Kate
Pasaré por alto parte de este episodio. Lo pasaré por alto, pero sí quiero describir cómo fue la vuelta de Robert. Le llamé por teléfono aquella noche y volvió durante las seis semanas que mi madre tardó en consumirse casi del todo. Por lo visto no se había ido más allá de la universidad, aunque en ningún momento me comentó dónde había dormido; quizás en los estudios o en una de las casas vacías del campus. ¿Estaría desocupada nuestra antigua casa? Tal vez hubiese dormido entre nuestros propios fantasmas, sobre un montón de mantas en el suelo, en los dormitorios en los que habíamos instalado a Ingrid y a Oscar de recién nacidos.
Cuando Robert volvió durante aquel breve período para ayudarme con mi madre, se instaló en su estudio, pero su actitud era tranquila y amable, y en ocasiones se llevaba en coche a los niños de excursión para que yo pudiera hacerle compañía a mi madre mientras se tomaba analgésicos y dormía siestas cada vez más largas. No le pregunté por su trabajo en la universidad. Pensé que esperaríamos juntos al momento en que tuviesen que intervenir las enfermeras del hospital. Estaba todo organizado, y mi madre incluso me había ayudado a organizarlo: ella me avisaría, me haría una señal y yo marcaría el número desde el teléfono de la cocina.
Pero, llegado el momento, únicamente Robert y yo estuvimos ahí, y ése fue el verdadero final de nuestro matrimonio, a menos que contemos los finales anteriores o las llamadas de teléfono posteriores que eran cada vez más escasas, o su huida a Washington, o cuando presenté la demanda de divorcio pero dejé su despacho intacto durante más de un año, o cuando empecé por fin a vaciarlo, o cuando guardé la mayoría de sus cuadros de doña Melancolía o como se llame. O incluso el momento en que me enteré de que había atacado un cuadro y lo habían detenido, o cuando más tarde supe que había accedido a ingresar en un psiquiátrico. O cuando quise ayudar a su madre a pagar al menos parte de los gastos; su madre aún quería que él mejorase, si era posible, para que algún día pudiese asistir a las graduaciones y las bodas de nuestros hijos.
Las personas cuyos matrimonios no se han derrumbado, o cuyos cónyuges mueren en lugar de marcharse, no saben que los matrimonios que terminan raras veces tienen un único final. Los matrimonios son como ciertos libros, una historia en la que, al volver la última página, crees que se ha acabado, y luego hay un epílogo, y después de eso tiendes a seguir preguntándote acerca de los personajes o imaginándote que sus vidas continúan sin ti, querido lector. Hasta que no te olvidas de ese libro, estás atrapado tratando de resolver qué habrá sido de esos personajes una vez que lo has cerrado.
Pero si tengo que elegir un solo final para Robert y para mí, ese final ocurrió el día en que murió mi madre, porque se murió más repentinamente de lo que nos habíamos imaginado. Estaba descansando en el sofá del salón, al sol. Incluso había accedido a que le preparase un poco de té, pero entonces le falló el corazón. Ése no es el término técnico, pero así es como yo pienso en ello, porque a mí también me falló el mío, y corrí hasta ella cuando sucedió, tirando en mi carrera la bandeja sobre la moqueta del salón. Me arrodillé y la sujeté por los brazos mientras nuestros corazones fallaban, y fue terrible, y terrible de presenciar, pero muy rápido, y habría sido mucho más terrible si yo no hubiese estado allí presente para abrazarla después de que ella hubiese cuidado tantos años de mí.
Cuando todo terminó y ella ya no era ella, la rodeé con mis brazos y la estreché con fuerza y finalmente recuperé la voz. Llamé a Robert, lo llamé a gritos, aunque todavía temerosa de molestar a mi madre. Él debió de oír mi tono de voz desde su despacho, detrás de la cocina, porque vino corriendo. Mi madre había perdido ya muchísimo peso y la levanté en brazos con facilidad, con mi mejilla contra la suya, en parte para no tener que volver a mirarla a la cara de momento. Alcé la vista, en cambio, hacia Robert. Lo que vi en su rostro terminó con nuestro matrimonio de igual modo que la vida de mi madre se había evaporado. Robert tenía los ojos en blanco. No nos estaba mirando, no me estaba mirando a mí mientras sostenía en brazos el cuerpo inerte de mi madre. No estaba pensando en cómo podía consolarme en aquellos primeros momentos o en cómo podía honrar su muerte, o de qué forma él mismo lamentaba su pérdida. Vi claramente que estaba viendo a alguien más, algo que hizo que su cara resplandeciese de horror, algo que yo no podía ver ni probablemente entender, porque era incluso peor que este momento, el peor de mi vida. Robert no estaba ahí.
