Marlow
—Sí —dije, allí de pie con las llaves colgando de mis dedos, mi otra mano indecisa en la suya. Me asombró la disimulada ferocidad de sus modales y, de nuevo, inevitablemente, su atractivo. Era tan alta como yo, tendría treinta y pico años, preciosa pero no de belleza convencional; era imponente. La luz se le reflejaba en el pelo, llevaba el flequillo demasiado recto y demasiado corto sobre su blanca frente, la larga onda restante, suave y de color rojizo púrpura, le llegaba bastante por debajo de los hombros. Me atenazó la mano con fuerza e instintivamente yo la estreché con la mía al saludarla.
Esbozó una sonrisa, como solidarizándose con mi situación.
—Lamento haberlo asustado. Soy Mary Bertison.
No podía apartar los ojos de ella.
—Pero usted estaba en el museo… En la Galería Nacional. —Y entonces me sacudió una momentánea decepción que se llevó por delante a mi perplejidad: ella no era la musa de cabellos rizados de los sueños de Robert. Nueva oleada de asombro: también la había visto recientemente en un cuadro, vestida con sus tejanos azules y una holgada blusa de seda.
Ahora arrugó la frente, claramente confusa a su vez, y me soltó la mano.
—Quiero decir —repetí— que más o menos ya nos conocíamos. Delante del cuadro de Leda y ese bodegón de Manet, ¿se acuerda?, el de las copas y la fruta. —Me sentí estúpido. ¿Por qué había pensado que me recordaría?—. Ya lo entiendo… Sí, debió de ir usted a ver el cuadro de Robert. Es decir, el cuadro de Gilbert Thomas.
—Ahora me acuerdo —dijo ella lentamente, y saltaba a la vista que no era la clase de mujer que mentiría para quedar bien. Se irguió, sin inmutarse por haber invadido mi mismísima casa, mirándome fijamente—. Usted me sonrió, y luego, fuera…
—¿Fue allí a ver el cuadro de Robert? —repetí.
—Sí, el que intentó apuñalar. —Asintió con la cabeza—. Acababa de enterarme de la historia, porque alguien me pasó el artículo con varias semanas de retraso, un amigo que dio casualmente con la noticia. Yo no suelo leer la prensa. —Entonces se echó a reír, no con amargura sino un tanto divertida por lo rara que era la situación, como si le pareciera algo lógico—. ¡Qué curioso! Si alguno de los dos hubiese sabido quién era el otro, podríamos haber hablado allí mismo en lugar de hacerlo ahora.
Logré sobreponerme y abrí la puerta con llave. Sin ningún género de dudas, era poco ortodoxo por mi parte mantener una conversación acerca de un paciente en mi propio apartamento; de hecho, sabía que no era una buena idea dejar entrar a esta atractiva desconocida, pero la cortesía y la curiosidad podían más que yo. Después de todo, yo la había llamado por teléfono y ella se había presentado casi de inmediato, como por arte de magia.
—¿Cómo ha encontrado mi casa? —A diferencia del suyo, mi nombre no figuraba en la guía.
—En Internet, con su nombre y su número de teléfono no ha sido difícil.
La invité a pasar primero.
—Adelante. Ya que está aquí, podríamos hablar.
—Sí, de lo contrario estaríamos desperdiciando una segunda oportunidad. —Su dentadura era de color crema y brillaba. Recordé su elegancia desenvuelta, la armonía de su aspecto enfundada en botas y tejanos, la delicada blusa debajo de su chaqueta, como si fuese mitad vaquera, mitad dama refinada.
—Por favor, siéntese y deme un minuto para organizarme. ¿Le apetece un té? ¿Zumo? —Decidí paliar el hecho de haberla invitado a entrar no sirviéndole por lo menos nada de alcohol, aunque, algo atípico en mí, yo empezaba a ansiar una copa.
—Gracias —dijo ella con suma educación, y se sentó como una invitada en un salón victoriano, acomodándose con un único e impecable ademán en una de mis sillas tapizadas de lino, sus botas cruzadas, los pies escondidos hacia un lado, las manos estilizadas y elegantes sobre su regazo. Esta mujer era un enigma. Reparé en el sonido culto de su discurso, como lo había notado en el mensaje de su contestador automático, en su forma de hablar pausada y refinada. Su voz era suave, pero también firme y comunicativa. Profesora, pensé de nuevo. Me siguió con la mirada—. Sí, un poco de zumo, por favor, si no es molestia.
