Marlow
Lo seguí hasta la cabaña contigua, hecha con troncos y que hacía las veces de galería, que por dentro era grande y sofisticada, con un anexo retranqueado de cristal y estructuras pintadas de blanco que algún arquitecto había proyectado con el ojo puesto en algún premio local. La entrada tenía una claraboya y las paredes estaban cubiertas de lienzos y vitrinas de cristal que emitían un suave resplandor, repletas de cerámica.
Arnold señaló un gran cuadro colgado al otro lado de la sala y comprendí al punto a qué se refería: era estrafalario, de tremenda viveza y, sin embargo, excesivamente dramático, acartonado como una obra de teatro victoriana. Mostraba a una mujer con falda de vuelo y corpiño ajustado, su esbelto cuerpo inclinado hacia delante, arrodillada en una calle toscamente adoquinada; tal como Arnold había indicado, acunaba en sus brazos a una mujer de más edad, un cadáver de aspecto repulsivo, rostro pálido, ojos cerrados, boca entreabierta y en la frente un agujero de bala, un inconfundible y horrible túnel del que brotaba un hilo de sangre medio seco que le bajaba por el pelo suelto y el chal.
La joven iba elegantemente ataviada, pero su vestido verde claro estaba sucio y desgarrado, manchado de sangre en su parte delantera, donde estrechaba contra sí la cabeza de la mujer. Su pelo brillante y rizado estaba despeinado, las cintas del sombrero le caían sobre los hombros y tenía la cara inclinada sobre la de la mujer muerta, por lo que no pude ver los ojos luminosos con los que ya estaba acostumbrado a toparme. El fondo era menos nítido, pero parecía que había una pared, una calle estrecha de ciudad, un escaparate rotulado con palabras de letras borrosas, ilegibles, siluetas rojas y azules agachadas cerca de las mujeres, pero indistinguibles. En un extremo había un montón de algo, de color marrón o beis: ¿madera? ¿Sacos de arena? ¿Un almacén de madera?
El cuadro en su conjunto resultaba fascinante, pero también de una deliberada desmesura, a mi juicio: atroz y, al mismo tiempo, conmovedor. Destilaba miedo y desespero. La postura de las figuras y el patetismo de la obra me hicieron recordar mi primera visión de La Piedad de Miguel Ángel; una obra demasiado célebre como para que nadie pueda ya contemplarla con claridad, excepto quizá cuando se es lo bastante joven. La había visto en mi viaje a Italia terminada la universidad; en aquella época aún no estaba protegida por un cristal, así que lo único que me separaba de las figuras era una cuerda y una distancia de poco más de metro y medio. La luz natural que caía sobre María y Jesús los tocaba creando distintos tonos, y era como si ambos cuerpos estuvieran vivos y la sangre latiera en sus venas; no sólo la afligida madre, sino también el hijo recién fallecido. Lo increíblemente conmovedor era que él no estaba muerto. Para mí, que no soy creyente, no era una profecía de la resurrección, sino un retrato de la conmoción de María y de la fuerza vital que uno ve en los hospitales cuando alguna herida mortal le arrebata la vida a una persona joven. En aquel momento aprendí lo que diferenciaba a los genios de los demás.
Lo que más me sorprendió del cuadro de Robert, aparte del horror de la escena, era que fuese pintura narrativa, mientras que todas las imágenes que hasta entonces yo había visto de esta dama eran retratos. Pero ¿qué historia narraba? Posiblemente Robert no hubiese utilizado una modelo; recordé lo que Kate había dicho acerca de cómo en ocasiones Robert dibujaba y pintaba cosas que imaginaba. O quizás hubiese usado modelos, pero inventándose la escena; idea que reforzaba el vestido del siglo XIX. ¿Se había inventado el personaje de la dama abrazada a su madre asesinada? Tal vez incluso había estado pintando la cara oscura y la brillante de su propio ser, las dos partes de su mente dividida por la enfermedad. No me imaginaba a Robert plasmando historias reales.
—¿A ti tampoco te gusta? —Arnold parecía satisfecho.
—Está pintado con mucha destreza —respondí—. ¿Cuál de éstos es tuyo?
