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Mary

Y entonces, un buen día, volví a ver a Robert, solo, justo cuando acababa el semestre. Nuestra clase había concluido con una pequeña fiesta en el estudio, y al término de ésta él nos había acompañado gentilmente a todos hasta la puerta, sin prestarle especial atención a nadie y regalándonos a cada uno una sonrisa de orgullo; todos lo habíamos hecho mejor, nos confesó, de lo que jamás se habría imaginado que podríamos. A los pocos días, durante la semana de exámenes, me dirigía hacia la biblioteca por un camino cubierto de pétalos cuando casi choqué con él.

—¡Qué casualidad tropezarme aquí contigo! —exclamó él, parando en seco y extendiendo su largo brazo como para sujetarme o impedir que chocara literalmente con él. Su mano se cerró alrededor de la parte superior de mi brazo. Fue un gesto más íntimo de lo que probablemente él pretendía, claro que había estado a punto de estrellarme contra su caja torácica.

—Literalmente —añadí, y me gustó la risa sincera de Robert, algo que no había visto antes. Echó la cabeza un poco hacia atrás; se dejó llevar por el placer de la risa, con espontaneidad. Era un sonido alegre; yo también me reí al oírlo. Permanecimos allí felizmente debajo los árboles primaverales, una persona madura y otra persona joven cuyo trabajo conjunto había terminado. Por esa razón no había nada que decir y, sin embargo, nos quedamos ahí, sonriendo, porque el día era cálido y el largo invierno al norte del estado no había frustrado nuestros distintos sueños, y porque el semestre estaba a punto de finalizar y liberar a todo el mundo; una transición, un alivio—. Durante los meses de verano haré aquel taller de pintura —dije para llenar el agradable silencio—. Gracias otra vez por su consejo. —Y entonces recordé—: ¡Ah…, fui a ver la exposición de la galería! Me encantaron sus cuadros. —No mencioné que había ido tres veces.

—¡Vaya, gracias! —No dijo nada más; acababa de aprender algo más de él: que no le gustaba hacer comentarios sobre los comentarios que hacía la gente de sus obras.

—La verdad es que me surgieron un montón de preguntas acerca de uno de ellos —aventuré—. Lo que quiero decir es que algunas de las cosas que pintó en ese cuadro me parecieron muy curiosas y deseé que hubiera estado usted allí para preguntárselo en el momento.

Entonces una sombra cruzó su cara; fue algo sutil… una nube delgada y pequeña en un día primaveral, y nunca supe si Robert se había imaginado qué cuadro iba yo a nombrarle o si fue mi «deseé que hubiera estado usted allí» lo que hizo que le recorriera un… ¿qué? ¿Un escalofrío premonitorio? ¿Acaso no se exteriorizan así todos los amores, acaso no contienen las semillas tanto de su eclosión como de su destrucción en las primeras palabras, el primer aliento, la primera idea? Robert frunció el entrecejo y me miró con atención. Me pregunté si la atención iba dirigida a mí o hacia algo ajeno a la escena.

—Puedes preguntármelo ahora —dijo con una pizca de sequedad. Entonces sonrió—. ¿Te apetece que nos sentemos un momento? —Miró a su alrededor y yo también lo hice; las sillas y mesas del fondo de la cafetería quedaban completamente a la vista al otro lado del patio cuadrangular—. ¿Qué tal ahí? —inquirió—. Tenía la intención de hacer un descanso y tomarme una limonada.

En lugar de eso comimos sentados al aire libre entre estudiantes y mochilas, algunos de ellos estudiaban para los exámenes, otros tomaban café mientras charlaban al sol. Robert se comió un sándwich de atún enorme con pepinillos en vinagre y una cantidad enorme de patatas chips, y yo me tomé una ensalada. Él insistió en pagar la comida y yo insistí en comprar dos vasos de papel grandes de limonada; era turbia y de garrafón, pero aun así estaba buena. Empezamos comiendo en silencio. Había entregado mi último cuadro, nos habíamos despedido en la última clase y aunque ahora estaba esperando el momento adecuado para preguntarle acerca de su Óleo sobre lienzo, tuve la sensación de que al haber dejado de ser profesor y alumna quizá ya éramos algo así como amigos. Nada más ocurrírseme la idea, la deseché por atrevida; él era un gran maestro y yo era alguien insignificante con una pizca de talento. Hasta ese momento no había reparado del todo en los pájaros que habían vuelto después de un invierno predominantemente nevoso, ni en la luminosidad de los árboles y los edificios, o en las ventanas con celosía del comedor, abiertas para dejar entrar la primavera.

Robert encendió un cigarrillo disculpándose antes.

—No suelo fumar —dijo—. Pero esta semana me he comprado un paquete como premio. No pretendo comprarme ninguno más. Lo hago una vez al año. —Entró en la cafetería a buscar un cenicero y cuando salió, se acomodó en su silla y dijo—: Muy bien, adelante, pero ya sabes que no suelo contestar a preguntas sobre mis cuadros. —Yo no lo sabía; quise decirle que no sabía nada sobre él. Sin embargo, Robert parecía divertido o predispuesto a divertirse, y me dio la impresión de que sus ojos se fijaban en mi pelo cuando lo aparté tras mis hombros (en aquel entonces todavía me llegaba hasta la cintura y todavía lo tenía rubio, mi color natural).