Me fui a la cocina y serví dos vasos de zumo de naranja, lo único que tenía a mano, y puse unas cuantas galletas saladas en un plato. Mientras volvía con la bandeja, recordé a Kate sirviéndome en su salón de Greenhill, dejándome llevar el salmón a la mesa de comedor. Y más tarde dándome el apellido de esta extraña y grácil chica, la clave para encontrarla.
—No estaba cien por cien seguro de haber dado con la correcta Mary Bertison —dije, pasándole un vaso—. Pero no puede ser una coincidencia que se pasara usted un buen rato delante del cuadro que Robert Oliver intentó apuñalar.
—Por supuesto que no. —Tomó un sorbo de zumo, dejó el vaso y por primera vez me miró a la cara con ojos suplicantes, sin suficiencia—. Lamento molestarle de esta manera. Hace casi tres meses que no tengo noticias de Robert, y estaba preocupada… —No añadió «destrozada», pero me pregunté, por el súbito control que me pareció que ejercía sobre su rostro gesticulador, si quizás este adjetivo sería más adecuado—. Lo que tenía claro era que yo no iba a contactar con él. Verá, tuvimos una gran bronca. Pensé que simplemente se encerraría en algún sitio a pintar, para ignorarme, y que acabaría teniendo noticias suyas. Pasé semanas preocupada y luego me ha sorprendido mucho recibir su mensaje, doctor, y como la jornada laboral ya había terminado, me he dado cuenta de que a esta hora ya no lo encontraría en Goldengrove y de que no pegaría ojo en toda la noche si no conseguía localizarlo.
—¿Por qué no ha probado en mi busca? —inquirí—. No es que no me alegre de tener esta oportunidad para hablar con usted: estoy encantado de que haya venido.
—¿Lo está? —Vi que a su vez ella me perdonaba por mi simplismo. No cabía duda de que Robert Oliver elegía a mujeres interesantes. Sonrió—. Sí que lo he intentado, pero si lo comprueba verá que está apagado.
Lo comprobé; tenía razón.
—Lo siento —dije—. Procuro que eso no pase nunca.
—De todas formas, es mejor que hablemos en persona. —El titubeo había desaparecido, la confianza en sí misma había vuelto, sonrió ampliamente—. Por favor, dígame que Robert está bien. No estoy pidiendo verlo; de hecho, la verdad es que no quiero verlo. Tan sólo quiero saber que no corre peligro.
—Está en nuestras manos y creo que se encuentra bien —la informé con cautela—. Por ahora, y siempre y cuando esté con nosotros. Pero también ha estado deprimido y en ocasiones agitado. Lo que más me preocupa es su falta de colaboración. No quiere hablar.
Me dio la impresión de que ella asimilaba esto mientras se mordía la cara interna de la mejilla durante varios segundos, y me miraba fijamente.
—¿Nada en absoluto?
—Nada. Bueno, el primer día un poco. De hecho, una de las pocas cosas que Robert me dijo aquel día fue: «Puede incluso hablar con Mary, si quiere». Por eso me sentí con la libertad de llamarla.
—¿Eso es todo lo que ha dicho de mí?
—Es más de lo que ha dicho sobre cualquier otra persona. Es prácticamente todo lo que ha dicho en mi presencia. También mencionó a su exmujer.
Ella asintió.
—Y por eso me ha encontrado usted, porque Robert mencionó mi nombre.
—No exactamente —me arriesgué a decir, instintivamente—. Kate me dijo su apellido.
Mary dio un respingo, y para mi asombro sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Eso la honra —dijo con voz entrecortada. Me levanté y le fui a buscar un pañuelo de papel—. Gracias.
—¿Conoce usted a Kate?
