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Mary

Durante el desayuno Frank monopolizó mi atención.

—¿Estás preparada? —preguntó mientras sostenía una bandeja que contenía dos cuencos de cereales, un plato de huevos con beicon, y tres vasos de zumo de naranja. Esta mañana nos teníamos que servir solos: reinaba la democracia. Había encontrado un rincón soleado e iba por mi segunda taza de café y un huevo frito, y no había ni rastro de Robert Oliver. Tal vez no desayunase.

—¿Preparada para qué? —repliqué.

—Para el primer día. —Dejó la bandeja sin preguntarme si deseaba compañía.

—Adelante, siéntate —le dije—. Me apetecía un poco de compañía en este maravilloso y solitario rincón.

Él sonrió, aparentemente divertido por mi irritabilidad; ¿qué me había hecho pensar que el sarcasmo funcionaría? Se había levantado un par de crestas junto a la frente y llevaba unos tejanos grisáceos, una sudadera y unas desgastadas zapatillas de baloncesto, y un collar de cuentas rojas y azules. Dobló la espalda sobre su flexible cintura y encorvó los hombros para comerse los cereales. Era perfecto en su inmadurez, y él lo sabía. Me lo imaginé con sesenta y cinco años, flaco y de brazos delgados, con juanetes y probablemente un tatuaje arrugado en algún sitio.

—El primer día va a ser largo —anunció—. Por eso te he preguntado si estás preparada. Tengo entendido que Oliver nos tendrá un montón de horas pintando al aire libre. Es muy vehemente.

Intenté seguir tomando el café.

—Es una clase de paisajismo, no un entrenamiento de fútbol.

—¡Oh, yo no estaría tan seguro! —Mientras tanto, Frank iba mascando su desayuno—. He oído cosas sobre este tipo. No para nunca. Se ha hecho un nombre como retratista, pero ahora mismo se dedica realmente a los paisajes. Se pasa todo el día al aire libre, como un animal.

—O como Monet —dije, y al instante me arrepentí. Frank desvió la vista como si yo me estuviese metiendo el dedo en la nariz.

—¿Monet? —musitó y, pese a que tenía la boca llena de comida, percibí su desdén y desconcierto. Nos acabamos nuestros huevos en un silencio no del todo amigable.

La ladera que Robert Oliver había elegido para nuestro primer ejercicio de paisajismo tenía vistas sobre el océano y las islas rocosas; estaba integrada en un parque estatal y me pregunté cómo había sabido llegar hasta aquí exactamente, hasta este formidable escenario. Robert hundió las patas de su caballete en el suelo. Todos nos reunimos a su alrededor, con nuestro material en la mano o tras haberlo dejado sobre la hierba, para observar mientras él nos demostraba cómo se hacía un bosquejo, mientras nos enseñaba cómo centrarnos primero en la forma sin tener en cuenta aún lo que esas formas representaban, y luego nos hacía sugerencias sobre el color. Necesitaríamos una base grisácea, nos dijo, para reproducir la luz fría e intensa que nos rodeaba, pero también algunos tonos terrosos más cálidos para pintar después los troncos de los árboles, la hierba e incluso el agua.

Aquella mañana, su intervención en clase había sido mínima:

—Sois todos unos artistas consumados y prolíficos, y no creo que sea necesario hablar mucho… salgamos a trabajar sobre el terreno y veamos qué pasa, más tarde, cuando tengamos unos cuantos cuadros que analizar, ya hablaremos de la composición. —Después de aquello, me alegré de salir enseguida al aire libre. Habíamos venido en coche hasta esta zona y luego subido bosque a través desde el aparcamiento, cargando nuestros equipos a cuestas. El seminario nos había provisto de sándwiches y manzanas; esperábamos que a lo largo del día no se pusiese a llover.

Ahora empezaba a recordar muchas cosas de Robert Oliver, a quien tenía lo bastante cerca para ver su demostración, pero no tanto como para parecer ansiosa; reconocí esa apasionada insistencia en la forma, el modo en que la convicción volvía más grave su voz cuando nos decía que lo ignoráramos todo, salvo la geometría de la escena, hasta que nos saliera bien, el modo en que retrocedía, descansando el peso de su cuerpo en los talones, para examinar su trabajo cada pocos minutos, y luego volvía a acercarse. Me fijé en que Robert se comunicaba de una manera o de otra con todos; más que nunca, desplegó ese natural y desenfadado don de la hospitalidad que tenía, como si dondequiera que enseñara hubiese un comedor en lugar de una clase y estuviéramos todos comiendo a su mesa. Era irresistible, y los demás alumnos parecieron sentirse al punto atraídos por él, porque se apiñaron confiados alrededor de su lienzo. Robert señaló varias vistas y las formas que podrían adquirir en un lienzo, a continuación bosquejó las formas del paisaje que había elegido y les aplicó color, en su mayoría ocre oscuro, además de una fina capa de intenso marrón.

