Kate
Robert insistió en acudir solo al psiquiatra, y cuando volvió me comentó como si tal cosa que tenía que tomar un medicamento, y el nombre y número de un terapeuta. No mencionó si llamaría o no al terapeuta, o si se tomaría la medicación. Ni siquiera me podía imaginar dónde lo guardaría y decidí no fisgonear durante un par de semanas. Me limitaría a esperar a ver qué hacía y le daría toda clase de ánimos. Al fin, el frasco apareció en nuestro botiquín del cuarto de baño: era litio. Oí su cascabeleo mañana y noche cada vez que él se tomaba una dosis.
Antes de que acabara la semana, Robert parecía más calmado y empezó de nuevo a pintar, aunque pasaba durmiendo por lo menos doce de cada veinticuatro horas, y comía medio en las nubes. Agradecí que estuviera dando sus clases de pintura sin más contratiempos y no haber percibido malestar alguno por parte de la universidad, si bien no sabía con seguridad de qué manera me habrían hecho llegar semejante malestar. Un día Robert me dijo que el psiquiatra quería verme y que él, Robert, pensaba que era una buena idea. Aquella tarde tenía cita con el médico (me pregunté por qué no me lo había comentado antes) y llegado el momento senté a Ingrid en su sillita del coche, porque Robert me había avisado con poca antelación como para buscar una canguro. Las montañas fueron pasando con rapidez, y al verlas pasar caí en la cuenta de que llevaba una temporada sin pisar siquiera la ciudad. Mi vida giraba en torno a la casa, el arenal, los columpios del parque cuando el tiempo era lo bastante caluroso, y el supermercado que había calle arriba. Contemplé el perfil serio de Robert al volante y finalmente le pregunté por qué creía que el psiquiatra quería verme.
—Le gusta conocer el punto de vista de cada miembro de la familia —dijo, y añadió—: Cree que de momento me está yendo bien. Con el litio. —Era la primera vez que mencionaba el nombre del medicamento.
—¿Tú también lo crees? —Le puse la mano sobre el muslo y sentí la contracción de sus músculos cuando frenaba.
—Me encuentro bastante bien —contestó—. Dudo que necesite tomarlo mucho tiempo más. Aunque ojalá no estuviera tan cansado: necesito la energía para pintar.
«Para pintar —pensé yo— ¿y también para estar con nosotras?». Se quedó dormido tras la cena sin jugar con Ingrid, y solía seguir dormido cuando por las mañanas me iba con ella de paseo. No dije nada más.
La clínica era un edificio alargado y bajo hecho de madera de aspecto costoso y con arbolillos plantados alrededor, desnudos y protegidos con un enrejado de plástico. Robert entró con total naturalidad, sujetando la puerta para que yo pasara con Ingrid en brazos. La sala de espera del interior, que me dio la impresión de que la compartían entre varios médicos, era espaciosa y en uno de sus extremos se colaba un enorme haz de luz solar. Finalmente, apareció un hombre, que sonrió y saludó a Robert con la cabeza, y me llamó por mi nombre. No llevaba una bata blanca ni un listado de pacientes; iba vestido con chaqueta y corbata y unos pantalones caqui bien planchados.
Le lancé una mirada a Robert, quien sacudió la cabeza.
—Te llama a ti —dijo—. Quiere hablar contigo. Si me necesita, me hará pasar a mí también.
De modo que dejé a Ingrid con Robert y seguí al doctor… bueno, ¿qué más da cómo se llamara? Era amable, de mediana edad y muy profesional. Las paredes de su despacho estaban cubiertas de diplomas y certificados enmarcados, tenía la mesa muy ordenada, con un gran pisapapeles de bronce colocado encima del único papel suelto que había en ella. Me senté de cara a su mesa, con los brazos vacíos sin Ingrid. Deseé haberla entrado conmigo y me preocupaba que Robert pudiera volver a hundir el rostro en sus manos en lugar de vigilar mientras ella iba de acá para allá entre enchufes y jarrones con flores. Pero cuando analicé un poco al doctor Q, descubrí que me caía bien. Su rostro era afable y me recordaba el de mi abuelo de Michigan. Cuando hablaba, tenía una voz grave, un poco gutural, como si hubiera venido de algún otro lugar cuando aún era adolescente de modo que su acento, fuera el que fuera, resultaba imposible de identificar; tan sólo detecté una ligera aspereza en las consonantes.
