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Mary

Hay ciertas cosas de mi historia que pasé con Robert Oliver que nunca he podido poner en claro, ni siquiera para mi propia tranquilidad, y sigo queriendo hacerlo, si tal cosa es posible. Durante una de nuestras últimas discusiones Robert dijo que nuestra relación se había torcido desde el principio, porque yo lo había separado de otra mujer. Lo cual era terrible y obviamente falso, pero está claro que era totalmente cierto que Robert ya estaba casado cuando me enamoré de él la primera vez, y que seguía casado cuando me enamoré una segunda vez.

Esta mañana le he comentado a mi hermana, Martha, que un médico me ha pedido que le cuente todo lo que se me ocurra sobre Robert, y ella ha dicho: «Bueno, Mary, ahora tendrás la oportunidad de hablar de él durante veinticuatro horas seguidas sin agobiar a nadie». Yo le he dicho: «Si alguien no tiene que leerlo, ésa eres precisamente tú». No la culpo por haber hecho este comentario mordaz y cariñoso; en nuestro peor momento fue su hombro sobre el que vertí la mayor parte de mis lágrimas por Robert Oliver. Es una hermana magnífica, muy sacrificada. Tal vez Robert me habría hecho más daño del que me hizo, si ella no me hubiese ayudado a alejarme de él. Por otra parte, si hubiese seguido sus consejos, quizá no habría vivido muchas cosas que ahora mismo no puedo decir que lamente del todo. Aunque mi hermana es una mujer pragmática, en ocasiones se arrepiente de las cosas; yo no suelo hacerlo, pero Robert Oliver es casi la excepción que confirma la regla.

Me gustaría referir la historia con minuciosidad, de modo que empezaré por mí misma. Nací en Filadelfia, al igual que Martha. Nuestros padres se divorciaron cuando yo tenía cinco años y Martha cuatro, y después de aquello la figura de mi padre se fue desvaneciendo gradualmente: de hecho, se marchó de nuestro barrio de Chestnut Hill y se fue al centro de la ciudad con sus trajes, a un bonito apartamento sin muebles al que íbamos una vez a la semana, luego una vez cada dos, donde principalmente veíamos dibujos animados en la tele mientras él leía montañas de papeles que guardaba en lo que llamaba «camisas». Y en cierta ocasión me encontré una camisa suya, pero de algodón, enredada debajo de su cama con unas bragas de encaje beige. No estábamos seguras de qué hacer con ninguna de las prendas y no nos pareció adecuado dejarlas allí, así que cuando papá bajó a la esquina a comprar la revista Sunday Inquirer y nuestras rosquillas, para lo cual solía tardar entre tres y cuatro horas, metimos las dos prendas en una olla, la llevamos al jardín trasero de su edificio de apartamentos de obra vista, y las enterramos entre la barandilla de hierro forjado y un tronco de árbol cubierto de hiedra.

Cuando yo tenía nueve años, papá dejó Filadelfia y se fue a San Francisco, adonde íbamos a verlo una vez al año. San Francisco era más divertido; el apartamento de papá tenía vistas sobre un océano cubierto con un manto de niebla, y podíamos dar de comer a las gaviotas desde el balcón. Muzzy, nuestra madre, nos mandó solas hasta allí en avión en cuanto consideró que teníamos edad suficiente. Después, nuestras visitas a San Francisco se redujeron a una cada dos años o cada tres, luego pasaron a ser ocasionales, íbamos si nos apetecía y si Muzzy estaba dispuesta a pagar el viaje, y finalmente papá desapareció en un empleo en Tokio y nos envió una foto suya en la que rodeaba con el brazo a una japonesa.

Creo que Muzzy se alegró de que papá se fuera a San Francisco. Eso le permitía cuidar a sus anchas de Martha y de mí, y lo hizo con tanto vigor y energía que ninguna de las dos ha querido nunca tener hijos. Martha asegura que se sentiría en la obligación de hacer lo mismo que nuestra madre hizo por nosotras, o incluso más, y que no lo resistiría, pero yo creo que en nuestro fuero interno ambas sabemos que no daríamos la talla. Aprovechando la excelente y antigua cuenta bancaria cuáquera de sus padres (nunca supimos con seguridad si estaba llena de aceite, avena, acciones de ferrocarriles o dinero de verdad), Muzzy nos mandó durante doce años a un magnífico colegio de los Amigos, nombre con el que se suele denominar a los cuáqueros, un lugar en el que profesores de voz dulce con el pelo gris perfectamente cortado se arrodillaban para ver si estabas bien, cuando alguien te golpeaba con una pieza de un juego de bloques de construcción. Estudiábamos los escritos de George Fox, asistíamos a las celebraciones cuáqueras y plantábamos girasoles en un barrio pobre del norte de Filadelfia.

