52

Mary

Enamorarse de alguien inalcanzable es como un cuadro que vi en cierta ocasión. Vi este cuadro antes de adoptar la costumbre (ahora de muchos años) de anotar la información básica sobre cualquier obra que me llame la atención en un museo o galería, en un libro o en casa de alguien. En mi estudio de casa, además de todas mis postales de cuadros, guardo una caja con fichas y cada una de ellas ha sido escrita por mí: el título del cuadro, el nombre del artista, la fecha, el sitio donde lo vi, una sinopsis de cualquier historieta sobre el cuadro que haya descubierto en la cartela o en el libro, a veces hasta una descripción aproximada de la obra: el campanario de la iglesia está a la izquierda, la calle en primer plano.

Cuando me siento frustrada y creo que mi propio lienzo no va por buen camino, hojeo mis fichas y doy con una idea; añado el campanario de la iglesia, visto a la modelo de rojo o parto las olas en cinco picos afilados y separados. De vez en cuando me sorprendo a mí misma hojeando en mi fichero, física o tan sólo mentalmente, en busca de aquel importante cuadro del que no tengo ninguna ficha. Lo vi cuando tenía veinte y tantos años (ni siquiera recuerdo en qué año), probablemente en un museo, porque al terminar la facultad, allí donde iba me dedicaba a visitar todos los museos que podía.

Esta obra concreta era impresionista; es lo único que sé con seguridad. Aparecía un hombre sentado en un banco de un jardín, esos jardines agrestes y exuberantes que los impresionistas franceses propiciaban e incluso plantaban cuando necesitaban uno, una rebelión absoluta contra la formalidad de los jardines franceses y la pintura francesa. El hombre, de gran estatura, estaba ahí sentado en el banco, dentro de una especie de glorieta con emparrado verde y de lavanda, vestido como un caballero (supongo que era un caballero) con un abrigo y un chaleco de etiqueta, pantalones grises, sombrero ceniciento. Parecía satisfecho, displicente pero también ligeramente alerta, como si estuviese pendiente de algo. Si te apartabas del cuadro, veías su expresión con más nitidez. (Ésta es otra razón por la que creo que vi el cuadro colgado y no en un libro; recuerdo haber retrocedido unos pasos).

Cerca de él, en una silla de jardín (¿en otro banco o descansando en un balancín?), estaba sentada una dama cuyo atuendo igualaba al suyo en elegancia, rayas negras sobre un fondo blanco, un pequeño sombrero inclinado hacia delante sobre el alto recogido de su pelo, una sombrilla a rayas junto a ella. Si te alejabas todavía más del cuadro, podías ver otra silueta femenina caminando al fondo entre arbustos en flor, los colores suaves de su vestido casi fundiéndose con el jardín. Tenía el pelo claro, no oscuro como el de ellos dos, y no llevaba sombrero, lo que supongo que indicaba su juventud o, en cierto modo, su insuficiente respetabilidad. El conjunto tenía un marco dorado, magnífico, ornamentado y bastante sucio.

No recuerdo haberme identificado con este cuadro en el momento en que lo vi; simplemente permaneció en mí como un sueño y mi mente lo ha evocado una y otra vez. De hecho, durante años he consultado estudios sobre el Impresionismo sin dar con él. Para empezar, no tengo ninguna prueba de que fuera francés, sólo que se parecía a los cuadros del Impresionismo francés. El caballero y sus dos mujeres podrían haber estado en un jardín de fines del siglo XIX de San Francisco o Connecticut, o Sussex o incluso la Toscana. En ocasiones me doy cuenta de que he analizado esa imagen tantas veces en mi mente que creo que me la he inventado, o que en algún momento dado la he soñado y a la mañana siguiente me he levantado recordándola.

Y, sin embargo, aquellas personas del jardín me parecen vívidas. Jamás se me ocurriría desequilibrar la composición sacando a la mujer refinada, arreglada y vestida a rayas del lado izquierdo del cuadro, pero en la imagen hay tensión: ¿Por qué da la impresión de que la joven de los matorrales en flor no tiene cabida? ¿Es la hija del hombre? No, algo te dice (me dice) que no. Deambula perpetuamente hacia la derecha del lienzo, reacia a irse. ¿Por qué el caballero elegantemente vestido no se levanta de un salto y le agarra por la manga, no hace que ella se detenga unos minutos, no le dice antes de que se aleje que él también la ama, que siempre la ha amado?

Entonces visualizo simplemente esas dos siluetas en movimiento mientras el sol ilumina sin descanso las flores y arbustos pintados con bruscas pinceladas, y la dama bien vestida permanece imperturbable en su silla, sosteniendo su sombrilla, segura del lugar que ocupa al lado del hombre. El caballero se levanta; abandona la glorieta con paso airado, como por impulso, y agarra a la chica del vestido de colores suaves por la manga, por el brazo. A su manera, ella también demuestra firmeza. Tan sólo hay flores entre ambos, que rozan la falda de ella y manchan de polen los pantalones hechos a medida de él. La mano del caballero es de piel aceitunada, un tanto gruesa, incluso con los nudillos un tanto deformados. Él la detiene atenazándola. Nunca se han hablado así con anterioridad; no, no están hablando ahora. Se funden al instante en un abrazo, sus rostros se calientan juntos bajo el sol intenso. No creo que ni siquiera se besen en un primero momento; ella está sollozando de alivio, porque la mejilla de él y el contacto de la barba contra su frente es tal como se había imaginado que sería; ¿estará él también sollozando quizás?