—En cierto modo, sí. Sólo la he visto una vez, brevemente. Ella no sabía quién era yo, pero yo sí sabía quién era ella. Verá, Robert me comentó en cierta ocasión que en la familia de Kate había algunos cuáqueros de Filadelfia, como en la mía. Es posible que nuestros abuelos o bisabuelos se conocieran. ¿No es extraño? Me cayó bien —añadió dándose unos toques en los ojos para enjugarse las pestañas.
—A mí también. —No me había imaginado que diría eso.
—¿La conoce? ¿Está aquí? —Mary miró a su alrededor, como esperando que la exmujer de Robert se uniese a nosotros.
—No, no está en Washington. De hecho, no ha venido a ver a Robert en ningún momento. No ha venido nadie a verlo.
—Siempre supe que acabaría solo. —Esta vez habló con naturalidad, con voz un tanto dura, e introdujo el pañuelo de papel en el bolsillo de sus tejanos estirando la pierna para hacerle sitio—. ¿Sabe? En realidad, es incapaz de amar a nadie y, al final, esas personas siempre acaban solas, por mucho amor que hayan recibido.
—¿Quería usted a Robert? ¿O lo quiere? —pregunté yo mismo con naturalidad, pero lo más amablemente que pude.
—¡Oh, sí! Por supuesto que sí. Robert es extraordinario. —Dijo esto como si fuese un rasgo distintivo en sí mismo, como tener el pelo castaño o las orejas grandes—. ¿No cree?
Me terminé el zumo.
—Pocas veces he tropezado con alguien con tanto talento. Ésa es una de las razones por las que quiero que progrese, que se mejore. Pero hay algo que me tiene confuso; varias cosas. ¿Por qué no se enteró usted antes de su desaparición o de su paradero? ¿Acaso no vivían juntos?
Ella asintió:
—Cuando vino a Washington, sí. Al principio fue maravilloso estar con él a todas horas y luego empezó a tener remordimientos, a pasar largas temporadas callado, a enfadarse conmigo por tonterías. Creo que no tenía palabras para expresar lo mucho que lamentaba haber dejado a su familia y supongo que sabía que no podía volver, aun cuando su esposa lo aceptase. Verá, no era feliz con ella —se limitó a añadir, y yo me pregunté si esto serían ilusiones suyas—. Rompimos hace meses. De vez en cuando él me llamaba o intentábamos cenar juntos, o ir a una exposición de arte o al cine, pero no funcionó; en mi fuero interno yo sólo quería que volviera y él, consciente de eso en todo momento, se esfumaba otra vez. Al final tiré la toalla, porque eso era lo mejor para mí; me dio un poco de tranquilidad, al menos un poco. Contribuyó a ello la tremenda bronca que tuvimos justo antes de que se fuera por última vez; en parte, discutimos por algo relacionado con el arte, aunque en realidad el enfrentamiento era entre él y yo.
Ella alzó una mano en un gesto de resignación.
—Creí que si lo dejaba solo, quizás acabaría llamándome, pero no lo hizo. El problema de alguien como Robert es que nunca deja de sorprenderte. No te imaginas volviendo a amar a nadie, porque todo el mundo te empieza a parecer insignificante a su lado, carente de interés. Eso mismo le dije una vez a Robert, que nunca sabía por dónde iba, y él se rió. Pero luego resultó ser cierto.
Inspiró hondo. Cuando la tristeza la embargaba, la hacía parecer diez años más joven, aniñada, no mayor ni más cansada; un curioso fenómeno. Seguramente era lo bastante joven para ser mi hija, por lo menos si yo me hubiese casado y tuviera una hija en la veintena, como algunos de mis compañeros de clase del instituto.
—Entonces ¿no lo ha visto en… cuánto tiempo, antes de que lo arrestaran?
—Aproximadamente tres meses. Ni siquiera sabía dónde vivía en aquel entonces; sigo sin saberlo. A veces a sus amigos les pedía prestados sus apartamentos o dormía en sus sofás, creo, y otras probablemente durmiera en hoteles de mala muerte de la ciudad. No tenía teléfono móvil, los odia, y nunca sabía cómo localizarlo. ¿Sabe si siguió en contacto con Kate?
