Mary
Después de que Robert y yo rompiéramos, hace meses, empecé a hacer bocetos por las mañanas en una cafetería que aún frecuento en ocasiones. Siempre me ha gustado esa expresión, «frecuentar» una cafetería. Necesitaba un sitio alejado de los estudios de la universidad donde ahora doy clase. En aquella zona no hay muchas cafeterías lo bastante tranquilas para que los profesores puedan pasar el rato. Tienes demasiadas posibilidades de tropezarte con tus antiguos alumnos (o lo que es peor, con los actuales) y ponerte a charlar con ellos; por el contrario, descubrí una cafetería entre mi casa y el trabajo, al lado de una parada de metro de nombre elegante.
No es que no me gusten mis alumnos; al revés, ahora son mi vida, los únicos hijos que tendré, mi futuro. Los adoro, con todas sus crisis y sus excusas y su egoísmo. Me encanta verlos en plena revelación artística, o cuando experimentan una súbita predilección por las acuarelas, un romance con el carboncillo, o una obsesión con el azur, que empieza a aparecer en todos sus cuadros de un modo tal que tienen que explicarle al resto de la clase lo que ocurre: «Es que… ahora me ha dado por esto». En general, no pueden explicar el porqué; cada nuevo amor simplemente los arrolla. Por desgracia, si no es la pintura, a veces es el alcohol o la coca (aunque la verdad es que eso no me lo cuentan), o una chica o chico de su clase de historia, o los ensayos para una obra de teatro; tienen unas ojeras muy marcadas bajo los ojos, en clase están encorvados y se les ilumina la cara cuando aparezco con un Gauguin que en bachillerato les fascinaba. «¡Para mí!», chillan. Cuando acaba el trimestre, me regalan hueveras de cartón pintadas. Los adoro.
Pero también tienes que alejarte de los alumnos para pintar por tu cuenta, así que durante una temporada tuve por costumbre dibujar objetos reales de mi cafetería favorita, justo después del desayuno, si me sobraba tiempo antes de que empezaran mis clases. Dibujaba las hileras de teteras sobre un estante, el jarrón Ming de imitación, las mesas y sillas, el cartel de salida, el ya muy visto póster de Mucha al lado de un estante con periódicos, las botellas de sirope italiano de etiquetas diferentes pero casi a juego y, finalmente, a la gente. Me lancé de nuevo a dibujar a desconocidos, como solía hacer de estudiante: tres asiáticas de mediana edad que hablaban atropelladamente frente a sus bollos y vasos de papel, un joven con una larga cola de caballo medio dormido encima de su mesa o una mujer de cuarenta y pico años con su ordenador portátil.
Volví a fijarme en la gente y eso hizo que la herida de mi ruptura con Robert cicatrizara un poco, recuperando la sensación de que era una entre muchos y de que todas esas otras personas (con sus distintas chaquetas y gafas, y ojos de formas y colores diversos) habían tenido a sus Roberts, sus grandes fracasos, sus alegrías y sus penas. Procuré reflejar su alegría y su pesar en mis dibujos. A algunas de ellas les gustaba que las dibujara y me sonreían de soslayo. Aquellas mañanas hicieron que, en cierto modo, me fuera más fácil aceptar que estaba sola y no quería mirar a otros hombres, aunque con el tiempo eso quizá dejase de ser así. Al cabo de aproximadamente cien años.