1879

Mi querida amiga:

Tu carta me ha conmovido inmensamente y me ha llenado de dolor haberte causado dolor, cosa que percibo al leer entre tus líneas valientes y desinteresadas. He lamentado a cada instante haberte mandado la carta, temiendo que no solamente te llenaría la cabeza de imágenes horribles (aquellas con las que yo mismo tengo que vivir), sino que también provocaría un lastimoso intento de compasión. Soy humano, y te amo, pero juro que nada de esto ha estado en mi ánimo. Esta pena hace que me alegre de que me hablases de tu pesadilla, querida, pese a tus reservas a la hora de hacerlo; de este modo puedo sufrir a la vez que tú, lamentando como lamento haberte causado una noche en vela.

Si mi esposa hubiese, efectivamente, muerto en tan tiernos brazos como los tuyos, habría creído que la abrazaba un ángel o la hija que nunca tuvo. Tu carta ya ha producido una extraña alteración en mis pensamientos acerca de aquel día, los cuales me ocupan y atormentan con frecuencia; hasta esta mañana mi más ferviente deseo ha sido siempre que ella, de tener que morir, hubiese podido morir en mis brazos. Y ahora creo que si hubiese podido morir envuelta en el suave abrazo de una hija, de una persona con tu instintiva ternura y coraje, habría sido todavía más reconfortante, tanto para ella como para mí. Gracias, ángel mío, por aligerarme de parte de este peso y por hacerme sentir tu generosa naturaleza. He destruido tu carta, si bien a regañadientes, para que jamás se te pueda vincular con conocimiento alguno de un pasado delicado. Asimismo, espero que destruyas la mía, tanto ésta como la anterior.

Tengo que salir un rato; esta mañana no consigo pensar con claridad ni sosegarme dentro de casa. Caminaré un poco y me aseguraré de que esto te sea enviado con absolutas garantías, envuelto en el agradecido corazón de tu

O. V.