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Mary

Me gustaría poder decir que Robert Oliver y yo fuimos buenos amigos desde aquel momento, que a partir de entonces fue mi mentor y sabio consejero, y defensor acérrimo de mis obras, que me ayudó en mi carrera y yo, a mi vez, admiré la suya, y que todo siguió su curso hasta que falleció a los ochenta y tres años, dejándome en el testamento dos de sus cuadros. Pero nada de esto fue así. Robert sigue evidentemente vivo y toda nuestra extraña historia final concluyó y pasó a formar parte del pasado. Ignoro cuánto recordará él ahora de la historia; si tuviera que adivinarlo, diría que no toda, tampoco nada, sino algo. Supongo que recuerda algunas cosas de mí, otras de los dos juntos, y que se desprendió del resto como le ocurre al humus cuando hay una riada. Si él hubiera recordado todo y lo hubiera absorbido por sus poros, como hice yo, no le estaría explicando todo esto a su psiquiatra, ni a ninguno otro, y él quizá no estaría loco. ¿Es ésa la palabra, loco? Ya estaba loco antes, en el sentido de que no era como los demás, y por eso lo amaba.

La noche de nuestra primera clase de paisajismo al aire libre me senté al lado de Robert durante la cena y, naturalmente, Frank se sentó a mi lado con su desabotonada camisa. Me entraron ganas de decirle que se la abrochara de una vez. Robert estuvo un buen rato hablando con un miembro del profesorado, que tenía a su otro lado, una mujer de setenta y tantos años, una grande dame del arte encontrado, pero de vez en cuando miraba a su alrededor y me sonreía, en general distraídamente y en cierta ocasión con una franqueza que me asustó, hasta que me di cuenta de que se la dedicaba a Frank por igual; al parecer, el tratamiento que Frank le había dado al agua y al horizonte le había gustado más que el mío. Si Frank creía que me iba a dejar en ridículo delante de Robert, estaba completamente equivocado, me prometí a mí misma mientras escuchaba a Frank, que acaparó la práctica totalidad de la atención de Robert en mis narices. Cuando Frank hubo terminado su largo pavoneo en forma de preguntas técnicas, Robert volvió a dirigirse a mí; al fin y al cabo, me tenía justo pegada a su mandíbula. Me dio un golpecito en el hombro:

—Estás muy callada —me dijo sonriente.

—Frank hace mucho ruido —repuse en voz baja. Mi intención había sido decirlo más alto, a modo de pequeña reprimenda para Frank, pero me salió en voz baja y áspera, como si fuese únicamente dirigido al oído de Robert Oliver. Bajó los ojos para mirarme; como he dicho, Robert tiene que bajar la vista para mirar a casi todo el mundo. Siento recurrir a este tópico, pero nuestras miradas se encontraron. Nuestras miradas se encontraron y lo hicieron por primera vez en nuestra relación, que a fin de cuentas había sufrido una interrupción de muchos años.

—Está sólo empezando su carrera —comentó, lo cual me hizo sentir un poco mejor—. ¿Por qué no me cuentas qué tal te van las cosas? ¿Estudiaste Bellas Artes?

—Sí —contesté. Tuve que inclinarme mucho hacia él para que pudiera oírme; en el orificio de su oreja había pelos finos y negros.

—Lo siento por ti —repuso a su vez en voz más alta pero suave.

—No fue tan horrible —admití—. En el fondo disfruté.

Robert se giró, con lo que pude verlo otra vez de frente. Sentí que era peligroso para mí verlo así, que él era mucho más vital de lo que debería ser una persona. Se estaba riendo, tenía una dentadura grande y de buen aspecto, pero amarillenta; propia de la madurez. Era maravilloso que no pareciera preocuparle nada o incluso saber que sus dientes eran amarillos. Frank se blanquearía los suyos un par de veces al mes antes de los treinta. El mundo estaba lleno de Franks, cuando debería estar lleno de Roberts Oliver.

—Yo también disfruté en parte —me dijo él—. Me dio un motivo de enfado.

Me atreví a encogerme de hombros.

—¿Por qué iba el arte a hacer enfadar a nadie? A mí me trae sin cuidado lo que hagan los demás.

Lo estaba imitando, imitaba su propia indiferencia, pero por lo visto le pareció insólito, porque frunció las cejas.

—Quizá tengas razón. En cualquier caso, esa etapa se supera, ¿verdad? —Estaba compartiendo su experiencia conmigo, no era una pregunta real.

