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Marlow

A la mañana siguiente de mi cena con Mary Bertison el tráfico era denso, posiblemente porque me había puesto en marcha tarde. Me gusta adelantarme a las aglomeraciones, llegar antes que las recepcionistas, tener las carreteras y luego el aparcamiento y los pasillos de Goldengrove para mí, ponerme al día del papeleo durante veinte minutos a solas. Aquella mañana me había entretenido, observando el sol que iluminaba mi solitaria mesa de desayuno, y cocinándome un segundo huevo. Después de nuestra agradable cena, había dejado a Mary en un taxi (rechazó mi cortés ofrecimiento de llevarla en coche hasta su puerta) pero por la mañana el apartamento que ella no había vuelto a pisar, mi apartamento, estaba lleno de ella. La veía sentada en mi sofá, tan pronto inquieta y hostil como confiada.

Me había servido una segunda taza de café que sabía que más tarde lamentaría; miré por mi ventana hacia los árboles de la calle, que ahora estaban completamente verdes, habían echado hojas de cara al verano. Recordé su larga mano desechando algún comentario mío y a ella misma comentando algo. Durante la cena habíamos hablado de libros y de pintura; me dejó claro que ya había hablado bastante de Robert Oliver por aquella noche. Pero esa mañana aún podía recordar el temblor en su voz al decirme que prefería escribir sobre él que hablar de él.

A medio camino de Goldengrove apagué mi grabación musical favorita del momento, que normalmente habría subido de volumen a estas alturas: se trataba de algunas de las suites francesas de J. S. Bach, interpretadas por András Schiff; un torrente glorioso, una onda de luz, luego de nuevo el torrente de agua. Me dije a mí mismo que apagara la música porque no podía concentrarme en el tráfico tan denso y escuchar atentamente al mismo tiempo; la gente se estaba cortando el paso mutuamente en las rampas de acceso, tocaba el claxon, paraba sin avisar.

Pero tampoco estaba seguro de que en mi coche hubiese espacio para las presencias de Bach y Mary a la vez, para la escena del entusiasmo de Mary cuando durante la cena se olvidó por unos minutos de Robert Oliver y habló de sus cuadros recientes, una serie de mujeres de blanco. Le había preguntado respetuosamente si en algún momento podría verlos; al fin y al cabo, ella había echado un fugaz vistazo al paisaje de mi pequeña ciudad y yo ni siquiera lo consideraba una de mis mejores obras. Mary había titubeado, accediendo vagamente, manteniendo las distancias entre nosotros. No, no había sitio en mi coche para las suites francesas, el verde cada vez más intenso de los márgenes de la carretera y el rostro alerta y angelical de Mary Bertison. O quizá no hubiera sitio para mí. Nunca me había parecido tan pequeño mi coche, tan necesitado de un techo descapotable.

Una vez concluida la ronda de visitas matutina, me encontré la habitación de Robert vacía. Lo había dejado para el final y no había ni rastro de él. La enfermera del vestíbulo me dijo que estaba fuera paseando con un miembro del personal, pero cuando salí a paso tranquilo por las puertas traseras y crucé el porche no lo vi enseguida. No creo haber mencionado que Goldengrove, como mi consulta de Dupont Circle, es una reliquia de tiempos más gloriosos, una mansión que fue testigo de increíbles fiestas en la época de Gatsby y la Metro Goldwyn Mayer; con frecuencia me pregunto si los pacientes que andan arrastrando los pies por sus pasillos no serán levantados y quizás hasta levemente sanados por la elegancia decó que los rodea, las paredes soleadas y los frisos egipcios de imitación. El edificio fue restaurado por dentro y por fuera varios años antes de mi llegada. Me gusta especialmente el porche: tiene una pared de adobe y serpentina y altas macetas que (en parte y gracias a mi insistencia) se mantienen llenas de geranios blancos. Desde allí se puede ver toda la finca hasta el borrón de árboles que bordean el Little Sheridan, un afluente poco entusiasta del río Potomac. Algunos de los jardines originales han sido revitalizados, aunque darles vida a todos requeriría más recursos de los que tenemos. Hay parterres y un gran reloj de sol que no es originario de la casa. En la depresión que hay más allá de los jardines se extiende un pequeño lago poco profundo (demasiado poco para que uno se ahogue en él), con una glorieta al otro lado (demasiado baja para que uno se haga daño saltando del tejado y con las vigas del interior ocultas por un falso techo que impide que haya ahorcamientos).