—¡Oh, el de esa pared! —dijo Arnold, señalando hacia un gran lienzo situado a nuestras espaldas, junto a la puerta. Se plantó delante del cuadro con los brazos cruzados. Era abstracto, unos cuadrados de color azul pálido grandes y blandos, que se fundían entre sí, todo ello cubierto con un brillo plateado, como si, al arrojar un guijarro cuadrado al agua, ésta formase cuadros concéntricos. Lo cierto es que era bastante curioso. Me volví a Arnold con una sonrisa.
—Me gusta.
—Gracias —dijo, contento—. Ahora lo estoy haciendo en amarillo. —Nos quedamos mirando el cuadro azul, la obra que había creado un par de años antes Arnold, que la observaba con ternura, con la cabeza ladeada, y me pareció que llevaba un tiempo sin detenerse a contemplar su cuadro—. En fin… —suspiró.
—Sí, será mejor que te deje volver a su despacho —comenté con gratitud—. Has sido muy amable.
—Si vuelves a hablar con Robert, dale recuerdos de mi parte —me pidió—. Dile que, pase lo que pase, aquí no lo olvidaremos.
—Cuenta con ello. —¿Le había mentido?
—Acuérdate de enviarme una copia de tu artículo —añadió desde la puerta, despidiéndose de mí con la mano.
Asentí y luego negué con la cabeza, y disimulé mi desliz devolviéndole el saludo con la mano antes de subirme al coche, pero Arnold había desaparecido. Me senté frente al volante unos momentos y tuve que hacer un esfuerzo para no hundir la cabeza en las manos. Luego me apeé, despacio, sintiendo que el edificio me vigilaba, y entré de nuevo en la galería. Pasé intencionadamente de largo los cuadros de la entrada, las vitrinas de relucientes cuencos y vasijas, los tapices de lino y lana. Me fui hasta la sala principal y uno por uno eché un vistazo a los cuadros allí colgados de los alumnos, leyendo las cartelas por encima, mirando sin fijarme el amasijo de colores, rojos, verdes y dorados: árboles, frutas, montañas, flores, cubos, motocicletas, palabras; un batiburrillo de obras, algunas excelentes, otras sorprendentemente chapuceras. Examiné cada cuadro hasta que, aturdido, empecé a confundir los colores y entonces, despacio, volví hacia el cuadro de Robert.
Naturalmente, ella seguía ahí, inclinada sobre su terrible carga, apretando la cabeza caída e inerte con su agujero de bala contra la verde curva de su seno, su propio rostro henchido de dolor más que desencajado, la mandíbula tensa, reprimiendo el llanto, las cejas morenas arqueadas con incredulidad expresando una tristeza aguda, furiosa, su rabia manifiesta también en el contorno de sus hombros, su falda agitada aún por sus rápidos movimientos: se había arrodillado en la calle sucia y se aferraba al preciado cuerpo. Conocía y amaba a la mujer muerta; no era una compasión abstracta. El cuadro era increíble. A pesar de toda mi experiencia, no atinaba a comprender cómo Robert había transmitido tanta emoción, tanto movimiento con la pintura; me podía imaginar algunas de las pinceladas que había dado, las mezclas de color, pero la viveza de la que había imbuido a la mujer viva y la falta de vida con la que había retratado a la muerta escapaban a mi entendimiento. Si el cuadro era obra de su imaginación, la cosa era más espeluznante aún. ¿Cómo podía tolerar la universidad el hecho de tener esta imagen colgada día a día a la vista de sus alumnos?
Me quedé mirándola fijamente hasta que me dio la impresión de que la mujer iba a soltar un grito de angustia o una llamada de auxilio, o a correr, o que se disponía a tensar su adorable espalda y su cintura para intentar levantar el pesado cuerpo y llevárselo. En cualquier momento podía pasar algo; eso era lo extraordinario. Robert había captado el instante de conmoción, de cambio total, de incredulidad. Me llevé la mano a la garganta y me tomé el pulso. Esperé a que ella alzase la cabeza. ¿Sería yo…? ¿Sería yo capaz de ayudarla si ella levantara la mirada?; ésa era la cuestión. Estaba a unos centímetros de mí, respirando viva, experimentando el segundo de calma irreal que precede a la desesperación más absoluta, y fui consciente de mi impotencia. Me di cuenta entonces, por primera vez, de lo que había conseguido Robert.