Marlow
Antes del amanecer, cargué el coche y fantaseé con mi trayecto en dirección norte por el estado de Virginia, por autovías cuyos márgenes se habían vuelto aún más verdes desde mi viaje al sur. Hacía un día ligeramente frío, la lluvia caía durante varios minutos y luego paraba, caía y paraba, y empecé a echar de menos mi casa. Me fui directo a Dupont Circle para visitar al único paciente que tenía a última hora. El paciente habló; la fuerza de la costumbre me empujó a hacer las preguntas pertinentes, escuché, le ajusté la medicación y dejé que se marchara, seguro de las decisiones que había tomado.
Cuando llegué a mi apartamento al anochecer, deshice rápidamente la maleta y me calenté una lata de sopa. En comparación con la lúgubre casita de los Hadley (ahora podía decirlo: yo no habría dudado en demoler la casa entera y construir algo con el doble de ventanas), mi casa estaba impecable, sus estancias eran acogedoras, los apliques estaban perfectamente ajustados sobre cada cuadro, las cortinas de lino eran suaves al tacto tras haber pasado por la tintorería hacía un mes. El lugar olía a aguarrás y óleos (algo que normalmente no percibo a menos que haya estado unos días fuera), y a los narcisos que florecían en la cocina; se habían abierto en mi ausencia, y los regué agradecido, aunque procurando no excederme con el agua. Me acerqué hasta la antigua colección de enciclopedias de mi padre, puse la mano en un tomo y me detuve: ya habría tiempo para eso. Así pues, me di una ducha caliente, apagué las luces y me acosté.
El día siguiente fue ajetreado: el personal de Goldengrove me necesitaba más que nunca tras mi ausencia; a algunos de mis pacientes no les había ido tan bien como me había imaginado y las enfermeras parecían malhumoradas; tenía la mesa cubierta de papeles. Durante las primeras horas logré pasar un momento por la habitación de Robert Oliver, quien estaba sentado en una silla plegable frente al tablón que hacía las veces de mesa y estante para material de pintura, dibujando. Tenía sus cartas junto a él, distribuidas en dos montones; me pregunté cómo las habría dividido. Cuando entré, cerró su cuaderno de dibujo y se volvió para mirarme. Lo interpreté como una buena señal; en ocasiones ignoraba por completo mi presencia, estuviese o no pintando, y era capaz de permanecer así durante largos y desconcertantes períodos de tiempo. La expresión de su cara era hosca y de cansancio, y tras reconocer mi rostro desvió la mirada hacia mi ropa.
Me pregunté, quizá por enésima vez, si su silencio estaría haciendo que subestimara hasta qué punto le afectaba en estos momentos su enfermedad; es posible que fuese mucho más grave de lo que yo podía determinar observándolo, por muy atentamente que lo hiciera. Me pregunté asimismo si él tendría algún modo de adivinar dónde había estado yo, y pensé en sentarme en el gran sillón y pedirle que limpiase su pincel, y se sentara frente a mí en la cama, que me escuchara mientras le daba noticias de su exmujer. Podría decirle: «Sé que, cuando la besó por primera vez, la levantó en volandas». Podría decirle: «Todavía hay cardenales en su comedero para pájaros, y el laurel de montaña está empezando a florecer». Podría decirle: «Ahora tengo aún más claro que eres un genio». O podría preguntarle: «¿Qué te sugiere la palabra Étretat?».
—¿Qué tal estás, Robert? —Me quedé en la puerta.
Él retomó su dibujo.
—Estupendo. Bueno, me voy a ver a unas cuantas personas más. —¿Por qué había empleado ese término? Nunca me había gustado. Barrí la habitación con la mirada. Nada parecía diferente, peligroso o alterado. Le deseé que lo pasara bien con sus dibujos, le comenté que el día prometía ser soleado y me despedí con la sonrisa más sincera de la que fui capaz, aunque él ni siquiera me estuviese mirando.
Hice rondas de visitas sin descanso hasta el término de la jornada y me quedé hasta tarde en el despacho para adelantar trabajo. Cuando el personal de día se hubo marchado y ya estaban recogiendo la cena servida a los pacientes, eché el pestillo a la puerta de mi despacho y acto seguido me senté delante del ordenador.
Y vi lo que había empezado a recordar. Era una ciudad costera de Normandía, una zona que pintaron muchos artistas durante el siglo XIX, especialmente Eugène Boudin y su inquieto protegido, Claude Monet. Encontré las famosas imágenes: los imponentes y escarpados acantilados de Monet, el famoso arco de roca sobre la playa. Pero, al parecer, Étretat había atraído a otros pintores: a muchísimos, incluidos Olivier Vignot y hasta Gilbert Thomas, el que aparecía en el autorretrato con monedas de la Galería Nacional; ambos habían pintado esa costa. Casi todos los pintores que podían permitirse subir a una de las nuevas líneas de ferrocarril del norte habían intentado, por lo visto, llegar hasta Étretat: los grandes maestros y los pintores menores, los que pintaban los fines de semana y la asociación de acuarelistas. En la historia artística de Étretat, los acantilados de Monet destacaban sobre todos los demás; claro que fue él quien definió el Impresionismo.
Di con una fotografía reciente de la ciudad; el impresionante arco estaba igual que en la época impresionista. Aún había amplias playas con barcas arrastradas hasta la arena y volcadas sobre ésta, acantilados coronados de verde hierba, callejuelas bordeadas de casas y hoteles antiguos y elegantes, muchos de los cuales quizás estuvieran allí mientras Monet pintaba a pocos metros de distancia. Nada de esto parecía guardar relación alguna con los garabatos que había en la pared de Robert Oliver, excepto tal vez a través de su biblioteca personal de obras sobre Francia, en las que sin duda habría topado con el nombre de la ciudad y alguna que otra ilustración de su sensacional entorno. ¿Habría estado él allí para experimentar también el «júbilo» que solían sentir las artistas en ese lugar? ¿Tal vez durante el viaje a Francia que Kate había mencionado? Volví a preguntarme si Robert padecía quizá ligeras delusiones. Étretat era un callejón sin salida, precioso, el acantilado de mi pantalla dibujaba un arco sobre el canal de la Mancha que desaparecía en el agua. Monet había pintado el arco una cantidad asombrosa de veces desde distintas perspectivas, y Robert, a menos que se me hubiese escapado algo, ninguna.
Al día siguiente era sábado y salí a correr por la mañana. Sólo fui hasta el Zoo Nacional y volví, mientras pensaba en aquellas montañas que había visto al pasar por los alrededores de Greenhill. Apoyado en la verja de la puerta del zoo, estaba estirando mis tensos tendones de Aquiles, cuando pensé por primera vez que quizá nunca sería capaz de curar a Robert. ¿Y cómo sabría cuándo tenía que dejar de intentarlo?