Todo esto impresiona a las familias que guían a sus seres queridos al relativo silencio del lugar; a veces veo a miembros de una familia enjugándose las lágrimas aquí fuera en el porche, reconfortándose unos a otros: «¡Mira lo bonito que es, y es sólo temporal!». Y normalmente es sólo temporal. La mayoría de estas familias jamás verá los hospitales públicos de la ciudad donde la gente que no tiene recursos es enviada a batallar con sus demonios, lugares sin jardines, sin pintura nueva y a veces sin suficiente papel higiénico. Vi algunos de esos hospitales durante mis prácticas y me cuesta borrar aquellas imágenes, aunque aquí estoy, empleado en una clínica privada probablemente de forma indefinida. No sabemos exactamente cuándo nos aburguesamos o perdemos la energía para trabajar en favor del cambio, pero lo hacemos. Quizá debería haberlo intentando con más ahínco; pero, a mi manera, me siento útil.

Al salir por el otro extremo del porche, vi a Robert a cierta distancia en el césped. No estaba paseando; estaba pintando, había colocado el caballete que yo le había proporcionado de tal modo que quedaba frente a la vista que se extendía hasta el río que empezaba en los márgenes del jardín. No muy lejos un miembro del personal paseaba con un paciente que, al parecer, había insistido en seguir con la bata puesta (a fin de cuentas, si se nos diera la opción, ¿cuántos de nosotros nos vestiríamos así?). Me gustó comprobar que los empleados seguían mis órdenes de mantener a Robert Oliver vigilado de cerca, pero sin atosigarlo. Puede que no le gustara nada que lo vigilaran, pero seguro que agradecería esta porción de intimidad que le era concedida en el proceso.

Me quedé observando su silueta mientras él examinaba el paisaje; se decantaría por ese árbol alto y bastante deformado de la derecha, predije, e ignoraría el silo que asomaba sobre los árboles lejos a la izquierda, al otro lado del Sheridan. Sus hombros (cubiertos por la camisa descolorida que se ponía casi a diario, ignorando el hecho de que yo le había conseguido algunas más) estaban rectos, su cabeza un poco inclinada hacia el lienzo, aunque calculé que habría atornillado las patas del caballete a la altura máxima. Sus propias piernas estaban enfundadas en unos pantalones informales carentes de gracia alguna; cambió el peso del cuerpo, meditabundo.

Verlo pintar era extraordinario; lo había hecho con anterioridad, pero siempre entre paredes, donde él era consciente de mi presencia. Ahora podía observarlo sin que él lo supiera, aunque no podía ver el lienzo. Me pregunté qué daría Mary Bertison por gozar de este privilegio durante unos cuantos segundos; pero no… ella me había dicho que no quería volver a ver a Robert. Si yo le ayudaba a curarse y él volvía al mundo exterior, si volvía a ser profesor, artista, exmarido, un padre con una custodia compartida, un hombre que comprara verduras, y que fuese al gimnasio y pagase el alquiler de un pequeño apartamento en Washington o en el centro de Greenhill, o en Santa Fe, ¿seguiría prefiriendo mantenerse alejado de Mary? Y, lo que era más importante, ¿seguiría ella sintiendo rabia contra él? ¿Era feo por mi parte esperar que así fuera?

Caminé tranquilamente hasta él, con las manos a la espalda, y no hablé hasta que estuve a un par de metros de distancia. Él se volvió enseguida, mirándome ceñudo; un león enjaulado entre barrotes que no había que aporrear. Incliné la cabeza para indicarle que le interrumpía con buenas intenciones.

—Buenos días, Robert.

Él retomó su tarea; eso, al menos, demostraba cierta confianza o quizás estuviese demasiado absorto como para dejar siquiera que un psiquiatra lo interrumpiese. Me planté a su lado y miré abiertamente al lienzo con la esperanza de que eso pudiera hacerle reaccionar, pero él siguió mirando, verificando y dando toques con el pincel. Entonces sostuvo el pincel levantado hacia el horizonte lejano, luego descendió la mirada hacia el lienzo y se encorvó para centrarse en una piedra que había en la orilla de su lago pintado. Deduje que llevaba lo menos un par de horas trabajando en el lienzo, a no ser que fuese increíblemente rápido; éste empezaba a adquirir formas completas. Me maravillaron la luz sobre la superficie del agua (la superficie de su lienzo) y la frágil viveza de los remotos árboles.