Pero él no dijo nada más, de modo que tuve que hablar.

—¿Significa eso que no debería preguntarle?

—Puedes preguntarme, pero es posible que no te responda, eso es todo. No creo que los pintores tengan las respuestas sobre sus propios cuadros. Nadie sabe nada de un cuadro, salvo el propio cuadro. En cualquier caso, un cuadro debe encerrar alguna especie de misterio para que tenga algún valor.

Apuré mi limonada, haciendo acopio de valor.

—Me gustaron muchísimo todos sus cuadros. Los paisajes son realmente maravillosos. —Por aquel entonces, era demasiado joven para saber cómo debió de sonarle esto a un genio, pero por lo menos no se me ocurrió decir nada del autorretrato—. Lo que quería era preguntarle por ese cuadro grande, el de la mujer sentada en el sofá. Me imagino que es su mujer, pero lleva puesto esa especie de vestido fascinante de época. ¿Qué historia hay detrás de eso?

Él volvió a mirarme, pero en esta ocasión estaba ausente, a la defensiva.

—¿Qué historia?

—Me refiero a que tiene tantos detalles… la ventana y el espejo; es tan complejo y ella parece totalmente viva. ¿Posó para usted o usó tal vez una fotografía?

Robert me traspasó con la mirada, al parecer me traspasó directamente hasta la pared de piedra que tenía a mis espaldas, la fachada de la asociación de estudiantes.

—No es mi mujer y no utilizo fotografías. —Su voz era suave, aunque distante, y dio una calada a su cigarrillo. Observó su otra mano sobre la mesa, doblando los dedos, masajeándose los nudillos: era el largo declive de un pintor hacia la artritis, comprendí más tarde. Cuando levantó de nuevo la vista, tenía los ojos entornados, pero esta vez clavados en mí, no en un horizonte impreciso—. Si te digo quién es ella, ¿guardarás el secreto?

Al oír esto sentí una punzada, la clase de horror que sientes de pequeño cuando un adulto pretende decirte algo de adultos: informarte de algún pesar íntimo, por ejemplo, o de un problema financiero que tú ya has intuido pero que debería permitírsete ignorar durante varios años más de infancia, o de algo, Dios no lo quiera, aterrador, sexual. ¿Me hablaría de un amor maduro secreto y sórdido? La gente de mediana edad tenía esas cosas a veces, aunque fuera demasiado mayor para éstas y debiera ser más sensata. ¡Cuánto más agradable resultaba ser joven y libre, y poder hacer alarde de los amores y errores y del cuerpo propios! Yo tenía por costumbre compadecerme de cualquiera que tuviera más de treinta años y fui lo bastante insensible para no hacer una excepción con el ajado de Robert Oliver, que se estaba fumando su único cigarrillo primaveral.

—Por supuesto —contesté, aunque el corazón me latía deprisa—. Sé guardar un secreto.

—Bien… —Robert tiró la ceniza en el cenicero prestado—. Lo cierto es que no sé quién es. —Parpadeó deprisa—. ¡Oh, Dios mío! —exclamó con la voz llena de desesperación—. ¡Si pudiera saber quién es ella!

Esto fue tan sorprendente, tan difícil de responder, tan espeluznante y extraño que estuve unos instantes sin decir nada; casi fingí que él no había pronunciado la última frase. Sencillamente, no supe cómo interpretarlo, no supe cómo reaccionar. ¿Cómo podía pintar a alguien sin saber quién era? Yo había dado por sentado que pintaba a amigas o a su mujer, o que contrataba modelos siempre que quería, que la gente posaba para él. ¿Sería posible que hubiera encontrado a una mujer imponente en la calle, como Picasso? No quise preguntárselo directamente, dejando al descubierto mi confusión e ignorancia. Entonces se me ocurrió una posibilidad:

—¿Se refiere a que se la imaginó?

Esta vez Robert parecía ceñudo y me pregunté si después de todo me caía bien. De hecho, quizá fuese cruel. O estuviese loco.

—No, en cierto modo es de carne y hueso. —Entonces, para mi indescriptible alivio, sonrió, aunque también me sentí ligeramente ofendida. Robert golpeteó el paquete de tabaco para sacar un segundo cigarrillo—. ¿Te apetece otra limonada?

