Mary
Para infinita consternación de Muzzy, antes de empezar en la universidad me tomé dos años libres para trabajar en una librería del centro de la ciudad, aunque luego entré en la universidad obedientemente y con mis propios ahorros. El Barnett College era un buen sitio para mí. Debería poder decir que la universidad me produjo mucha angustia, que me preocupaban mi futuro y el sentido de mi vida: la niña rica, mimada y protegida, se tiene que enfrentar con los grandes libros del mundo occidental y se ve arrollada por su propia banalidad. O quizá la niña rica, mimada y protegida, descubre que Barnett es más de lo mismo, se vende sus posesiones, sale a recorrer mundo para ver cómo es la vida real y duerme en la calle con un perro durante diez años.
Tal vez no me mimaran tanto; Muzzy nos dejó claro que la avena cuáquera no nos pagaría escapadas para ir a esquiar ni zapatos italianos de lujo, y teníamos una austera asignación mensual para ropa. Y tal vez tampoco me protegieran tanto; los proyectos sociales de los Amigos, las viviendas del barrio del norte de Filadelfia, los refugios para mujeres maltratadas, los vómitos con sangre del Chestnut Hill Hospital… todo eso me aportó datos de un mundo lleno de dolor. El plan de estudios de Barnett no fue nada del otro mundo, y trabajé en la biblioteca para ayudar a Muzzy a comprarme los libros de texto y los billetes de tren para ir a casa. De hecho, únicamente experimenté las típicas crisis universitarias provocadas por el otro sexo y los exámenes trimestrales. Sin embargo, fue allí donde descubrí algo que nadie podrá arrebatarme jamás y, en cierto modo, ésa fue una crisis propiamente dicha, una crisis de felicidad.
En el colegio de los Amigos siempre me gustó la clase de arte; me gustaba nuestra menuda y enérgica profesora de bachillerato y sus batas con manchas moradas, y a ella le gustaron mis figuras de arcilla pintadas, descendientes directos de los hipopótamos de cuarto curso que estaban en el armario donde Muzzy guardaba sus objetos más preciados. Nunca estuve entre los alumnos más aventajados de la clase de arte, el grupo de individuos solitarios que ganaban premios estatales y presentaban solicitudes en la Escuela de Diseño de Rhode Island o en el Savannah College of Art and Design mientras los demás nos preguntábamos si podríamos entrar en la Ivy League. Pero en Barnett descubrí el arte que llevo dentro.
Curiosamente, todo empezó con una decepción, casi con un error. Yo tenía pensado estudiar inglés como asignatura principal, pero era obligatorio elegir alguna opcional de arte. No logro recordar qué rama era, Expresión creativa, tal vez, y al empezar el segundo semestre me matriculé en una clase de Poesía creativa, porque el chico de tercero con el que creía que pronto saldría era poeta y no quería sentirme una completa ignorante a su lado.
Resultó que esta clase ya estaba llena y me pasaron a otra opcional llamada Comprensión visual. Mucho más tarde me enteré de que Robert Oliver, un veleidoso pintor y profesor invitado, cuyo castigo era impartir la asignatura durante aquel trimestre, en privado la llamaba «Incomprensión visual». La universidad se enorgullecía de que los alumnos que no iban a especializarse en arte pudiesen tener de profesor a un artista consolidado, y la asignatura de Comprensión visual era la única carga que tendría que soportar Robert Oliver durante su estancia en Barnett, una clase que englobaba temas de pintura y de historia del arte y a la que asistían alumnos reacios de todo el espectro curricular. Una mañana de enero me encontré sentada entre ellos frente a una larga mesa del estudio de pintura.
El profesor Oliver se retrasó y me quedé ahí sentada intentando no establecer contacto visual con mis compañeros de clase, a ninguno de los cuales conocía. Siempre me mostraba tímida al comienzo de cualquier asignatura; para evitar mirar a nadie a los ojos, dirigí la vista hacia las altas y sucias ventanas. A través de éstas pude ver los prados blancos, el montón de nieve en el alféizar de la ventana. Los rayos del sol caían sobre los numerosos caballetes y taburetes distribuidos sin orden, sobre la deteriorada mesa y el suelo mellado y manchado de pintura; sobre el bodegón de sombreros, las manzanas arrugadas y las estatuillas africanas dispuestas encima de una peana que había delante; sobre los tornos de colores y los carteles publicitarios de museos. Reconocí la silla amarilla de Van Gogh y uno de Degas descolorido, pero no la serie de cuadrados concéntricos, de color intenso, que más tarde nos diría Robert que eran reproducciones de la obra de Josef Albers. Mis compañeros de clase hablaban entre sí mientras hacían explotar sus globos de chicle, garabateaban en sus libretas y se rascaban el estómago. La chica que estaba junto a mí tenía el pelo morado; me había fijado en ella aquella mañana en el comedor.
