Mary
Aquella no fue la última vez que estuve a solas con Robert Oliver antes de que se fuera de Barnett; tuvimos un encuentro más, pero primero tengo que hablarle de algunas otras cosas. Nuestra clase había terminado; habíamos pintado, en general mal, tres bodegones, una muñeca y a un modelo escuetamente tapado, no desnudo, un musculoso estudiante de química. No podía evitar sentir el deseo de que Robert pintara y dibujara más con nosotros, para que así pudiéramos ver cómo funcionaba aquello realmente. Algunas de sus obras habían sido incluidas en la exposición primaveral del profesorado, y fui a verlas. Había aportado cuatro lienzos nuevos, todos pintados (¿dónde?, ¿en casa?, ¿por las noches?) a lo largo del trimestre que llevaba entre nosotros. Procuré ver en ellos los temas que nos enseñaba en clase: forma, composición, elección del color, mezcla de pinturas… ¿Los habría puesto boca abajo mientras trabajaba en ellos? Traté de encontrar triángulos en sus cuadros, verticales, horizontales. Pero su temática y la viveza de sus pinceladas eran tan intensas que resultaba difícil ver más allá de las escenas.
Uno de los cuadros de Robert que había en la exposición era un autorretrato (volví a verlo años más tarde, antes de que él lo destruyera) tan objetivo como vehemente, y otros dos eran casi impresionistas y mostraban prados de montaña y árboles, con dos hombres vestidos con ropa moderna que se perdían en el borde del lienzo. Me gustó el contraste entre la técnica de pincel decimonónica y las figuras contemporáneas. Descubrí que a Robert no le importaba que la gente creyera o no que tenía un estilo propio; él veía su trabajo como un largo experimento y raras veces usaba un único enfoque o técnica durante más de unos cuantos meses.
Luego estaba el cuarto cuadro. Me quedé delante de ése durante un buen rato, porque no pude evitarlo. Verá, me topé con ella mucho tiempo antes de que Robert y yo fuéramos amantes; ella ya estaba allí, siempre allí. Era el retrato de una mujer con un vestido de marcado escote y pasado de moda, una especie de vestido de baile. En una mano sostenía un abanico cerrado y en la otra un libro, también cerrado, como si no pudiese decidirse entre ir a una fiesta o quedarse en casa a leer. Su pelo era abundante y oscuro, con suaves y tupidos rizos, y estaba adornado con flores. Pensé que su expresión era meditabunda y profundamente inteligente, un tanto cautelosa. Absorta en sus pensamientos, de pronto había tomado conciencia de que estaba siendo observada. Recuerdo que me pregunté cómo había podido Robert captar una expresión tan fugaz.
Debe de ser su mujer posando disfrazada, dije para mis adentros; el retrato destilaba esa clase de intimidad. Por alguna razón, no me gustó conocerla de aquella forma, sobre todo porque previamente ya me la había imaginado aburrida y trabajadora, con su niña pequeña y su cómodo empleo. Pensar que ella podía ser tan vital y hermosa a ojos de Robert, me causó una sorpresa ligeramente desagradable. Era joven, pero no demasiado para pertenecerle a Robert, y rebosaba un movimiento suspendido tan sutil que tenías la sensación de que al cabo de un instante te sonreiría, pero únicamente después de haberte reconocido. Era escalofriante.
La otra cosa a destacar del cuadro era el decorado. La dama estaba sentada en un gran sofá negro, un tanto reclinada, con un espejo en la pared que tenía a sus espaldas y otro en el techo. El espejo estaba tan hábilmente pintado que hasta pensé que yo misma me reflejaría en él; por el contrario, vi en el fondo a Robert Oliver con su caballete, vestido con su arrugada ropa moderna, se había pintado a sí mismo pintándola a ella, y en el centro del espejo se veía la parte posterior del suave recogido de la dama y su esbelto cuello. Robert tenía la mirada levantada hacia ella, modelo además de esposa, con rostro serio y de preocupación.
De modo que era a él a quien ella sonreiría dentro de un instante. Sentí una puñalada de puros celos, aunque no habría sabido decir si era porque me había imaginado que me sonreiría a mí en lugar de a él o porque no quería que Robert le devolviese la sonrisa. El espejo los reflejaba a él y su caballete enmarcados además por una ventana que era la fuente de luz que le entraba por detrás mientras pintaba, una ventana de sillería con celosía. Barnett tenía algunos edificios de estilo neogótico de las décadas de 1920 y 1930; seguramente Robert se habría ido a un comedor o a uno de los antiguos edificios de aulas en busca de esos detalles. A través de la ventana reflejada en el espejo podías ver lo que parecían una playa, acantilados a uno de los lados y un cielo azul que se fundía con el horizonte del agua.
Retrato y autorretrato, sujeto y espectador, espejo y ventana, paisaje y arquitectura: era un cuadro extraordinario, un cuadro que se te enredaba con la mente, usando la jerga de nuestras residencias de estudiantes y comedores. Quise quedarme frente a él eternamente, intentando descifrar la historia. Robert lo había titulado Óleo sobre lienzo, aunque los otros tres lienzos tenían títulos de verdad. Deseé que pasara por la galería a fin de poder preguntarle qué significaba, decirle que era de una belleza asfixiante, desconcertante. Me producía una especie de angustia marcharme y dejarlo; consulté el catálogo que tenía en la mano, pero la galería de la universidad había decidido reproducir en éste uno de sus otros cuadros y tratarlo en detalle, mientras que esta obra aparecía simplemente catalogada y fechada. Si me iba, quizá nunca más volvería a verlo, quizá nunca más vería a esta mujer cuyos ojos anhelantes se clavaban en los míos; probablemente por eso volví a verlo un par de veces más antes de que la exposición cerrara.