59

Mary

A la mañana siguiente me levanté temprano, como si alguien me hubiese susurrado (completamente despierta, sabiendo con exactitud dónde estaba) y en lo primero que pensé fue en el océano. Tardé nada más unos minutos en ponerme mis pantalones de sport limpios y una sudadera, y cepillarme el pelo y los dientes en el frío cuarto de baño colectivo con arañas en el techo. A continuación salí sigilosamente del establo, mojándome las zapatillas de deporte con el rocío; sabía que luego lo lamentaría, porque no me había traído otro par. La mañana era gris por la niebla, que se fue disipando en irregulares jirones sobre mi cabeza para mostrar un cielo despejado, los árboles de hoja perenne estaban llenos de cuervos y telarañas, en los abedules ya había algunas hojas amarillas.

Tal como me había imaginado, justo detrás del montón de cenizas que quedaban de la hoguera de la noche anterior salía un camino que se alejaba de las instalaciones. Estaba yendo en la dirección correcta, hacia el océano, y después de estar varios minutos escuchando el golpeteo de mis zapatos en el sendero y los sonidos del bosque, fui a parar a una playa pedregosa, a las embestidas del agua y las algas, la espumosa marea entre grises lenguas de tierra. La niebla estaba suspendida justo sobre el agua, luchando por abrirse, con lo que vislumbré un cielo claro en lo alto, pero tan sólo alcanzaba a ver uno o dos metros de olas. No se veía el horizonte del mar, únicamente aquella niebla y el contorno de la tierra firme bordeada de sombríos y enhiestos abetos, cuyas hileras rompían un puñado de casitas. Me saqué los zapatos y me arremangué los pantalones hasta la rodilla. El agua estaba fresca, luego fría, luego muy fría, penetró en los huesos de mi pie e hizo que la piel de las pantorrillas se me pusiera de gallina. Las algas marinas me lamieron los tobillos.

De pronto sentí miedo, sola en el bosque, con el olor a pino, el Atlántico invisible. Todo estaba quieto, aparte del oleaje del agua. No me atreví a meterme más hondo y a que el agua me sobrepasara los tobillos; tuve de pronto ese repentino miedo infantil a los tiburones y a enredarme con las algas, la sensación de que podría sufrir un tirón y hundirme en el mar. No había horizonte hacia el que mirar; la niebla me devolvía mi mirada como una especie de ceguera. Me pregunté cómo se pintaría la niebla y traté de recordar si alguna vez había visto un cuadro dominado principalmente por ésta. Quizás alguna cosa de Turner o un grabado japonés. Nieve sí que había visto, y lluvia, y nubes suspendidas sobre montañas, pero no se me ocurría ningún cuadro con este tipo de niebla. Por fin, me alejé de la marea y localicé una roca en la que sentarme, una roca lo bastante alta, lo bastante seca y lo bastante lisa para no arruinarme la parte trasera de los pantalones, y otra roca más alta en la que apoyar la espalda. De igual modo, había un placer infantil en aquello, en encontrar el propio trono, y me sumí en un sueño. Seguía sentada ahí cuando Robert Oliver salió del bosque.

Estaba solo y parecía ensimismado, como había estado yo un instante antes; caminaba lentamente, con la mirada puesta en sus pies sobre el sendero, y en ocasiones la levantaba hacia los árboles o hacia el agua nebulosa. Iba descalzo, con unos pantalones de pana viejos y llevaba una arrugada camisa de algodón amarilla abierta encima de una camiseta que tenía algunas letras que, desde donde yo estaba, no formaban palabras completas. Ahora tendría que presentarme quisiera o no. Se me pasó por la cabeza levantarme y saludarlo, y acto seguido lo dejé correr; me dispuse a levantarme y entonces me di cuenta de que seguía estando fuera de su campo de visión. Volví a sentarme tras mis pedruscos agonizando de vergüenza. Si todo iba bien, Robert metería brevemente los pies en el agua, comprobaría la temperatura y daría media vuelta para regresar a las instalaciones del centro; yo esperaría unos veinte minutos, dejaría que se me pasara el bochorno y regresaría sola a hurtadillas. Me acurruqué contra la fría roca. No podía quitarle los ojos de encima; si me veía y me reconocía (lo cual probablemente no haría) yo quería ser testigo de ello.

