1878
La nieve ha cuajado por la noche. Por la mañana ella da instrucciones para la cena, le manda una nota a su modista y sale al jardín. Quiere saber qué aspecto tienen el seto y el banco. Cuando cierra tras de sí la puerta de servicio y pisa el primer montón de nieve, se olvida de todo lo demás, hasta de la carta oculta dentro de su vestido. La nieve engalana el árbol que plantaron hace diez años los anteriores inquilinos de la casa; un pájaro diminuto se ha posado en un muro, sus alas tan erizadas que parece que hubiera duplicado su tamaño. Por la parte superior de los botines le entra nieve mientras se abre paso entre los arriates de flores aletargadas y el emparrado marchito. Todo se ha transformado. Recuerda a sus hermanos de pequeños, que, tumbados sobre la nieve amontonada mientras ella observaba desde una ventana del piso de arriba, agitaban los brazos, sacudían las piernas, se daban puñetazos unos a otros y se movían con torpeza, mientras el blanco sepultaba sus abrigos de lana y calcetines largos de punto. ¿Era blanco?
Coge un puñado generoso de nieve (un postre, Mont Blanc) con su mano enguantada y se lo introduce en la boca, tragando un poco de frío insípido. Los arriates serán amarillos en primavera, éste rosa y crema, y debajo del árbol se abrirán las florecillas azules que le han gustado toda la vida, las últimas, traídas de la tumba de su madre. Si tuviese una hija, la sacaría al jardín el día en que se abrieran y le contaría de dónde procedían. No, sacaría a su hija todos los días, dos veces, al sol y bajo el emparrado, o a la nieve, se sentaría con ella en el banco, haría construir un columpio para ella. O para él, su pequeño. Reprime el escozor de las lágrimas, se dirige airada hacia la extensión de nieve que reviste el muro trasero y dibuja en ésta una forma alargada con la mano. Más allá del muro hay árboles, luego la neblina pardusca del Bois de Boulogne. Rematando el vestido de la doncella de su cuadro con más blanco, con los trazos rápidos que ahora utiliza, dará luminosidad al conjunto de la imagen.
La carta que lleva dentro de la ropa le roza: habrá una esquina mal doblada. Se sacude la nieve de los guantes y abre su capa, el cuello del vestido, la extrae, consciente de que detrás tiene la parte trasera de la casa, las miradas de los criados. Pero ellos están muy atareados a esta hora, en la cocina o ventilando la sala y la habitación de su suegro mientras él está sentado junto a la ventana de su vestidor, demasiado ciego para ver siquiera la oscura silueta de su nuera en el jardín blanco.
En la carta no aparece el nombre de ella, sino una palabra cariñosa. Quien la escribe le habla de su día, de su nuevo cuadro, de los libros junto a la chimenea, pero entre líneas ella le oye decir algo totalmente diferente. Mantiene sus dedos húmedos y enguantados lejos de la tinta. Ya ha memorizado cada una de las palabras de la carta, pero quiere volver a ver la curva y negra prueba, la caligrafía sistemáticamente descuidada de quien la firma, su austeridad en el trazo. Es la misma franqueza despreocupada que ella ha detectado en los bocetos de él, una confianza en sí mismo que difiere de su propia impulsividad; fascinante, desconcertante incluso. Sus palabras destilan también seguridad, sólo que su significado es más profundo de lo que aparentan. El acento agudo, un mero roce con la punta de la pluma, una caricia; el acento grave, enérgico, hacia la izquierda, una advertencia. Habla de sí mismo, seguro pero contrito: Je, la jota mayúscula al comienzo de sus preciosas frases es una profunda inspiración con el diafragma, con una e rápida y contenida. Habla de ella y de las ganas de vivir que ella le ha dado (¿por casualidad?, le pregunta), y al igual que en sus últimas cartas, con su permiso, la trata de tú, la t respetuosa al comienzo de las frases, la u tierna, una mano ahuecada alrededor de una diminuta llama.
Sujetando la hoja de papel por los bordes, durante unos instantes ignora la música de cada una de las líneas, por el placer de volverla a descubrir momentos después. Él no pretende alterar su vida; sabe que a su edad pocos encantos puede ofrecerle; únicamente quiere que se le conceda respirar en presencia de ella y dar alas a sus más nobles pensamientos. Él se atreve a esperar que, aunque es posible que nunca hablen siquiera de eso, ella lo considere cuando menos un amigo leal. Se disculpa por importunarla con sentimientos indignos. A ella le da miedo que tras el prolongado ringorrango de su pardonne-moi y el delicado guión del mismo, él intuya que ella ya es suya.
Tiene los pies cada vez más fríos; la nieve está empezando a empaparle las botas. Dobla la carta, la oculta en un lugar secreto y apoya la cara en la corteza del árbol. No puede permitirse el lujo de quedarse ahí mucho tiempo, por si alguien que vea lo bastante bien se acerca a las ventanas que hay a sus espaldas, pero necesita apoyarse en algo. Su corazón no se ha estremecido por las palabras de él, con su retirada a medias, sino por su aplomo. Ya ha decidido no contestar a la carta; pero no se ha decidido a no releerla.