En la ladera había suficientes puntos sin desnivel para que seis personas montaran sus caballetes con estabilidad, y todos nos dedicamos un rato a buscar vistas. De hecho, era difícil equivocarse; era difícil decidir qué parte de los ciento ochenta grados de esplendor natural pintar. Por fin, me decidí por una amplia vista de abetos que se extendían sigilosamente hasta la playa y el agua, con la mole de la Isla des Roches a la derecha y un horizonte liso de agua uniéndose con el cielo a la izquierda. Le faltaba equilibrio; moví un poco el caballete y el paisaje quedó enmarcado en el extremo izquierdo por unos árboles de hoja perenne que había junto a la playa, que añadirían interés a ese lado del lienzo.

Una vez elegido el lugar, Frank plantó con entusiasmo su caballete cerca del mío, como si yo le hubiera invitado a hacerlo y me sintiera honrada por su compañía. Algunos de los alumnos parecían bastante simpáticos; eran de mi edad o mayores, principalmente mujeres, lo que hacía que Frank pareciera un niño precoz. Dos de las mujeres, que aseguraban conocerse ya de un seminario en Santa Fe, se habían puesto a hablar amigablemente conmigo en la furgoneta. Vi que ponían sus caballetes en trechos inferiores de la colina al tiempo que hablaban de sus paletas. Asimismo, había un anciano muy tímido, que Frank me dijo entre susurros que había expuesto en el Williams College un año antes; se instaló cerca de nosotros y empezó a bosquejar con pintura en lugar de lápices.

Frank no solamente había fijado las patas de su caballete en el suelo cerca del mío, sino que también lo dirigió más o menos en la misma dirección; disgustada, comprendí que pintaríamos escenas muy similares, lo cual supondría la competencia directa de nuestras habilidades. Por lo menos se concentró enseguida y probablemente no me molestaría; ya tenía la paleta preparada con unos cuantos colores básicos, y estaba usando grafito para delinear la masa lejana de la isla y el contorno de la orilla en primer plano. Pintaba deprisa, con seguridad, y su flaca espalda se movía debajo de la camisa con un ritmo elegante.

Aparté la vista y empecé a preparar mi paleta: verde, ocre oscuro, un azul suave con una pizca de gris, un chorro de blanco y otro de negro. Ya me arrepentía de no haber reemplazado dos de mis pinceles antes del seminario; estos eran magníficos, pero los tenía desde hacía tanto tiempo que habían perdido algunos pelos. Mi empleo de profesora, una vez pagado el alquiler y la comida, no daba tanto de sí como para comprarme material artístico caro, y Washington no era barato, aunque había encontrado un apartamento en un barrio al que Muzzy jamás habría dado su visto bueno y que, por suerte, nunca venía a ver. Tampoco se me ocurriría pedirle dinero después del chasco que se había llevado, porque no estudié lo que ella quería. («Pero hoy en día hay muchos licenciados en Bellas Artes que luego estudian derecho, ¿verdad, cariño? Y tú siempre has sido muy peleona»). Renové mi promesa, como hacía a diario: seguiría intentando tener un book de trabajos decente, participar en suficientes exposiciones, acumular suficientes referencias brillantes y buscarme un trabajo de profesora de verdad. Como Frank no me estaba mirando, levanté rabiosa la vista hacia él. Si me iba bien en este taller, tal vez Robert Oliver pudiese ayudarme de alguna forma. Miré furtivamente hacia él y descubrí que también estaba pintando ensimismado. No pude ver su lienzo desde mi posición, pero era grande y había empezado a llenarlo de largas pinceladas.

Naturalmente, el color del agua cambiaba de una hora para otra, haciendo difícil captarlo, y la cima de la Isla des Roches resultó ser un desafío; mi versión de la misma fue un poco demasiado suave, como unas natillas o una crema batida en lugar de una roca de color claro, el pueblo, enclavado en su orilla más baja, era con suerte borroso. Robert estuvo mucho rato pintando ladera abajo, y me pregunté, temerosa, si en algún momento se acercaría a ver nuestros lienzos.

Por fin, paramos para comer. Robert se desperezó, entrelazando sus enormes manos por encima de la cabeza, y el resto lo imitamos cada uno a nuestra manera, alzando la vista, dejando los pinceles o levantando los brazos. Yo sabía que comeríamos deprisa, y cuando Robert se sentó en una zona soleada que había colina abajo y sacó su comida de una gran bolsa de tela, todos lo seguimos, apiñándonos a su alrededor con nuestros propios sándwiches. Me dedicó una sonrisa; ¿me había estado buscando con la mirada un segundo antes? Frank se puso a hablar con las dos simpáticas mujeres sobre el éxito de su reciente exposición en Savannah, y Robert se inclinó para preguntarme qué tal iba mi paisaje.

—Fatal —contesté, lo cual por algún motivo le hizo sonreír—. No sé —dije animándome—, ¿ha probado alguna vez ese postre llamado isla flotante? —Robert se echó a reír y prometió venir a echarle un vistazo.