—Sí —contesté, atreviéndome a mirarlo de nuevo a los ojos. Después de hacerlo un par de veces, no me resultó difícil.

—Tú lo has superado joven —me dijo tranquilamente.

—No soy tan joven. —No había sido su intención parecer hostil, pero me miró más detenidamente aún. Sus ojos se perdieron por mi cuello, recorrieron mis pechos… hicieron el habitual repaso masculino ante la presencia femenina, automático, animal. Lamenté que hubiese mostrado esa mirada, era impersonal. Hizo que me preguntara por su mujer. Ahora, como en Barnett, Robert llevaba su ancho anillo de oro puesto, de modo que tuve que presumir que seguía estando casado. Sin embargo, cuando volvió a hablar su rostro era tierno—. Tu cuadro es enormemente interpretativo.

Entonces se volvió, por alguna razón se puso a debatir con las otras personas que nos rodeaban y habló con la mesa en general, por lo que no averigüé, como mínimo entonces, a qué clase de interpretación se había referido. Me concentré en mi comida; de cualquier forma, con todo ese ruido no podía oír nada. Tras un rato así, Robert volvió a dirigirse a mí, y de nuevo se produjo esa tranquilidad entre nosotros, esa espera.

—¿A qué te dedicas ahora?

Decidí decirle la verdad.

—Bueno, tengo dos trabajos tediosos en Washington. Y cada tres meses me voy a Filadelfia a ver a mi achacosa madre. Por las noches pinto.

—Pintas por las noches —repitió él—. ¿Has pedido hacer ya alguna exposición?

—No sola, ni conjuntamente siquiera —contesté despacio—. Supongo que podría haberme movido más para que me dieran una oportunidad; no sé, en la facultad quizá, pero las clases me mantienen tan ocupada que no puedo pensar con claridad al respecto. O tal vez no me sienta del todo preparada. Seguiré pintando siempre que pueda y ya está.

—Deberías exponer. Pintando como pintas, alguna manera habrá de conseguirlo.

Me hubiera gustado que explicara mejor ese «como pintas», pero a caballo regalado, no le mires el dentado, sobre todo teniendo en cuenta que ya había calificado mi único paisaje de «interpretativo». Dije para mis adentros que no me tragaría nada, aunque desde hacía años sabía que Robert Oliver no halagaba en vano, y supe instintivamente que, aun cuando me hubiese repasado con los ojos, un acto reflejo, no recurriría al halago para conseguir nada de mí. Era sencillamente demasiado fiel a la verdad artística; podías verlo en cada arruga de su cara y hombros, oírlo en su voz. Más tarde comprendí que ese halago o rechazo sin rodeos era lo más fiable de él; era impersonal, igual que su mirada al recorrer mi cuerpo. Había cierta frialdad en él, una mirada fría debajo de su piel de color cálido y su sonrisa, una cualidad que me inspiraba confianza porque yo misma confiaba en ella. Podía valerse de un simple encogimiento de hombros para rechazarte o para ignorar tu trabajo si no creía que fuese bueno. Lo hacía sin esfuerzo, sin verse en el dilema de tener que hacer concesiones por razones personales. Valoraba la pintura y los cuadros sin ambages, los propios o los ajenos, no lo convertía en algo personal.

De postre había cuencos de fresones frescos. Me levanté a buscar una taza de té negro con crema de leche, que sabía que me mantendría despierta, aunque de cualquier forma estaba demasiado emocionada por toda la situación como para pensar en dormir. Tal vez pudiese pintar hasta tarde. Había estudios abiertos toda la noche, que no estaban demasiado lejos de los establos donde dormíamos; garajes que antaño habían probablemente albergado los primeros Ford Modelo T de la finca y que ahora estaban equipados con grandes tragaluces. Podía quedarme ahí a pintar, a realizar quizás unas cuantas versiones más de ese paisaje partiendo de la primera inacabada. Y después, descaradamente, podría decirle a Robert Oliver en el desayuno o en nuestra próxima ladera: «Estoy un poco cansada, ¡es que estuve pintando hasta las tres de la madrugada!». O quizás él saldría a pasear por la noche y pasaría por delante, y me vería por la ventana del garaje pintando con ahínco; entraría tranquilamente, me daría un golpecito en el hombro con una sonrisa y me diría que el cuadro era muy «interpretativo». Eso era cuanto yo quería: su atención, fugaz y casi inocentemente, pero no del todo.

