Kate
Robert consintió impasible en ir al médico del campus, pero no quiso que fuera con él. Al centro de salud se podía ir andando desde casa, al igual que a todos los demás sitios, y muy a mi pesar me quedé en el porche observando como se iba. Caminaba con los hombros encogidos, poniendo un pie delante del otro como si cada movimiento le doliera. Recé a todo lo que se me ocurrió rogando que Robert fuera lo bastante comunicativo o estuviera lo bastante desesperado para hablarle al médico de todos sus síntomas. Quizá tendrían que hacerle pruebas. Quizás estuviese agotado por alguna enfermedad sanguínea: mononucleosis o (¡Dios no lo quisiera!) leucemia. Pero eso no explicaría lo de la misteriosa mujer. Si Robert no me contaba nada de esta visita, tendría que ir yo a ver al médico para contarle cosas, y es posible que tuviera que hacerlo a escondidas para que Robert no se enfadase.
Al parecer, tras la cita con el médico se fue a dar sus clases o a pintar al estudio del campus, porque no lo vi hasta la hora de cenar. No me comentó nada hasta que yo hube acostado a Ingrid, y aun así tuve que preguntarle qué le había dicho el doctor. Robert estaba sentado en el salón; no exactamente sentado, sino repanchingado en el sofá con un libro sin abrir. Levantó la cabeza cuando le hablé.
—¿Qué? —Me dio la impresión de que me miraba desde muy lejos y, como ya había observado en alguna ocasión anterior, le colgaba un poco un lado de la cara—. ¡Ah…, no he ido!
Me invadieron la rabia y un profundo dolor, pero inspiré hondo.
—¿Por qué no?
—Déjame en paz, ¿quieres? —dijo con un hilo de voz—. No me apetecía ir. Tenía cosas que hacer, y no he tenido tiempo para pintar desde hace tres días.
—¿Te has ido a pintar en lugar de ir al médico? —Eso, al menos, sería una señal de que estaba vivo.
—¿Me estás controlando? —Robert entornó los ojos. Puso el libro frente a él a modo de escudo. Me preguntaba si quizá decidiría lanzármelo. Era un libro de fotografías de lobos del que se había encaprichado meses atrás. Eso también era un cambio: a menudo compraba libros nuevos que luego no leía. Siempre había sido demasiado ahorrador para comprarse algo, lo que fuese, que no fuera de segunda mano, aparte de los aparatosos zapatos de calidad que adoraba.
—No te estoy controlando —dije cautelosamente—. Pero me preocupa tu salud, y me gustaría que fueras al médico para que te examinara. Creo que eso mismo ya te ayudaría a sentirte mejor.
—¿Eso crees? —replicó él casi con grosería—. Crees que me ayudaría a sentirme mejor. ¿Acaso tienes idea de cómo me siento? ¿Sabes lo que es no poder pintar, por ejemplo?
—¡Desde luego que sí! —exclamé intentando no encenderme—. Son muy pocos los días que yo misma consigo pintar. De hecho, casi nunca. Conozco esa sensación.
—¿Y sabes lo que es pensar en algo una y otra vez hasta que te preguntas…? Da igual —concluyó.
—¿Hasta que te preguntas, qué? —procuré hablar con mucha serenidad para demostrarle que sabía escuchar.
—¿Hasta que no puedes pensar ni ver nada más? —habló con voz grave y sus ojos parpadearon y miraron hacia la puerta—. Han pasado tantas cosas terribles en la historia, incluso a los artistas, incluso a artistas que, como yo, intentaban tener una vida normal. ¿Te imaginas lo que es pensar constantemente en eso?
—Yo también pienso en cosas terribles a veces —dije resuelta, aunque esa digresión de Robert me parecía bastante rara—. Todos tenemos pensamientos de esa clase. La historia está llena de cosas espantosas. Las vidas de las personas están llenas de cosas espantosas. Todo ser humano pensante reflexiona sobre ellas; en especial cuando se tienen hijos. Pero eso no significa que uno tenga que enfermar dándole vueltas.
—¿Y si te dijera que pienso en la misma persona todo el tiempo, constantemente?
Se me empezó a poner la piel de gallina, aunque no habría podido decir si era por miedo, por unos celos anticipados o por ambas cosas. Ahora venía cuando él nos destrozaba la vida.
—¿A qué te refieres? —pregunté articulando las palabras con cierta dificultad.
—Hablo de pensar en alguien que podría haberte importado —explicó él, y volvió a recorrer la habitación con la mirada—, pero que no existe.
—¿Qué? —Noté que durante un buen rato se me quedaba la mente en blanco; fui incapaz de reaccionar.
—Mañana iré al médico —soltó Robert airado, como un niño pequeño resignado al castigo. Sabía que estaba accediendo para que no le preguntara nada más.
Al día siguiente se fue y volvió, durmió y luego se levantó a comer algo. Yo me quedé en silencio al lado de la mesa. No tuve que preguntarle.
—Físicamente, no me ha encontrado nada raro; bueno, me ha hecho un análisis de sangre para ver si tengo anemia y no sé qué más, pero quiere que me hagan una evaluación psiquiátrica —soltó con vehemencia las palabras en voz alta, precisamente para que no sonaran despectivas, pero yo sabía que el hecho de que él me lo contara significaba que tenía miedo, y estaba dispuesto a ir. Me acerqué a él, lo rodeé con los brazos y le acaricié la cabeza, los tupidos rizos, la amplia frente; sentí el prodigioso intelecto que había en el interior, los grandes dones que yo siempre había admirado y me habían maravillado. Le acaricié el rostro. Adoraba esa cabeza, su pelo encrespado e incontrolable.
—Estoy segura de que todo saldrá bien —le dije.
—Iré por ti —habló en voz tan baja que apenas pude oírle y luego me estrechó la cintura con sus brazos y se inclinó para hundir el rostro en mi cuerpo.