Pero no dije nada de mi admiración, por temor a su silencio, que sofocaría incluso las palabras más cálidas que se me pudieran ocurrir. Resultaba alentador ver a Robert pintando algo que no fuera la dama de ojos oscuros y sonrisa triste, especialmente algo real. Tenía dos pinceles en la mano con la que pintaba y observé en silencio mientras él cambiaba de uno a otro; el hábito y la destreza de media vida. ¿Debería decirle que había conocido a Mary Bertison? ¿Que mientras tomábamos un buen vino y un pescado a la papillote, ella me había empezado a contar su historia y parte de la de él? ¿Que aún lo amaba bastante como para querer ayudarme a curarlo; que no quería volver a verlo jamás; que su pelo brillaba bajo cualquier luz que se reflejara en éste, iluminando sus reflejos caoba, dorados y morados; que no podía pronunciar el nombre de Robert sin temblor o renuencia en la voz; que yo sabía cómo cogía ella el tenedor, cómo se apoyaba en una pared, cómo cruzaba los brazos protegiéndose del mundo; que al igual que su exmujer, Mary Bertison no era la modelo del retrato que salía una y otra vez de su rabioso pincel; que ella, Mary, guardaba en cierto modo sin saberlo el secreto de la identidad de aquella modelo; que yo daría con la mujer a la que él amaba más que a nadie en el mundo y descubriría por qué ésta le había robado no sólo su corazón sino también su mente?

Dejando a un lado las definiciones clínicas y considerando únicamente la vida humana, pensé, mientras lo veía cogiendo una pizca de blanco y un poco de amarillo cadmio para las copas de sus árboles, que eso era la propia esencia de la enfermedad mental. No era una enfermedad dejar que otra persona (o una creencia o un lugar) le arrebatase a uno el corazón. Pero si uno entregaba su mente a una de esas cosas, renunciando a la capacidad para tomar decisiones, al final enfermaba; eso, si el hecho de hacerlo no era ya un indicio de enfermedad. Miré alternativamente a Robert y a su paisaje, los espacios gris pálido del cielo donde es probable que pretendiera dar cuerpo a unas nubes, la mancha informe en su lago que, sin duda, acabaría convertida en los reflejos de éstas. Hacía mucho tiempo que no se me ocurría ninguna reflexión novedosa acerca de las enfermedades que día a día intentaba tratar. O acerca del amor en sí.

—Gracias, Robert —dije en voz alta, y acto seguido me alejé. Él no se giró para verme marchar o, si lo hizo, yo ya me había vuelto de espaldas.

Aquella noche Mary me telefoneó. Me sorprendió considerablemente (yo mismo había decidido llamarla, pero esperaría aún unos cuantos días) y tardé unos instantes en entender quién estaba al otro lado de la línea. Esa voz de contralto que durante la cena había acabado por gustarme todavía más, se mostró titubeante al decirme que había estado pensando en su promesa de escribirme sus recuerdos de Robert. Lo haría por fascículos. Eso también le iría bien a ella; me los mandaría por correo. Yo podía juntarlos y tener la historia completa, si quería, usarlos como tope para las puertas o reciclar el montón entero. Ya había empezado a escribir. Se rió con bastante nerviosismo.

Me sentí momentáneamente decepcionado, porque este arreglo implicaba que no la vería en persona. Aunque ¿para qué quería volver a verla? Era una mujer libre y soltera, pero también la antigua pareja de mi paciente. Entonces oí que decía que le gustaría cenar otra vez conmigo algún día (le tocaba a ella invitarme, ya que pese a sus protestas yo había insistido en pagar la cuenta de nuestra primera cena) y que quizá fuese mejor esperar a que me hubiese enviado sus memorias. No sabía cuánto podía faltar para eso, pero tenía muchas ganas de repetir la cena y que había sido divertido hablar conmigo. Esa simple palabra, «divertido», por alguna razón me llegó al alma. Le dije que me encantaría, que lo comprendía, que esperaría a sus misivas. Y, muy a mi pesar, colgué con una sonrisa.