Mientras apuraba mi té, Robert se levantó de la mesa, imponente, sus caderas enfundadas en sus desgastados vaqueros me llegaban a la altura de la cabeza; dio las buenas noches a todos. Probablemente tuviese cosas más importantes que hacer, como sus propias obras. Para mi indignación, Frank se fue de la mesa tras él, su perfil cincelado giraba a un lado y otro mientras hablaba por los codos. Al menos eso impediría que, en cambio, Frank me siguiera, se abriera la camisa un poco más o me preguntara si quería dar un paseo por el bosque. Abandonada no por uno sino por dos hombres, sentí una punzada de soledad y traté de valorar de nuevo mi independencia, mi romance conmigo misma. Decididamente, me iría a pintar, no para ahuyentar a Frank o atraer a Robert Oliver, sino por el hecho de pintar. Estaba aquí para aprovechar el tiempo, para reiniciar mis motores, que petardeaban, para disfrutar de mis breves y preciadas vacaciones; ¡que se fueran al cuerno todos los hombres!

Por esa razón Robert me encontró en el garaje, tan tarde que las otras dos o tres personas que estaban pintando en distintos puntos del gran espacio con olor a humedad ya habían recogido sus cosas y se habían ido, tan tarde que yo estaba mareada, veía verde en lugar de azul, puse un poco de amarillo con demasiada rapidez, lo rasqué y decidí parar. Había rehecho mi paisaje de la tarde en un nuevo lienzo traído de mi compartimento, con diversos cambios. Había recordado las margaritas de la hierba, que con la luz del día no había llegado a hacer, y las puse sobre la superficie de la ladera intentando que flotaran, aunque más bien se hundieron. Y también introduje otro cambio. Cuando Robert entró y cerró la puerta lateral a sus espaldas, yo estaba ya tan cansada de dar vueltas a esos cambios que me pareció una manifestación de la visión que había tenido durante la cena, de mi deseo de que se presentase aquí. Lo cierto es que no había vuelto a pensar en él, aunque, en cierto modo, había ocupado mis pensamientos sin ser yo consciente de ello, así que ahora lo miré como si se tratase de una aparición.

Se me puso delante, esbozó una sonrisa y cruzó los brazos.

—¡Sigues levantada! ¿Estás preparando tu futura exposición?

Yo me quedé mirándolo fijamente. Robert era irreal, estaba rodeado de una aureola bajo las luces que colgaban del techo. Muy a mi pesar, pensé que se parecía a un arcángel de uno de esos trípticos medievales, sobrenatural, con el pelo bastante largo y rizado, su cabeza circundada por un círculo dorado, sus enormes alas convenientemente plegadas mientras daba algún mensaje celestial. Su descolorida vestimenta dorada, la oscura luminosidad de su pelo, sus ojos aceitunados; todo aquello debería ir acompañado de unas alas, y si Robert hubiese tenido alas, habrían sido inmensas. Sentí que trascendía los límites de la historia y los convencionalismos, me sentí en los tambaleantes confines de un mundo demasiado humano para ser real o demasiado real para ser verdaderamente humano: tan sólo me sentía a mí misma, el cuadro de mi caballete, que ya no quería que él viera, y a este hombre corpulento de pelo rizado que estaba a dos metros de distancia.

—¿Es usted un ángel? —pregunté, pero me pareció erróneo y estúpido en el acto.

Sin embargo, él se rascó debajo del mentón con incipiente barba oscura, y se echó a reír.

—A duras penas. ¿Te he asustado?

Sacudí la cabeza.

—Por unos instantes me ha parecido que usted resplandecía, como si tuviese que llevar una túnica dorada.

Robert tuvo la gentileza de parecer confundido, o quizá lo estuviese de verdad.

—No encajaría con ninguna definición de ángel.

Forcé una carcajada.

—Debo de estar muy cansada entonces.

—¿Puedo verlo? —Más que acercarse exactamente a mí, Robert se acercó a mi caballete. Era demasiado tarde; no podía negarme. Ya se había puesto detrás de mí y procuré no girarme a ver su cara, pero tampoco pude evitarlo. Se quedó observando mi paisaje y luego su perfil se tornó serio. Desdobló los brazos y los dejó caer a ambos lados del cuerpo—. ¿Por qué las has añadido?

Señaló hacia las dos figuras que paseaban a lo largo de mi orilla retocada, a la mujer con falda larga junto a la niña pequeña.

—No lo sé —contesté titubeando—. Me ha gustado lo que usted ha pintado.