Entonces hizo lo que, sin saberlo, yo más había temido y anhelado: se quitó la ropa. No se volvió de cara al océano ni se escondió junto al bosque; simplemente bajó las manos y se desabrochó los pantalones, se los sacó (no llevaba calzoncillos) y luego se sacó camisa y camiseta, tirándolo todo amontonado por encima de la línea de la marea y andando hacia el agua. Me quedé helada. Robert estaba tan sólo a varios metros de distancia de mí, con su larga y musculosa espalda y sus piernas desnudas, frotándose la cabeza como para dominar su pelo o despertar la mente tras el sueño, entonces se puso relajadamente en jarras. Podría haber sido un modelo artístico que estiraba las extremidades agarrotadas mientras la clase hacía un descanso. Se quedó contemplando el mar, relajado, completamente solo (que él supiera). Volvió un poco la cabeza, hacia el lado opuesto al que yo me encontraba. Torció su cuerpo, suavemente, calentando, de modo que muy a mi pesar vi fugazmente su oscuro e hirsuto vello, su pene colgando. Después se metió rápidamente en el agua (mientras yo me quedaba temblando, observando, preguntándome qué hacer) y se zambulló, una larga zambullida poco honda que lo alejó de las últimas rocas, y dio unas cuantas brazadas. Yo ya sabía lo fría que debía de estar el agua que lo cubría, pero él no dio media vuelta hasta haber nadado unos veinte metros mar adentro.

Al fin giró en el agua, volvió más deprisa y se puso de pie, dando algún bandazo y cayendo al agua. Estaba chorreando y respiraba entrecortadamente; se enjugó la cara. Las gotas de agua brillaban en el vello de su cuerpo y los tupidos rizos mojados de su cabeza. En la orilla, por fin me vio. En un momento así no puedes apartar la vista, aunque quieras, y es imposible fingir: ¿cómo puedes perderte a Poseidón saliendo majestuosamente del océano?, ¿cómo puedes fingir que te estás mirando las uñas o estás arrancando caracoles de la roca? Me limité a quedarme ahí sentada, muda, miserable pero también perpleja. En ese instante incluso pensé que me habría gustado poder pintar la escena; una idea estereotipada, algo que raras veces se me ocurre en el momento. Robert se detuvo y me observó brevemente, un tanto sorprendido, pero no hizo ademán alguno de taparse.

—Hola —dijo, atento, cauteloso, posiblemente divertido.

—Hola —contesté con toda la seguridad que pude—. Lo siento.

—¡Oh, no, no te preocupes! —Cogió la ropa de la arena pedregosa y, utilizando la camiseta, se secó con pudor pero sin prisas, a continuación se puso los pantalones y la camisa Oxford amarilla. Se acercó un poco más—. Si he sido yo el que te ha asustado, lo siento —me dijo. Se quedó ahí examinándome, y vi en sus ojos la expresión de reconocimiento a medias que yo me había temido; vi, tristemente, que no recordaba de qué me conocía.

—Y, por si fuera poco, encima nos conocemos. —Sonó más categórico y con más dureza de lo que hubiera querido.

Robert ladeó la cabeza, como si el suelo pudiese decirle mi nombre y lo que debería recordar de mí.

—Perdona —dijo por fin—. Me siento fatal, pero recuérdame quién eres.

—¡Oh, no pasa nada! —Igualmente, lo fulminé con la mirada—. Seguro que tiene usted un millón de alumnos. Estuve en una de sus clases en Barnett, hace mucho tiempo, tan sólo durante un trimestre. Fue en la asignatura de Comprensión visual. Pero como fue realmente usted quien me inició en el arte, siempre he querido darle las gracias por ello.

Ahora me miraba fijamente, sin molestarse en ocultar que buscaba en mí el rostro de mi juventud, como podría haber hecho una persona más educada.