—No, gracias —respondí. Tenía el orgullo herido; él había planteado un misterio angustioso sin siquiera darme una pista, y no parecía tener ninguna sensación de haberme excluido, a mí, su alumna, su invitada a comer, la chica del pelo bonito. Había también algo espantoso en ello. Se me ocurrió que si él podía explicarme lo que había querido decir con esas extrañas afirmaciones, me ilustraría al instante sobre la esencia de la pintura, el milagro del arte, pero era obvio que había dado por sentado que yo no lo entendería. Una parte de mí no quería conocer sus misteriosos secretos, pero eso a la vez me dolía. Dejé mi vaso y el tenedor blanco de plástico ordenadamente sobre mi plato, como si estuviese en una de las cenas íntimas de Muzzy con sus amigas—. Lo siento… tengo que volver a la biblioteca. Exámenes. —Me levanté, desafiante con mis tejanos y mis botas; por una vez más alta que mi profesor, que seguía sentado—. Muchas gracias por la comida. Ha sido usted muy amable. —Cogí mi plato sin mirarlo.

Él también se puso de pie y me detuvo poniendo con suavidad una mano grande sobre mi brazo, con lo que volví a dejar el plato.

—Estás enfadada —comentó con una especie de asombro en la voz—. ¿Qué he hecho para ofenderte? ¿Ha sido por no contestar a tu pregunta?

—No puedo culparlo por pensar que no entendería su respuesta —dije con frialdad—, pero ¿por qué juega conmigo? O conoce a la mujer o no la conoce, ¿verdad? —Su mano era milagrosamente cálida a través de la manga de mi blusa; no quise que la retirara, nunca, pero lo hizo al cabo de un segundo.

—Lo lamento —dijo—. Te he dicho la verdad… no entiendo quién es realmente la mujer de mi cuadro. —Se volvió a sentar y no fue necesario que me lo indicara: me senté con él, lentamente. Sacudió la cabeza, mirando fijamente la aparente mancha de cacas de pájaro que había en un borde de la mesa—. No puedo explicarle esto ni siquiera a mi mujer; creo que no querría enterarse de ello. Me topé con esta mujer hace años, en el Museo Metropolitano de Arte, en una sala abarrotada de gente. Yo estaba preparando una exposición en Nueva York formada íntegramente por cuadros de jóvenes bailarinas de ballet, algunas de las cuales no eran más que unas niñas en realidad… eran tan perfectas, parecían pajarillos. Y empecé a ir al Met para empaparme de los cuadros de Degas, como referencia, porque es evidente que ha sido uno de los grandes pintores de ballet, probablemente el más importante de todos.

Asentí orgullosa; esta vez sabía de qué hablaba.

—La vi una de las últimas veces que fui al museo, antes de que nos mudáramos a Greenhill, y nunca más pude sacarme su imagen de la cabeza. Nunca. No pude olvidarla.

—Debía de ser guapa —aventuré.

—Mucho —me dijo Robert—. Y no sólo guapa. —Parecía ausente, de vuelta en el museo, mirando fijamente a una mujer entre la multitud que un segundo después se esfumó; pude intuir el romanticismo del momento y seguí sintiendo envidia de aquella desconocida que había permanecido en su mente durante tanto tiempo. No se me ocurrió hasta más tarde que ni siquiera Robert Oliver podría haber memorizado una cara tan deprisa.

—¿No volvió para intentar encontrarla? —Deseé que no lo hubiera hecho.

—¡Oh, naturalmente! La vi un par de veces más y ya no la volví a ver nunca.

Un romance no materializado.

—Entonces empezó a imaginársela —lo aguijoneé.

Esta vez me sonrió y sentí que un calor se extendía por mi nuca.

—Bueno, supongo que desde el principio tenías razón. Supongo que sí. —Se levantó de nuevo, confiado y tranquilizador, y regresamos afablemente hasta la fachada de la asociación de estudiantes. Se detuvo bajo el sol y extendió la mano—. Que pases un buen verano, Mary. Que te vaya bien el curso que viene. Si eres constante y trabajas duro, estoy seguro de que te irá bien.

—Lo mismo digo —repuse míseramente, sonriendo—. Quiero decir, buena suerte con sus clases… con sus cuadros. ¿Regresará enseguida a Carolina del Norte?

—Sí, sí, la semana que viene. —Se inclinó y me besó en la mejilla, como si se estuviera despidiendo de todo el campus y de cada uno de los alumnos que tenía allí, y del norte gélido, todo ello convenientemente concentrado en mi persona. La impersonalidad del gesto me dejó sin aliento. Sus labios eran cálidos y de una sequedad agradable.

—Bueno, adiós —dije, y me di la vuelta, obligándome a marcharme. La única cosa sorprendente fue que no oí a Robert girarse y caminar en dirección contraria; sentí su presencia allí durante un buen rato y yo era demasiado orgullosa para mirar hacia atrás. Pensé que probablemente estaría ahí plantado con los ojos clavados en sus pies o en la acera, absorto en su visión de la mujer que había vislumbrado unas cuantas veces en Nueva York o tal vez soñando despierto con su mujer y sus hijos, con su hogar. Seguro que estaría emocionado por dejar todo esto y volver junto a su familia, a su vida real. Pero también me había dicho: «No puedo explicarle esto ni siquiera a mi mujer». Había sido la receptora de su fortuito intento por explicar su visión; era una privilegiada. Su intento se me quedó grabado al igual que a él se le había quedado grabada la cara de la desconocida.