—¿No se te ocurrió pensar que quizá me pertenecían?

Me pregunté si su tono rozaba la amenaza; su pregunta era un tanto extraña, pero lo que sentí fue sobre todo mi propia estupidez y las estúpidas lágrimas agolpadas, pero todavía ocultas tras mi disgusto. ¿De veras iba a reprenderme? Recuperé el coraje.

—¿Hay algo que pertenezca a un solo artista?

Robert tenía el semblante hosco pero también reflexivo, estaba interesado en mi pregunta. En aquel entonces yo era un poco más joven; no entendía que la gente puede simplemente aparentar interés por algo que no sea sí misma. Por fin dijo:

—No, supongo que tienes razón. Supongo que soy posesivo con las imágenes con las que he estado viviendo durante mucho tiempo, nada más.

De pronto, me vi de nuevo en aquel campus, muchísimos años antes; curiosamente, la conversación era la misma, yo le estaba preguntando por la identidad de la mujer de sus lienzos y él se disponía a contestar: «¡Si supiese quién era!».

Por el contrario, le toqué el brazo; descaradamente, quizá.

—¿Sabe una cosa? Creo que ya hemos hablado de esto antes.

Él arqueó las cejas.

—¿Ah, sí?

—Sí, en los jardines de Barnett, cuando yo estudiaba allí y usted había expuesto ese retrato de una mujer frente a un espejo.

—¿Y te preguntas si ésta es la misma mujer?

—Sí, me lo pregunto.

La luz del gran estudio abierto era desagradable y precaria; sentí un hormigueo en el cuerpo debido al cansancio y a la proximidad de este desconocido que con el paso de los años no había hecho más que ganar atractivo. Apenas podía dar crédito al hecho de que tras un lapso de tiempo hubiese vuelto a aparecer en mi vida. En realidad, me estaba mirando con las cejas fruncidas.

—¿Por qué lo quieres saber?

Vacilé. Podría haber dicho muchas cosas, pero en la crudeza de aquel tiempo y espacio, en aquella irrealidad que parecía no tener futuro ni consecuencias, dije lo más impulsivo, lo más sincero.

—Algo me dice —contesté lentamente— que si supiera por qué sigue pintando lo mismo después de tantos años, podría llegar a conocerlo. Sabría quién es usted.

Mis palabras flotaron en la habitación y oí su crudeza, y pensé que debería avergonzarme, pero no lo hice. Robert Oliver se quedó petrificado, mirándome fijamente como si me hubiese estado escuchando hasta ahora y quisiera conocer mi reacción al argumento que iba a exponer. Pero en lugar de comentar nada, se quedo ahí callado (yo me sentí incluso insolentemente alta a su lado, lo bastante alta para llegar a su barbilla), y al final, en lugar de hablar, me acarició el pelo con los dedos. Estiró sobre mi hombro un largo mechón y lo alisó sólo con las yemas de los dedos, sin tocarme realmente.

Recordé con un respingo que éste era el gesto de Muzzy; pensé en las manos de mi madre, ahora muy envejecidas, cuando de jovencita me cogían un mechón de pelo, y ella me decía lo brillante y lacio y suave que lo tenía, y lo soltaba con ternura. Era su gesto más dulce, de hecho, una silenciosa disculpa por toda la disciplina y la formación contra la que yo me había rebelado hasta que el desgaste nos creó resentimiento. Me quedé lo más quieta que pude, temerosa de empezar a estremecerme visiblemente, esperando que Robert no me tocara más porque eso podría hacerme temblar delante de él. Alzó ambas manos y me peinó el pelo con caricias, ordenándolo detrás de mis hombros, como si lo quisiese así para un retrato. Vi que tenía el semblante pensativo, triste, lleno de asombro. Entonces dejó caer los brazos y permaneció ahí unos instantes más, como si quisiese decir algo. Y acto seguido se dio la vuelta y se fue. Su dorso era corpulento y de movimientos pausados, abrió y cerró la puerta con lentitud y educación; no hubo despedidas.

Cuando lo hube perdido de vista, limpié mis pinceles, pegué el caballete a una esquina, apagué las deslumbrantes bombillas y salí del edificio. La noche tenía un denso olor a rocío. Las estrellas aún brillaban; eran unas estrellas que por lo visto no existían en Washington. Envuelta en la oscuridad, me llevé las manos al pelo y tiré de éste hacia delante para que cayera sobre mi pecho, entonces levanté un mechón y lo besé justo donde unos instantes antes había estado la mano de Robert.