56

1879

Ella se despierta gritando. Yves, con su gorro de dormir, la está sacudiendo por el hombro y le trae un poco de coñac de su vestidor. Sólo es un sueño, le dice ella, jadeando. Él le dice que, naturalmente, sólo es un sueño. ¿Con qué ha soñado? Con nada, dice ella; no ha sido más que una extraña maniobra de su imaginación. En cuanto la ha tranquilizado, él vuelve a estar soñoliento; ella sabe que estas últimas semanas ha trabajado como un burro; deja que él crea que está tranquila para que pueda volver a sumirse en sus propios sueños. Él respira con suavidad, inspirando y sacando el aire, mientras ella enciende una vela y se sienta con su bata ribeteada de rosa en el borde de la cama hasta que la luz empieza a filtrarse por las cortinas.

Finalmente, Béatrice necesita el orinal; lo saca cuidadosamente de debajo de la cama y lo usa, recogiéndose la bata para apartarla. Cuando se limpia hay un hilillo de un color parecido al rojo cadmio, y tiene que revolver en la cómoda de su vestidor en busca de las compresas de tela que Esmé ha dejado dobladas en el primer cajón. Un mes más sin esperanza. La propia sangre resulta horripilante después de su sueño; la ve burbujeando sobre un rostro blanco, filtrándose en los adoquines, la sangre de una mujer que se mezcla en el barro con la sangre de hombres que han muerto por sus convicciones.

Apaga de un soplo la vela por miedo a que Yves se vuelva a despertar; los ojos le escuecen por las lágrimas. Piensa en Oliver. No puede hablarle de su sueño, no le ocasionaría semejante dolor. Pero ahora desearía que estuviese aquí, sentado en la silla de damasco que hay junto a la ventana, abrazándola. Encuentra una bata que le abrigue más y se sienta allí sola, con el pelo suelto y las lágrimas cayéndole lentamente por el cuello. Si él estuviese aquí, se sentaría primero en su silla, su largo y más bien enjuto cuerpo llenaría el espacio; entonces ella se acurrucaría en su regazo como una niña. Él la abrazaría, enjugaría su rostro, le arrebujaría los hombros y las rodillas con la bata. Es el hombre más cariñoso que ha conocido jamás, este hombre que en el pasado esquivaba balas con un cuaderno de dibujo en la mano. Claro que ¿por qué iba él a consolarla?, se pregunta ella. Seguramente él esté más necesitado. Lo cual le hace evocar otra vez el sueño y ella se encoge en la silla, aplastando los senos contra sus brazos, esperando a que el pasado de él se desvanezca en ella.