—No estoy seguro —reconocí—. Me parece que la ha llamado unas cuantas veces para hablar con los niños, pero eso es todo. Creo que la depresión le sobrevino gradualmente, que se fue quedando aislado, lo que es probable que culminara en la idea de atacar un cuadro. La policía contactó con ella cuando Robert fue detenido. —Tuve la vaga sensación de que, cuando ahora hablaba con las mujeres de Robert, ya no estaba quebrantando el pacto de confidencialidad con mi paciente.
—¿Está realmente enfermo? —Me fijé en que había dicho «enfermo» en lugar de «indispuesto» o «loco».
—Sí, está enfermo —contesté—, pero estoy convencido de que mejorará bastante; eso si habla y se involucra en su tratamiento. Las ganas que tenga un paciente de curarse desempeñan un papel muy importante en la curación.
—Eso pasa con casi todo —dijo ella, pensativa, lo que la hizo parecer más joven que nunca.
—Mientras vivió con él, ¿se dio usted cuenta de que Robert tenía problemas psicológicos? —Le pasé el plato de galletas saladas, y ella aceptó una pero la sostuvo con ambas manos en lugar de comérsela.
—No. Vagamente. Es decir, no pensé que fueran psicológicos. Yo sabía que de vez en cuando se medicaba, si se alteraba o se inquietaba por las cosas, pero mucha gente lo hace, y él aseguraba que le ayudaba a dormir. Nunca me comentó que tuviera problemas graves. Desde luego, jamás mencionó que hubiera sufrido con anterioridad ningún ataque de nervios. No creo que tuviera nunca uno de verdad; de lo contrario, me habría dicho algo, porque estábamos muy unidos —esto último lo afirmó con cierta beligerancia, como si yo pudiese quizá contradecir su aseveración—. Supongo que simplemente vi que surgían ciertos problemas sin saber qué eran.
—¿Qué es lo que vio? —Cogí una galleta salada. El día había sido largo y su desenlace frente a la puerta de mi apartamento, confuso. Y todavía no se había acabado—. ¿Detectó algo que le preocupara?
Ella meditó y se retiró un mechón de pelo con una mano.
—Básicamente, Robert era impredecible. Algunas veces me decía que llegaría a casa a la hora de cenar y luego pasaba la noche fuera, y otras veces me decía que se iba a ver una obra o un estreno teatral con un amigo y no se levantaba del sofá; se quedaba simplemente ahí sentado leyendo una revista y durmiendo, y yo no me atrevía a preguntarle qué pensaría el amigo que lo estaba esperando. Llegó un momento en que me daba miedo preguntarle qué planes tenía, porque se mostraba quisquilloso ante semejantes preguntas, y también me daba miedo hacer planes con él, porque podía cambiar de idea en el último momento. Al principio pensé que era únicamente porque ambos estábamos acostumbrados a tener muchísima libertad, pero no me gustaba que me dejaran plantada. Y aún menos si habíamos quedado con otras personas y él las dejaba también plantadas. Ya sabe a qué me refiero.
Se calló y yo asentí para animarla a continuar.
—Por ejemplo, en cierta ocasión —prosiguió Mary— lo organizamos todo para que él conociese a mi hermana y a su marido, que habían venido a la ciudad para un conferencia, y Robert simplemente no se presentó en el restaurante. Estuve toda la cena con ellos dos y cada minuto fue peor que el anterior. Mi hermana es muy organizada y pragmática, y creo que no salía de su asombro. Luego no se sorprendió mucho cuando Robert me dejó y ella tuvo que consolarme por teléfono. Después de aquella cena volví a casa y me encontré a Robert dormido en nuestra cama con la ropa puesta, y lo sacudí para despertarlo, pero no recordaba en absoluto que hubiera quedado para cenar. Se negó a hablar de ello o a reconocer que había metido la pata incluso al día siguiente. Se negaba a hablar de sus sentimientos en general. O a reconocer sus errores.
Me abstuve de sacar a colación su insistencia en que Robert y ella habían estado muy unidos. Se inclinó sobre su galleta y al fin se la comió, como si recordar le abriera el apetito, luego se limpió los dedos delicadamente con la servilleta que yo le había dado.