Entonces la puerta del estudio se abrió y entró Robert. Sólo tenía treinta y cuatro años, aunque yo eso lo ignoraba. Pensaba, como piensan los universitarios, que tanto él como el resto de mis profesores superaban la cincuentena; en otras palabras, que eran unos viejos. Robert era una mole, y su estatura y su energía resultaban imponentes. Tenía las manos largas y una cara bastante demacrada, aunque no su cuerpo; debajo de la ropa era macizo y fuerte (si bien probablemente anciano). Iba vestido con unos gruesos pantalones de pana manchados de un intenso marrón dorado, con cercos desgastados en rodillas y muslos. Encima de estos llevaba una camisa amarilla, las mangas enrolladas hasta los codos y un raído chaleco de punto color aceituna que parecía tejido a mano. Así era; su madre lo había tejido para su padre durante los últimos años de vida de éste.
En realidad, más adelante llegué a saber tantas cosas de Robert que me cuesta aislar del resto la primera impresión que me produjo. Tenía el entrecejo muy fruncido, la frente arrugada. En aquel primer momento pensé que, de no parecer tan cascarrabias e ir tan desaliñado, habría resultado atractivo. Tenía la boca ancha, relajada, los labios gruesos, la piel ligeramente aceitunada, la nariz sumamente larga, el pelo oscuro pero también rojizo y rizado, mal cortado; fue en parte esta desusada abundancia de pelo la que me hizo pensar que era mayor de lo que en realidad era.
Al parecer, reparó entonces en que estábamos sentados alrededor de la mesa, se quedó quieto unos segundos y sonrió. Cuando sonrió comprendí que seguramente me había equivocado tachándolo de desaliñado y malhumorado. Saltaba a la vista que se alegraba de vernos. Era una persona cálida, una persona de piel y mirada cálidas vestida con prendas viejas de colores suaves. Cuando lo veías sonreír, podías perdonarle su aspecto pasado de moda y su desaliño.
Robert llevaba dos libros debajo del brazo; cerró la puerta a sus espaldas, se fue hasta la cabecera de la mesa y dejó los libros encima. Todos lo miramos expectantes. Reparé en que sus manos estaban un poco deformadas, como si fueran incluso más viejas que él; eran unas manos atípicas, muy grandes y gruesas pero gráciles. Llevaba un ancho anillo de boda de oro mate.
—Buenos días —dijo. Su voz era sonora y áspera a la vez—. Ésta es la clase de pintura para los que no se especializan en arte, también conocida como Comprensión visual. Espero que estéis todos tan encantados como yo de estar aquí —una irónica mentira, pero en aquel momento resultó convincente— y que ésta sea vuestra clase, y no os hayáis equivocado.
Desdobló una hoja de papel y leyó en voz alta nuestros nombres, lenta y cuidadosamente, haciendo pausas para corregir la pronunciación de los mismos y saludando a cada cual con un movimiento de cabeza cuando confirmábamos nuestra presencia. Se rascó los antebrazos; seguía de pie delante de nosotros. Tenía un vello oscuro en el dorso de las manos y pintura coagulada alrededor de las uñas, como si nunca acabaran de quedar del todo limpias.
—Estos son todos los nombres que tengo. ¿Me falta alguien?
Una chica alzó la mano; al igual que yo, no había podido matricularse en otra clase, pero a diferencia de mí no estaba en su lista y quería saber si se podía quedar. Robert parecía pensativo. Se rascó la cabeza a través de los oscuros mechones que allí brotaban. Tenía nueve alumnos, dijo, que era menos de lo que le habían asegurado. Sí, podía quedarse, si quería. Tendría que pedirle constancia escrita al catedrático del departamento, pero no habría ningún problema. ¿Alguna pregunta más? ¿Dudas? Bien. ¿Cuántos de nosotros habíamos pintado con anterioridad?