—Espera. —Esperé—. Comimos juntos una vez, ¿verdad? Recuerdo algo de aquello. Pero tu pelo…

—Exacto. Lo tenía de otro color, rubio. Me lo teñí, porque estaba cansada de que la gente se fijara únicamente en eso.

—Sí, lo siento. Ya me acuerdo. Tu nombre era…

—Mary Bertison —dije, y ahora que se había vestido le di la mano.

—Me alegro de volver a verte. Soy Robert Oliver.

Yo ya no era alumna suya o no volvería a serlo hasta las diez de esta mañana.

—Ya sé que es Robert Oliver —repuse con el mayor sarcasmo que pude.

Él se echó a reír.

—¿Qué te trae por aquí?

—Asistir a la clase de paisajismo —contesté—, sólo que no sabía que la impartiría usted.

—Sí, ha sido una emergencia. —Ahora se estaba frotando el pelo con ambas manos, como si deseara haber tenido una toalla—. Pero ¡qué estupenda coincidencia! Ahora podré ver cómo has progresado.

—Salvo que no se acordará de cómo pintaba antes —señalé, y él se volvió a reír, liberando todas las tensiones de un modo fabuloso, sin una pizca de ironía ni conciencia en ello; Robert se reía como un niño. Me acordé entonces de aquellos gestos de mano y brazo, y de cómo se curvaban las comisuras de sus labios, del rostro extrañamente esculpido, de su encanto, que era embrujador porque carecía de conciencia alguna, como si estuviese simplemente vendiendo su cuerpo y éste resultase ser bueno, aunque lo tratara con la falta de cariño propia del arrendatario. Regresamos juntos a paso lento y allí donde el sendero permitía sólo una sola fila, él iba delante, no como los caballeros, y yo me sentí aliviada por no tener que sentir sus ojos clavados en mi espalda ni preguntarme cuál sería la expresión de su cara. Al llegar al límite de los jardines, con la mansión completamente a la vista y el centelleo del rocío sobre la hierba, pude ver que la gente entraba rápidamente a desayunar y caí en la cuenta de que teníamos que unirnos a ellos.

—Aquí no conozco a nadie más que a usted —confesé de modo impulsivo, y ambos nos detuvimos donde terminaba el bosque.

—Yo tampoco —dijo él, dedicándome su sincera sonrisa—. Excepto al director, que es un pelmazo de campeonato.

Necesitaba irme corriendo, estar sola durante unos minutos y no tener que entrar en un comedor colectivo en compañía de un hombre que acababa de ver saliendo desnudo del océano; Robert parecía haber olvidado ya el incidente, como si hubiese tenido lugar mucho tiempo atrás, tanto como nuestra clase de Comprensión visual.

—Tengo que ir a buscar algunas cosas a mi habitación —le dije.

—Te veré en clase. —Me dio la impresión de que estaba a punto de darme unos golpecitos en el hombro o una palmada en la espalda, de hombre a hombre, pero por lo visto se lo pensó mejor y me dejó marchar. Caminé despacio hacia el establo y me encerré unos minutos en mi compartimento de paredes encaladas. Me quedé quieta, agradeciendo que la puerta estuviese cerrada con pestillo. Allí acurrucada, recordé que tres años antes, en un viaje a Florencia costeado con el sudor de mi frente, la primera y única vez que había estado en Italia, había ido al Convento de San Marcos y había visto los murales de Fra Angelico en las antiguas celdas de los monjes, ahora vacías. Había turistas por los pasillos, y monjes modernos vigilando en distintos puntos, pero esperé hasta que no hubo nadie mirando, me metí en una pequeña celda blanca y cerré la puerta saltándome las normas. Me quedé allí, por fin sola, sintiéndome culpable pero decidida. La diminuta habitación estaba vacía, salvo por un ángel pintado por Fra Angelico, de color dorado y rosa y verde intensos en una pared, con las alas dobladas tras él y la luz del sol que se filtraba por la ventana enrejada. Incluso entonces entendí que el monje que antaño había vivido en aquel espacio, que por lo demás era como una cárcel, no había querido otra cosa, nada más que estar allí; nada, ni siquiera a su Dios.