Mi primera experiencia amorosa tuvo lugar cuando estudiaba secundaria en los Amigos. Uno de los edificios del colegio era una casa que había sido una estación del Ferrocarril Subterráneo[2]; en la buhardilla había una trampilla recortada en el suelo de un viejo armario. Aquel edificio albergaba las clases de séptimo y octavo curso, y cuando llegué a esos cursos me gustaba quedarme unos minutos dentro, después de que todos se hubieran ido a comer, para escuchar los espíritus de los hombres y mujeres que habían escapado hacia la libertad. En febrero de 1980 (yo tenía trece años), Edward Roan-Tillinger también se quedó dentro a la hora de comer y me besó en el rincón de lectura de séptimo curso. Yo llevaba un par de años esperando esto y no estuvo mal como primer beso, aunque el borde de su lengua me supo a trozo de carne dura, y pude ver a George Fox mirándonos fijamente desde su retrato, al otro lado del aula. A la semana siguiente, Edward había dirigido su atención hacia Paige Hennessy, que tenía el pelo rojizo y liso, y vivía en el campo. No tardé más de unas cuantas semanas en dejar de odiarla.

Es una pena que en la trayectoria de las mujeres no haya más que hombres: primero chicos, luego otros chicos, luego hombres, hombres y más hombres. Esto me recuerda nuestros libros de texto de historia del colegio, en los que todo eran guerras y elecciones, una guerra detrás de otra, con monótonos períodos de paz, cuando los había, tratados superficialmente. (Nuestros profesores desaprobaban esto y añadían temas extras de historia social y movimientos de protesta, pero el mensaje de los libros seguía siendo el mismo). No sé por qué las mujeres tienden a contar sus vidas de esta forma, pero supongo que incluso yo he empezado a hacer lo mismo, quizá porque usted me ha pedido que le hable de mí y a la vez le describa mi relación con Robert Oliver.

Mis años de bachillerato, para seguir el relato con minuciosidad, no giraron únicamente en torno a los chicos, claro está; también giraron en torno a Emily Brontë y la Guerra de Secesión, en torno a la botánica de los parques en declive de Filadelfia, en torno a la técnica del frotagge, las labores de punto, El Paraíso Perdido, los helados y la loca de mi amiga Jenny (a quien llevé en coche a la clínica para abortar antes incluso de que yo me sacara la blusa delante de un chico). Durante aquellos años aprendí esgrima, me encantaba el atuendo blanco y el suave olor a humedad de nuestro reducido gimnasio cuáquero, y el momento en que la punta de la hoja de la espada daba un pinchazo en la chaquetilla de tu oponente; y aprendí a llevar una cuña llena de orina sin derramarla como voluntaria del Chestnut Hill Hospital, y a servir té con una sonrisa en los interminables encuentros con fines benéficos que organizaba Muzzy, por lo que sus caritativas amigas decían: «Tienes una hija adorable, Dorothy. Oye, ¿tu madre también era rubia?». Que era lo que yo quería oír. Aprendí a ponerme sombra de ojos y tampones de tal modo que no notaba que estaban ahí (me lo enseñó una amiga; Muzzy jamás habría hablado de algo semejante), y a golpear de lleno la pelota con mi stick de hockey sobre hierba, y a hacer bolas de palomitas de colores, y a hablar francés y español de forma bastante correcta, y a sentir secretamente lástima de otra chica cuando le di de lado (aunque no fuera necesario), y a retapizar sillitas con bordados en punto de cruz. Además de todo esto, descubrí la sensación de la pintura bajo mi pincel, pero me reservaré eso para un poco más tarde.