—¿Cómo pudo ser tan grosero? Le invité a conocer a mi hermana y mi cuñado porque pensaba que íbamos en serio, él y yo. Me había dicho que había dejado a su mujer, que de todas formas ella ya no lo quería en casa y que tenía la sensación de que lo nuestro iba para largo. Más tarde me dijo que ella había presentado la demanda de divorcio y que él se lo había concedido. No es que habláramos de casarnos. En realidad, nunca he querido casarme con nadie, no acabo de encontrarle el sentido, porque no creo que quiera ser madre, pero Robert era mi media naranja, a falta de otra expresión mejor.
Pensé que quizá se le volverían a llenar los ojos de lágrimas; por el contrario, sacudió su brillante cabeza, desafiante, desilusionada, enfadada.
—¿Por qué le estoy contando todo esto? He venido aquí para saber cómo está Robert, no para hablarle de mi vida privada. —Entonces sonrió de nuevo, pero con tristeza, con los ojos clavados en sus manos—. Doctor Marlow, podría usted hacerle hablar a una piedra.
Di un respingo; era la frase que me decía siempre mi amigo John Garcia, el halago que yo más valoraba, una de las piedras angulares de nuestra larga amistad. Jamás la había oído en boca de otra persona.
—Gracias. Y no he pretendido sonsacarle nada que no quiera contarme. Pero lo que ya ha compartido conmigo me es muy útil.
—Veamos. —Me dedicó una sonrisa auténtica, de nuevo alegre, divertida a su pesar—. Ahora sabe que Robert tomaba algún medicamento antes de ir a parar a usted, eso si no lo sabía ya, y se siente un poco mejor porque sabe que Robert se negó a hablar de sus sentimientos incluso con la mujer con la que vivía, así que en realidad no ha fracasado.
—Señora, me asusta usted —dije medio en broma—. Y está en lo cierto. —No vi que hubiera razón alguna para comentarle que me había enterado de estas cosas también a través de Kate.
Mary se rió en voz alta.
—Ahora que le he hablado de mi Robert, hábleme usted del suyo.
Así pues, le hablé de él, honesta y exhaustivamente, y con una sensación más tangible de estar quebrantando la confidencialidad médico-paciente, cosa que sin duda estaba haciendo. Naturalmente, no le conté nada de lo que Kate me había dicho, pero le describí gran parte del comportamiento de Robert desde que había caído en mis manos. El medio (contarle todo eso) tendría que justificar el fin; tenía muchas más cosas que preguntarle y pedirle, y con lo perspicaz y vehemente que era ella, debería pagar por anticipado tal privilegio. Terminé asegurándole que en Goldengrove vigilábamos muy de cerca a Robert, que creía que ahora mismo no corría ningún peligro, y que no parecía inclinado a hacerse daño a sí mismo ni a nadie más, aun cuando hubiese ingresado allí por intentar apuñalar un cuadro.
Ella me escuchó con atención y sin interrumpirme para hacerme preguntas. Sus ojos eran grandes y claros, cándidos, de un color extraño parecido al del agua, tal como recordaba del museo, con un cerco más oscuro alrededor que bien podía ser maquillaje hábilmente puesto. También Mary podría hacerle hablar a una piedra, y así se lo dije.
—Gracias, es un honor —dijo—. A decir verdad, hubo una época en que pensé en convertirme en terapeuta, pero eso fue hace mucho tiempo.
—Y, en cambio, es usted artista y profesora —aventuré. Ella se me quedó mirando—. ¡Oh, no ha sido tan difícil averiguarlo! La vi analizando la superficie de Leda en un ángulo oblicuo, muy de cerca; normalmente eso sólo lo hace un pintor, o tal vez un historiador del arte. No me la imagino desempeñando un cargo puramente académico, eso la aburriría, por lo que debe de dar clases de pintura o desempeñar alguna otra actividad plástica para ganarse la vida, y habla con la seguridad de un profesor nato. ¿Estoy siendo impertinente ya?
