menudo figuras históricas o pseudo-históricas, incluidas aquellas alejadas figuras que había visto en su paisaje durante nuestro primer día completo aquí, y me di cuenta de que para él ésta debía de ser una pregunta normal.
—Sin duda.
—Quiero decir —continuó Robert como si le estuviese hablando a la orilla del agua— que cuando ves un cuadro pintado por alguien que lleva muerto mucho tiempo, sabes con seguridad que esa persona vivió realmente.
—Yo también pienso a veces en eso —confesé, si bien su comentario no casaba con mi primera teoría sobre él, acerca de su ingenuo interés por añadir figuras históricas en sus lienzos—. ¿Te refieres a alguien concreto?
Robert no me respondió, pero como yo estaba a su lado, al cabo de un momento me rodeó con un brazo, entonces me acarició el pelo que caía sobre mi espalda, una continuación de su gesto de hacía dos noches. Este hombre era más raro de lo que me había imaginado; no era tan sólo excentricidad, sino auténtica extravagancia, una especie de ensimismamiento en su propio mundo, una desconexión. Estoy convencida de que mi hermana Martha le habría dado un beso en la mejilla y se habría ido de la playa, y lo mismo haría cualquier persona sensata que conozco. Pero aquello no era cuestión de sensatez sino de sensibilidad. Robert me acarició el pelo. Levanté mi mano para coger la suya, y a continuación la acerqué a mi cara y la besé en la oscuridad.
Besar la mano de alguien es un gesto más propio de hombres que de mujeres, o un gesto que demuestra respeto (hacia la realeza, hacia un obispo, hacia los moribundos). Y mi intención era respetuosa; quise darle a entender que su presencia me intimidaba y me emocionaba, además de asustarme un poco. Él se giró hacia mí y me atrajo hacia él, flexionando un brazo suavemente alrededor de mi nuca y pasando la otra mano sobre mi rostro como si le estuviese quitando el polvo, y me estrechó contra su cuerpo para besarme. Jamás me habían besado así, jamás; su boca transmitía una pasión completamente espontánea, un deseo posiblemente desligado incluso de mí, lleno del acto en sí mismo. Puso la mano donde terminaba mi espalda y me apretó hacia arriba y contra él, y pude sentir el calor de su pecho a través de su camisa raída, los pequeños botones presionándome como para marcarme la piel.
Entonces me soltó lentamente.
—No puedo hacer esto —dijo, como embriagado. Su aliento no olía a alcohol, ni siquiera a la cerveza que yo sí me había tomado. Me puso las manos en la cara y me volvió a besar, con precipitación, y esta vez tuve la sensación de que Robert sabía perfectamente quién era yo—. Vete, por favor.
—Está bien. —Yo, a quien Muzzy había llamado terca, a quien los profesores del instituto habían considerado un tanto huraña y los profesores de la Facultad de Bellas Artes habían encontrado complicada, di media vuelta obedientemente y me fui de la oscura playa a trompicones.