Una cuantas manos se levantaron, pero titubeantes. La mía se quedó firmemente apoyada en la mesa. Sólo después supe lo mucho que le costaban a Robert los primeros días de clase de cualquier asignatura. Los dos éramos tímidos, cada uno a su manera, aunque él en clase lo disimulaba bastante bien.
—Como sabéis, no se necesita experiencia previa para esta asignatura. Es asimismo importante recordar que, en realidad, un pintor nunca deja de ser un principiante. —Esta frase fue un error, como bien podría haberle dicho yo; los universitarios detestan especialmente el trato condescendiente, y a los elementos feministas de la clase sin duda les habría ofendido ese «pintor» masculino en representación de todos los artistas (yo me incluía entre esos elementos, aunque en clase no era dada a abuchear en voz alta, como hacían algunas de las chicas que conocía). Era muy probable que Robert las pasara canutas en esta clase. Me dediqué a observarlo con creciente interés.
Pero ahora parecía haber cambiado de táctica. Tamborileó con los dedos sobre los libros que tenía delante y se sentó. Entrelazó sus manos manchadas de pintura como si se dispusiera a rezar. Suspiró.
—Siempre es difícil hablar del origen de la pintura. Si tomamos como referencia las pinturas rupestres europeas, la pintura es casi tan antigua como el ser humano. Vivimos en un universo de formas y colores, y naturalmente queremos reproducirlo… aunque los colores de nuestro mundo moderno son mucho más intensos desde que se inventó el color sintético. Tu camiseta, por ejemplo —asintió mirando a un chico que estaba enfrente de mí—. O, si me permites que use este ejemplo, tu pelo. —Sonrió hacia la chica de los mechones violetas, gesticulando ampliamente hacia ella con su mano grande, la mano del anillo. Todo el mundo se echó a reír, la chica sonrió orgullosa de oreja a oreja.
De pronto me sentí cómoda allí, me gustó la sensación de aquel comienzo de semestre, el olor a pintura, la luz del sol invernal entrando a raudales en el estudio, las hileras de caballetes esperando a recibir nuestros cuadros carentes de habilidad, y este hombre desaliñado pero, en cierto modo, elegante que se ofrecía a iniciarnos en todos los misterios del color, la luz y la forma. Sentada en su clase evoqué por un momento el placer que había experimentado en las clases de arte de bachillerato, que en el marco de las materias restantes que aquí estudiaba no venía a cuento, pero era un recuerdo importante ahora que las había retomado.
No me acuerdo de nada más de aquella clase; supongo que debimos de escuchar a Robert hablando de la historia de la pintura o de algunos principios técnicos del medio. Quizás hiciera circular por la clase los libros que había traído consigo o gesticulase hacia el cartel de Van Gogh. Por fin, debimos de acercarnos a los caballetes, si no en esa clase en la siguiente. En algún momento dado (tal vez no hasta el siguiente encuentro), Robert debió de explicarnos un poco cómo se obtenía pintura apretando un tubo, cómo había que rascar la paleta para limpiarla, cómo se esbozaba una silueta en un lienzo.
Sí recuerdo que, en cierta ocasión, dijo que no sabía si era ridículo o sublime que intentáramos pintar al óleo cuando la mayoría de nosotros no había hecho ningún curso de dibujo, ni de perspectiva o anatomía, pero que al menos entenderíamos un poco lo difícil que era el medio y recordaríamos el olor de la pintura en nuestras manos. Hasta nosotros pudimos intuir que poner a pintar a un puñado de alumnos cuya especialidad no era la artística había sido un experimento, una decisión del departamento, no suya. Robert trató de convencernos de que no le importaba realmente.
Pero me sorprendió más que mencionara lo del olor de la pintura en las manos, porque ésta era una de las cosas que más me gustaba de la clase de Comprensión visual, igual que cuando en el bachillerato estudié Arte; me encantaba olerme las manos después de lavármelas antes de cenar para demostrarme a mí misma una y otra vez que era imposible eliminar el olor a pintura. Realmente lo era. No se iba con ninguna clase de jabón. Me olía las manos en el transcurso de otras clases y me miraba la pintura que se me quedaba enganchada en las uñas, si no me las limpiaba a conciencia, tal como Robert nos había enseñado. Me olía las manos sobre la almohada cuando me iba a dormir o cuando acariciaba con ellas el suave pelo del poeta de tercero con quien ahora estaba saliendo. Ningún perfume podía ocultar o ni siquiera superar ese olor acre y grasiento, que a diario se mezclaba en mi piel con el olor igualmente penetrante del aguarrás, que nunca acababa de eliminar del todo los rastros de pintura.