—Gracias por venir hoy a verme, señora Oliver —dijo—. Me resulta útil hablar con un miembro cercano de la familia, sobre todo cuando se trata de un paciente nuevo.
—Es un placer —respondí con sinceridad—. He estado muy preocupada por Robert.
—Por supuesto. —Recolocó el pisapapeles, se reclinó en su silla, me miró—. Sé que esto habrá sido duro para usted. No dude de que estoy muy encima de Robert y me satisface que el primer medicamento que hayamos probado esté dando buenos resultados.
—Desde luego, parece más tranquilo —admití yo.
—¿Puede hablarme un poco de lo primero que notó en su comportamiento que le pareciera diferente o que le preocupara? Robert me ha dicho que si ha ido al médico es gracias a usted.
Entrelacé las manos y le relaté nuestros problemas, los problemas de Robert, los vertiginosos altibajos del pasado año.
El doctor Q escuchó en silencio, sin mudar la expresión de su rostro, y su expresión era amable.
—¿Y a usted le parece que está más equilibrado tomando litio?
—Sí —contesté—. Todavía duerme un montón, y se queja de eso, pero parece que es capaz de levantarse e irse a dar clase casi todos los días. Se queja de que no puede pintar.
—La adaptación a un medicamento nuevo requiere tiempo, y averiguar qué medicamento funciona y en qué dosis requiere tiempo también. —El doctor Q volvió a colocar el pisapapeles con aire meditabundo, esta vez encima de la esquina superior izquierda del único papel que había en la mesa—. Sí creo que en el caso de su marido es importante que tome litio una temporada, y es probable que lo necesite permanentemente, eso o algún otro medicamento si con éste no obtenemos los resultados que deseamos. El proceso requerirá un poco de paciencia por parte de su marido… y de usted.
Me saltó una nueva alarma.
—¿Quiere decir que cree que siempre tendrá estos problemas? ¿No podrá dejar la medicación cuando mejore?
El doctor centró de nuevo el objeto de bronce sobre el documento. De pronto me recordó aquel juego de la infancia, piedra, papel o tijera, en el que un elemento podía ganar al otro, pero siempre había algo más que podía ganar al ganador; un ciclo fascinante.
—Se tarda un poco en elaborar un diagnóstico preciso. Pero creo que es probable que Robert padezca…
Y entonces me dijo el nombre de una enfermedad, una enfermedad que yo sólo conocía vagamente y que asociaba con cosas monstruosas, cosas que no tenían nada que ver conmigo, cosas por las que a la gente le daban electrochoques o por las que se suicidaban. Permanecí inmóvil unos segundos, tratando de asociar esas palabras con Robert, mi marido. Una sensación de frío se extendió por todo mi cuerpo.
—¿Me está diciendo que mi marido es un enfermo mental?
—En realidad, no sabemos exactamente cuál es la componente mental de cualquier enfermedad y cuál se debe al entorno o a la personalidad —objetó el doctor Q, y por primera vez lo odié: estaba echando balones fuera—. Es posible que Robert se estabilice con esta medicación, o quizá tengamos que probar otras cosas. Creo que, dada su inteligencia y su dedicación a su arte y su familia, puede usted abrigar la esperanza de que mejore bastante.
Pero era demasiado tarde. Robert ya no era únicamente Robert para mí. Era alguien con un diagnóstico. Supe entonces que nada volvería a ser lo mismo, jamás, por mucho que yo intentara ver a Robert igual que antes. Lo sentí en el alma por él, pero lo sentí más aún por mí. El doctor Q me había arrebatado lo que yo más preciaba, y estaba claro que no sabía lo que eso dolía. No tenía nada que darme a cambio, tan sólo la visión de su mano ordenando la mesa vacía. Ojalá hubiera tenido la gentileza de disculparse.