Creía que había aprendido muchas de estas cosas yo sola o a través de mis profesores, pero ahora entiendo que siempre formaron parte del plan global de Muzzy. De igual modo que cada noche en la bañera nos frotaba entre los dedos de pies y manos cuando apenas andábamos, llegando a las tiernas zonas palmeadas con un dedo firmemente envuelto en un paño, también se aseguró de que sus niñas supieran tensarse las tiras de los sujetadores antes de ponérselos cada vez, lavar a mano blusas de seda únicamente en agua fría y pedir ensalada cuando salíamos a comer. (En honor a la verdad, Muzzy también quería que supiésemos los nombres y siglos de los reyes y reinas ingleses más importantes, y conociésemos la geografía de Pensilvania y el funcionamiento del mercado de valores). Acudía a nuestras reuniones de padres y profesores con una pequeña libreta en la mano, nos llevaba cada Navidad a comprar un vestido nuevo para las fiestas, zurcía ella misma nuestros tejanos pero nos llevaba a cortar el pelo a una peluquería concreta del centro de la ciudad.

En la actualidad, Martha es sofisticada y yo del montón, aunque pasé por una larga fase en la que únicamente me ponía ropa vieja y estropeada. A Muzzy le han hecho una traqueotomía, pero cuando vamos a verla (sigue viviendo en casa, con una asistenta en el segundo piso y una profesora de párvulos en el apartamento del ático, que ha alquilado), dice entrecortadamente: «¡Oh, chicas, al final habéis salido maravillosas! ¡Estoy tan agradecida!». Martha y yo sabemos que su gratitud va principalmente dirigida hacia sí misma, pero aun así nos sentimos de maravilla en el pequeño salón repleto de antigüedades, nos sentimos extraordinarias y gráciles y exitosas, invencibles, como unas amazonas.

Pero ¿para qué sirvió tanto vestido, refinamiento, tantos modales, tanto tensar las tiras de los sujetadores? La pregunta me devuelve al tema de los hombres: Muzzy no hablaba de hombres ni de sexo, no teníamos en casa a un padre que amenazase a nuestros novios o siquiera que preguntara por ellos, y los intentos de Muzzy por protegernos de los chicos fueron demasiado discretos como para influirnos en exceso.

—Cuando un chico paga una cita entera es que quiere algo —nos decía.

—Muzzy —Martha ponía los ojos en blanco como de costumbre—, estamos en la década de 1980. Ya no estamos en 1955. Despierta.

—Despierta tú también. Ya sé en qué año estamos —decía Muzzy suavemente, y se iba al teléfono a pedir tartas de calabaza para la cena de Acción de Gracias o a llamar a su tía enferma de Bryn Mawr, o se acercaba hasta la tienda de lámparas para ver si también arreglaban candelabros antiguos. Siempre decía que no habría tenido inconveniente en buscarse un empleo, pero que mientras pudiese costear nuestra educación ella misma («ella misma» se refería al aceite y la avena del banco), consideraba que sería más útil estando en casa para nosotras.

En lo que respecta a mí, yo pensaba que, además, se quedaba en casa principalmente para controlarnos; pero como nunca preguntaba por nuestros novios, nosotras no le contábamos gran cosa a menos que el chico fuese nuestra pareja en el baile de fin de curso, en cuyo caso éste entraba en casa exactamente una vez, con su esmoquin, para darle la mano y llamarla «señora Bertison». («¡Qué chico tan simpático, Mary! —diría después—. ¿Hace mucho que lo conoces? ¿No es su madre la que organiza la campaña de hortalizas orgánicas en el colegio, o me confundo de persona?»). Baile tras baile, este pequeño ritual hizo que en cierto modo me sintiera menos culpable, que en cierto modo sintiera que contaba con su aprobación, cuando luego el chico deslizaba una mano hasta la parte inferior de la espalda de mi vestido, por ejemplo. A medida que fui creciendo, cada vez le conté menos cosas a Muzzy y para cuando Robert Oliver apareció en mi vida, yo ya había pasado la adolescencia sumergida en un mundo que compartía conmigo misma, alguna amiga o novio ocasionales, y mis diarios. Durante el tiempo que vivimos juntos, Robert me dijo que él también se había sentido solo desde pequeño y creo que ésa fue una de las cosas que más me cautivaron de él.