Este placer olfativo sólo era superado por el placer de aplicar la pintura en el lienzo. Las siluetas que dibujé en la clase de Robert eran ciertamente toscas a pesar de los esfuerzos previamente realizados por mi profesora de bachillerato; bosquejé en el estudio los desiguales contornos de los cuencos y las maderas recicladas, las estatuillas africanas, la torre de frutas que Robert trajo un día y que apiló cuidadosamente con sus manos casi deformadas, en una llevaba el anillo de boda. Al mirarlo, me entraban ganas de decirle que ya adoraba el olor a pintura en mis manos y que ya sabía que jamás lo olvidaría, aun cuando no siguiera pintando una vez finalizada la clase; quería que Robert supiera que no todos éramos tan insensibles a sus lecciones como probablemente pensaba. Tenía la sensación de que no podía decirle algo así en clase; habría sido motivo de burla por parte de la chica del pelo morado y de la estrella de las pistas de atletismo que usaba sus zapatillas deportivas cuando teníamos que crear nuestros propios bodegones. Por otro lado, no podía ir a ver al profesor Oliver en sus horas de oficina y sentarme en su despacho para decirle que apreciaba el olor de mis manos; eso habría sido igualmente ridículo.
Por el contrario, observé y esperé a tener una pregunta seria que hacerle, algo que pudiera realmente preguntarle. Hasta entonces no me habían surgido preguntas. Yo únicamente sabía que era más patosa con el lápiz y el pincel de lo que mi antigua profesora me había insinuado jamás, y que al profesor Oliver no le había gustado mucho mi cuenco azul de naranjas; las proporciones del cuenco estaban mal, me había dicho un día, aunque los colores de las naranjas estaban bien mezclados… y acto seguido había pasado al lienzo de otra persona, en el que había problemas aun peores. Deseé haber dibujado mejor el cuenco, haberle dedicado más tiempo en lugar de tener tanta prisa por hacer las naranjas.
Pero no había ninguna pregunta inteligente que pudiese formular al respecto. Tenía que aprender a dibujar y, no sin cierta sorpresa, empecé a afanarme en este objetivo, consultando libros de la biblioteca de arte y llevándomelos a mi habitación de la residencia, donde podía sentarme a copiar manzanas y cajas, cubos, las ancas de los caballos, un dibujo imposible de la cabeza de un sátiro realizado por Miguel Ángel. Era impresionante lo mal que se me daba esto, y los dibujé una y otra vez hasta que me pareció que algunos de los trazos me salían con más facilidad. Empecé a darme el gusto de soñar con la Facultad de Bellas Artes, para inquietud de Muzzy; ella estaba de acuerdo en que yo picotease del bufé que constituían las artes liberales, probando algo nuevo cada semestre (Historia de la música, Ciencias políticas…), pero tenía la esperanza de que toda esa degustación desembocase finalmente en Derecho o Medicina.
Como en mi mente la Facultad de Bellas Artes seguía quedándome claramente muy lejos, empecé a dibujar objetos reales de mi habitación: el jarrón que mi tío me había traído de Estambul años atrás, la celosía de la ventana, perfectamente enmarcada para la residencia alrededor de 1930. Dibujé ramilletes de forsitias que la naturalista de mi compañera de habitación traía de sus paseos, y la delicada mano de mi poeta, que yacía dormido en mi cama mientras mi compañera de cuarto estaba en su seminario de cuatro horas sobre Obras maestras de la literatura. Me compré cuadernos de dibujo de distintos tamaños para poderlos guardar en mi escritorio o llevarlos en mi mochila con los libros. Me fui al museo de arte de la universidad, que para estar en una facultad albergaba una colección sorprendentemente magnífica, y traté de copiar lo que vi allí: un grabado de Matisse y un dibujo de Berthe Morisot. Cada tarea que me proponía tenía un sabor especial, un sabor que se intensificaba cada vez que hacía nuevos esfuerzos por aprender a dibujar; en parte lo hacía por mí misma y en parte para lograr tener una buena pregunta que trasladarle al profesor Oliver.