—Sí —contestó ella, entrelazando las manos alrededor de su rodilla enfundada en los tejanos—. Y usted es artista, también; se crió en Connecticut, y ese cuadro que hay ahí encima de la repisa de la chimenea, el de la iglesia de su pueblo, lo pintó usted. Es un buen cuadro, se dedica en serio y tiene talento, como muy bien sabe. Su padre era pastor, pero un pastor bastante progresista, que habría estado orgulloso de usted aunque no hubiera entrado en la facultad de Medicina. Le interesan especialmente la psicología de la creatividad y los trastornos que atormentan a muchas personas creativas o incluso brillantes como Robert, que es por lo que ha pensado en convertirlo en el tema de su próximo artículo. Es usted una atípica mezcla de científico y artista, de modo que entiende a esa clase de personas, si bien tiene una gran capacidad para aferrarse a su propia cordura. El deporte ayuda; corre o hace ejercicio desde hace mucho, razón por la que parece diez años más joven de lo que es. Se rige por el orden y la lógica, así que no importa demasiado que viva solo y haga jornadas laborales tan largas.
—¡Pare! —exclamé, tapándome las orejas con las manos—. ¿Cómo sabe todo eso?
—Por Internet, naturalmente. Por su apartamento, y observándolo a usted. Y ha firmado su cuadro con sus iniciales en la esquina inferior derecha, ¿sabe? Si junta la información de todas esas fuentes, eso es lo que sale. Además, sir Arthur Conan Doyle era mi escritor favorito de pequeña.
—También era uno de los míos. —Pensé en estrechar su mano de largos dedos sin anillos.
Ella no había dejado de sonreír.
—¿Recuerda que en cierta ocasión Sherlock Holmes dedujo a la perfección el carácter y la profesión de un hombre, su pasado, a partir de un bastón que éste se había dejado en su habitación? Pues aquí yo tengo un apartamento entero a partir del cual trabajar. Holmes tampoco tenía Internet.
—Creo que usted es la persona que más puede ayudar a Robert —dije lentamente—. ¿Estaría dispuesta a contarme todo lo que vivió con él?
—¿Todo? —No me estaba mirando directamente a los ojos.
—Perdón. Me refería a todo lo que usted crea que le sería útil a alguien que está intentando entender a Robert. —No le di tiempo para negarse ni aceptar—. ¿Sabe lo del cuadro que intentó apuñalar?
—¿Lo de Leda? Sí. Bueno, un poco. En parte son conjeturas, pero me he informado.
—¿Qué hace a la hora de cenar, señorita Bertison?
Mary miró hacia un lado y se tocó la boca con las yemas de los dedos como si le sorprendiera encontrar allí una pizca de sonrisa todavía. Cuando volvió el rostro, la pintura de debajo de sus ojos cristalinos se intensificó, era azul grisácea, sombras sobre la nieve, un effet de neige. Tenía la piel muy clara. Se irguió en la silla, con la americana puesta, sus preciosas caderas y piernas enfundadas en unos descoloridos tejanos que contrastaban con mi sofá, sus delicados hombros levantados a la defensiva. Esta joven había sufrido durante semanas, meses incluso, y no tenía dos niños que la consolaran. De nuevo, sentí una desagradable rabia contra Robert Oliver, la súbita desaparición de mi objetividad médica.
Pero ella no estaba enfadada.
—¿A la hora de cenar? Nada, para variar. —Entrelazó las manos—. Me parece bien, siempre y cuando paguemos la cuenta a medias. Pero no me pida que le hable más de Robert por ahora. Si no le importa, preferiría escribir parte de la historia para no acabar llorando delante de un completo desconocido.
—Soy un desconocido a secas —dije—, no un completo desconocido; no olvide que fuimos juntos al museo.
Ella se me quedó mirando en la semipenumbra de mi salón; tenía razón, en mí era todo muy metódico, lógico, y dentro de un momento me levantaría para encender otra lámpara, le preguntaría si le apetecía algo más antes de irnos, me disculparía por ir al cuarto de baño, me lavaría las manos y buscaría un abrigo ligero. Durante la cena seguramente hablaríamos de Robert al menos un poco, pero también de pintura y de artistas, de nuestras infancias con Conan Doyle y nuestra forma de ganarnos la vida. Y, en cualquier caso, esperaba que habláramos de Robert Oliver, esta vez y en el futuro. Los ojos de Mary eran expresivos; no alegres, pero sí mostraban un leve interés en lo que veían por la habitación, y yo dispondría por lo menos de dos horas en el mejor restaurante de los alrededores para hacerle sonreír.