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Kate

Robert no se fue de casa enseguida, y yo tampoco; en realidad, me negaba a desarraigar a mi madre y a los niños o a dejar la casa con la que siempre había soñado, que me encantaba y que mi madre nos había ayudado a comprar. Después de romper aquel jarrón, Robert reunió su montón de cartas, se las metió en el bolsillo y se fue sin llevarse siquiera un cepillo de dientes o ropa de recambio. Quizás incluso entonces lo hubiese visto con mejores ojos, si hubiese tenido la prudencia de subirse a hacer la maleta.

No vi a Robert en varios días, y no sabía dónde estaba. A mi madre le dije únicamente que habíamos tenido una fuerte pelea y necesitábamos darnos un tiempo, y ella se mostró preocupada pero también imparcial; intuí que pensaba que el temporal pasaría. Traté de convencerme a mí misma de que él estaría con Mary, dondequiera que viviese, pero no podía sacudirme la sensación que tenía de que él había sido sincero cuando con tanta amargura me había dicho: «Está muerta». No parecía capaz de llorar realmente la muerte de nadie. Eso era casi lo peor del caso. El hecho de que su aventura amorosa se hubiese terminado con la muerte de ella no aliviaba mi dolor. Es más, le añadía a mi día a día una componente de obsesión, de inquietud, del que no podía deshacerme.

Una tarde de aquella semana mientras yo leía (no muy concentrada) a la entrada de casa y mi madre zurcía nuestra ropa en la silla de la terraza, y ambas vigilábamos a los niños, que estaban encharcando el jardín con la manguera, Robert apareció con el coche sin causar alboroto alguno y se bajó. Pude ver que tenía unas cuantas cosas guardadas en el maletero: caballetes, portafolios y cajas. El corazón se me anudó en la garganta. Se acercó por el camino de acceso y se desvió para besar a mi madre y preguntarle cómo se encontraba. Yo sabía que ella le diría que bien, aunque el día antes había tenido que llevarla al médico porque le había dado otro vahído; y aunque a estas alturas ella supiese que Robert prácticamente se había ido de casa.

Entonces Robert se acercó lentamente por el camino hacia mí y durante un instante vi su presencia en toda su globalidad, su cuerpo grande, que no era flaco ni gordo, los amplios movimientos de los músculos debajo de su camisa y sus pantalones. Su ropa parecía más sucia que nunca, y había sido más descuidado que de costumbre con la pintura, de tal modo que sus mangas arremangadas tenían salpicaduras rojas y sus pantalones deportivos, lamparones blancos y grises. Pude ver que la piel de su cara y cuello empezaba a envejecer, arrugas debajo de sus ojos, el castaño verdoso e intenso de su mirada, su pelo abundante, los rizos angelicales con hebras de plata, su gran tamaño, su distanciamiento, su autosuficiencia, su soledad. Quise levantarme de un salto y echarme en sus brazos, pero eso era lo que él debería estar haciendo conmigo; por el contrario, me quedé donde estaba, sintiéndome más menuda que nunca, encorsetada, delimitada por un marco. Una persona menuda, de pelo lacio y excesivamente limpia que él había olvidado cuidar en pos de su gran empresa artística, un ser básicamente invisible. Robert había olvidado incluso decirme cuál era el propósito de su empresa.

Se detuvo en los peldaños.

—Sólo he venido a recoger algunas cosas.

—Bien —dije yo.

—¿Quieres que vuelva? Os echo de menos a ti y a los niños.

—Si volvieras… —inquirí en voz baja tratando de que ésta no me temblara—, ¿realmente volverías o seguirías viviendo con un fantasma?

Pensé que Robert se enfadaría otra vez, pero al cabo de un momento, me dijo sin más:

—Déjalo ya, Kate. No lo entiendes.

Y yo sabía que si le gritaba algo como: «¿Que no lo entiendo? ¿Cómo que no lo entiendo?», no pararía de chillarle, ni siquiera delante de los niños y de mi madre. En lugar de eso, aferré el libro hasta que me dolieron los dedos y dejé que Robert entrara en casa y bajara al cabo de un rato con la proverbial maleta, en realidad, una vieja bolsa de lona de uno de nuestros armarios.

—Estaré fuera varias semanas. Te llamaré —me dijo. Se alejó y besó a los niños, y lanzó a Oscar por los aires, dejando que la ropa empapada de nuestros hijos le salpicase la camisa. Tardó en marcharse. Lo odié incluso por el dolor que él sentía. Por fin, se subió al coche y se fue. Sólo entonces me pregunté cómo era posible que se ausentase de su trabajo durante varias semanas seguidas. Aún no se me había ocurrido que quizá dejaría también de dar clases.

Casualmente, aquél fue uno de los últimos días que mi madre se sintió bien. Su médico nos citó en su consulta para decirnos que tenía leucemia avanzada. Podían darle quimio, pero probablemente le produciría más molestias que otra cosa. Ella optó, en cambio, por aceptar un folleto de un hospital para enfermos terminales y al irnos me agarró del brazo con fuerza para aliviar mi propio dolor.