París, noviembre de 1878
Très chère Béatrice:
Gracias por tu conmovedora carta. No me gusta pensar que me he perdido otra velada contigo, ni siquiera por ver lo mejor de Molière; disculpa mi ausencia. Me pregunto, con bastantes celos, si los elegantes hermanos Thomas estuvieron de nuevo allí; saber que están más cerca de ti por edad que yo es quizá lo que me vuelve un tanto protector. De hecho, ahora no me importa que se dediquen a revolotear a tu alrededor o, lo que es más, que se coman con los ojos tus obras, que deberían ser vistas únicamente por ojos críticos (no los suyos). Disculpa mi indecoroso malhumor. Si pudiera evitar escribir, sin duda lo haría, pero la belleza de la mañana me supera y me veo obligado a compartirla contigo. Seguramente estarás junto a tu ventana, quizá con tu labor o con algún libro, posiblemente el que la última vez dejé descansando en tus manos. Cuando cometí la indiscreción de admirarlas, me dijiste que son demasiado grandes; pero son preciosas (hábiles) y guardan proporción con tu grácil estatura. Además, no solamente parecen hábiles, sino que lo son cuando manejas el pincel y el lápiz, y, sin duda, en todo cuanto haces. Si pudiese sostener cada una de ellas en las mías (siendo las mías, al fin y al cabo, aún más grandes pero menos hábiles), besaría primero una y luego la otra, respetuosamente.
Perdóname, ya había olvidado que mi objetivo es compartir la belleza de la mañana contigo. He ido andando hasta el museo del Jeu de Paume para despejarme después de que me retirara tarde anoche por culpa del teatro y siento, querida mía, que a fin de cuentas no tengo fuerzas para trasnochar en exceso, ya que suelo despertarme temprano; habría preferido estar a tu lado ayer por la noche, y quizá mañana por la noche vuelva a leerte en voz alta junto a tu cálido fuego o permanezca completamente en silencio para poder adivinar tus pensamientos. Cuando no pueda estar allí contigo, siéntate así, en actitud contemplativa.
Vuelvo a divagar. Andando hasta el Jeu de Paume he visto una bandada de gorriones a los que daba de comer un anciano caballero que quizá presenció en su día la última ofensiva de Napoleón y que habría estado muy elegante con un sombrero de tres picos. Te reirás de mis inocentes fantasías. Caminando por el parque, había también un joven cura, que en algún otro mundo quizá nos habría dado su bendición y cuya toga bailaba al ritmo de su enérgico paso; sin duda, tenía prisa. Y yo, que no la tenía, a pesar del frío, me he sentado en un banco a soñar durante diez minutos, y tal vez puedas adivinar algunas de mis reflexiones. Te ruego que no te rías por la melancolía de las mismas.
Ahora, de vuelta en casa, después de entrar en calor y haber desayunado, debo prepararme para una jornada de reuniones y trabajo durante la cual pensaré sin cesar en ti y tú te olvidarás por completo de mí. Pero mañana espero tener una noticia que contarte y que te complacerá, y al menos una de mis reuniones concierne a esta noticia y también está relacionada con el nuevo cuadro y mi probable participación en el Salón de este año. Disculpa tanto misterio, pero me gustaría hablar de ello contigo, y tiene la suficiente importancia como para suplicarte que mañana por la mañana entre las diez y las doce pases en algún momento por el estudio, si estás libre, para hablar de negocios; de un negocio sumamente decoroso, puesto que Yves me ha instado a buscar tu aprobación. He incluido la dirección y un pequeño plano; la calle te parecerá pintoresca, pero no desagradable.
Hasta entonces, beso tu estilizada mano con respeto. Tu fiel amigo espera una bienvenida reprimenda, además de que aceptes mi invitación.
O…