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Marlow

Aquella tarde me llevó horas decidirme. Cuando me planté de nuevo en la puerta de Kate, había anochecido; había perdido un día más y a primera hora de la mañana tendría que iniciar el viaje de vuelta hacia Washington, apresurándome para llegar a tiempo a una visita que tenía programada para la tarde. En lugar de irme de Greenhill, había dado un paseo nervioso y había cenado en la ciudad; luego, en el último momento, me había alejado de la carretera de la montaña donde vivían los Hadley, de nuevo en dirección al otro lado del valle. En el vecindario de Kate, los árboles se erguían amenazadores ante mí y había luces tras las ventanas de las casas de estilo Tudor; ladró un perro. Avancé lentamente por el camino de entrada. No era tarde, pero tampoco era una hora decente. ¿Por qué demonios no había llamado antes de venir? ¿En qué estaría pensando? Sin embargo, ya no había vuelta atrás.

Cuando llegué a su porche, la luz se encendió automáticamente y casi esperaba que se disparase una alarma. En el salón había una lámpara encendida. No había ningún otro indicio de vida, aunque también pude ver un resplandor procedente de las habitaciones del fondo. Levanté la mano para llamar al timbre, luego cambié de idea con mi último vestigio de sensatez y di, en cambio, varios golpes sonoros en la puerta. De la puerta interior salió una sombra que se aproximó: era Kate, su grácil cuerpo entró y salió del haz de luz de la lámpara, sus cabellos emitieron destellos, sus movimientos eran cautos. Miró con detenimiento por el cristal con rostro tenso y a continuación, al parecer reconociéndome pero aún más cautelosa por ello, vino hasta la puerta y la abrió lentamente.

—Lo siento mucho —dije—. Lamento molestarte tan tarde, no estoy loco… —aunque de eso no estaba del todo seguro y, una vez dicho, sonó peor que si no lo hubiera dicho—. Verás, me voy mañana por la mañana y… quisiera ver los otros cuadros.

Kate soltó el pomo de la puerta y me miró directamente a la cara. Tenía una expresión de dolor, de desdén, una mirada de «¡esto es el colmo!», pero al mismo tiempo llena de infinita paciencia. Me quedé plantado, perdiendo la esperanza por segundos. Dentro de un momento me diría que no, me diría que desde luego me había vuelto loco, me saldría con que no sabía de qué le estaba hablando, que allí no se me había perdido nada y que quería que me fuese; en cambio, se hizo a un lado para dejarme entrar.

La casa estaba sumamente tranquila, y me sentí como un intruso de la peor calaña, torpe y de andares ruidosos. ¿A qué precio había creado Kate esta paz? A mi alrededor había comodidades, la luz de una lámpara, un orden perfecto, el suave aroma de la madera y las flores que recordaba el aliento de los propios niños; supuse que dormirían arriba y su inadvertida vulnerabilidad me hizo sentir aún más culpable. Me daba miedo subir por esos escalones y oír su leve respirar, pero en lugar de eso, y para mi sorpresa, Kate abrió una puerta del comedor y me hizo bajar unas escaleras hasta el sótano. Olía a polvo, a tierra reseca, a leña vieja. Bajamos lentamente por la escalera; a pesar de la bombilla encendida sobre nuestras cabezas, tuve la sensación de que descendíamos a las tinieblas. El olor me recordó algo de mi infancia: era curiosamente agradable, algún lugar que había visitado o donde había jugado. La silueta esbelta de Kate se movía delante de mí. Posé mis ojos en la coronilla de su cabeza de color castaño dorado bajo aquella bombilla desnuda e inadecuada, y me dio la impresión de que se escabullía de mí, adentrándose en un sueño. En un rincón había un montón de leña; en otro, una antigua rueca; y cubos de plástico y macetas de cerámica vacías.

Sin decir palabra, Kate me condujo hasta un armario de madera que había en el extremo opuesto de la única estancia. Yo abrí la puerta, como si estuviese aún en un sueño, y me di cuenta de que había sido hecho a medida para albergar los lienzos ordenada y separadamente, como un tendedero en un estudio, y que estaba lleno de cuadros. Kate mantuvo la puerta entreabierta; su mano blanca contrastaba con la madera. Yo alargué el brazo, extraje cuidadosamente un cuadro en medio de la oscuridad que nos envolvía y lo apoyé en la pared más próxima, luego otro, luego el siguiente y otro, hasta que vacié el armario y tuve contra la pared ocho grandes lienzos enmarcados. Algunos debían de ser de las exposiciones de Robert; me pregunté si en éstas habría vendido muchos más, y a qué hogares y museos habrían ido a parar.

La luz era pésima, como ya he comentado, pero eso no hacía sino volverlos aún más reales. Siete de los cuadros mostraban alguna versión de la escena con la que me había topado aquella misma tarde en la galería de Greenhill College: la dama inclinada sobre el cadáver de alguien querido, a veces un primer plano de las dos caras pegadas la una a la otra, enormes sobre el lienzo, el rostro aún lozano y de rasgos pronunciados junto al pálido más envejecido. Otras veces era una escena similar, pero ella ahogaba su llanto en el cuello de la mujer muerta como bebiéndose su sangre o mezclándola con sus propias lágrimas; melodramático, sí, pero también dolorosamente conmovedor. En otro, ella estaba de pie presionando un pañuelo contra sus labios, con el cuerpo inerte a sus pies, mirando a su alrededor desesperada en busca de ayuda. ¿Era ése el momento anterior o posterior al pintado en el cuadro de Greenhill College? Una y otra vez, la mujer de cabellos rizados aparecía sorprendida, horrorizada, afligida. La historia no avanzaba ni retrocedía en ningún momento; ella estaba para siempre atrapada en aquel único suceso.

El octavo cuadro era el más grande, y completamente diferente, y Kate ya se había colocado enfrente de él. Era una escena con tres mujeres y un hombre de cuerpo entero, dispuestos con extraño formalismo, un realismo sobrecogedor, carente del habitual sello decimonónico de Robert. No, era inequívocamente contemporáneo, como el cuadro sensual que había visto en el estudio que Robert tenía en casa dos pisos por encima de nosotros. El hombre estaba en primer plano, dos de las mujeres, tras él, a su derecha, y una a su izquierda. Las cuatro figuras miraban de frente y con seriedad al espectador y vestían ropa actual. Las tres mujeres llevaban tejanos y blusas de sedas de colores claros, el hombre, un jersey desgarrado y pantalones caqui. Reconocí a todas las figuras, salvo a una. La más menuda de las mujeres era Kate, su pelo de color oro viejo más largo de como lo llevaba ahora, sus ojos azules grandes y serios, cada peca en su lugar, el cuerpo erguido. A su lado había una mujer que yo no conocía, joven también y mucho más alta, de largas piernas, con el pelo lacio y rojizo y una cara angulosa, las manos en los bolsillos delanteros de sus tejanos. ¿O la había visto en alguna otra parte? ¿Quién podía ser? A la izquierda del hombre había una figura femenina que me resultaba familiar, enfundada en una blusa moderna de seda gris y unos vaqueros desgastados a los que no me tenía acostumbrado, con los pies descalzos, el mismo rostro expresivo que yo veía en mis sueños, mientras el oscuro pelo rizado le caía por debajo de los hombros. Verla con ropa actual hizo que se me encogiera el corazón ante la posibilidad de dar realmente con ella.

El hombre del cuadro era Robert Oliver, por supuesto. Era casi como tenerlo ahí presente: su pelo desgreñado y ropa gastada, sus enormes ojos verdosos. Sólo parecía reparar a medias en las mujeres que lo rodeaban; él mismo era el tema principal, el primer plano, miraba al frente con rotundo desafío, rehusando perder protagonismo ni siquiera ante el espectador. En realidad, estaba solo a pesar de las tres Gracias que lo rodeaban. Era un cuadro turbador, pensé: descarado, egocéntrico, desconcertante. Kate lo miraba fijamente casi de la misma forma en que su efigie nos miraba desde el lienzo, con los ojos muy abiertos y el menudo cuerpo erguido como el de una bailarina. Me acerqué titubeante hacia ella hasta que quedamos hombro con hombro, luego la rodeé con el brazo. No pretendía nada más que consolarla. Ella se volvió a mí con un indefinido cinismo en su expresión, casi una sonrisa.

—No los has destruido —le dije.

Ella me miró sin pestañear, sin rechazar mi brazo. Tenía hombros de pájaro, unos huesecillos huecos.

—Robert es un artista genial. Como padre era bastante bueno y como marido bastante malo, pero sé que es genial. No me corresponde a mí destruir estas obras.

No había ninguna magnanimidad en su voz; fue una afirmación de lo más natural y directa. Entonces se apartó de mí, deshaciéndose elegantemente de mi brazo: tema zanjado. No sonrió. Se arregló el pelo mientras contemplaba de nuevo el cuadro.

—¿Qué harás con ellas? —pregunté al fin.

Kate lo entendió.

—Guardarlas hasta que sepa qué hacer.

Tenía tanto sentido lo que Kate acababa de responderme con gran aplomo y seguridad que no le hice más preguntas. Me dio la impresión de que algún día estas inquietantes imágenes podrían servir para costear la universidad de sus hijos, eso si Kate sabía venderlas bien. Me ayudó a colocar de nuevo todos los cuadros en sus rieles y cerramos juntos la puerta del armario. Por último, la seguí otra vez hasta arriba, por la escalera de madera y el salón hasta el porche, donde nos detuvimos.

—Me da igual lo que hagas —dijo ella—. Haz lo que creas conveniente.

Supe que eso significaba que tenía su permiso para decirle finalmente a Robert que había visto a su mujer, que no había visto a sus hijos salvo en fotos, que había visto la casa elegante y limpia en la que él había vivido, los cuadros que Kate guardaba para un futuro que no alcanzaba a ver.

Durante unos instantes ninguno de los dos dijo nada, y entonces ella se irguió un poco más —aunque no tanto como se habría tenido que erguir para llegar a la mejilla de Robert Oliver— y me besó con formalidad.

—Que tengas un buen viaje de vuelta —me dijo—. Conduce con cuidado. —No me dio recuerdos para nadie.

Asentí, incapaz de hablar, y bajé los escalones, oyendo como ella cerraba la puerta a mis espaldas por última vez. En cuanto me incorporé a la carretera, subí el volumen de la radio del coche, luego la apagué y canté en voz alta en medio del silencio, en voz más alta, golpeando con fuerza el volante con la mano. Aún podía ver los cuadros de Robert a la luz de la bombilla desnuda y supe que quizá jamás volvería a verlos; pero me sentía tremendamente vivo, o quizás era que la vida se abría ante mí.