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Marlow

Me imaginé su vida.

No le permiten salir sin carabina. Su marido se pasa todo el día fuera, pero no puede hablar con él por teléfono, porque aún faltan por lo menos veinticinco años para que instalen este curioso invento en la mayoría de las casas de París. Desde primera hora de la mañana, cuando su esposo sale de casa enfundado en su traje negro, sombrero de copa y abrigo para subirse a un carruaje tirado por caballos y recorrer los amplios bulevares del barón Haussmann hasta un gran edificio del centro de la ciudad, donde tiene su empleo de director de operaciones postales, hasta el momento en que llega a casa, cansado y a veces con un leve tufo a aguardiente, ella no lo ve ni sabe nada de él.

Si él le dice que ha trabajado hasta tarde, ella no puede saber dónde ha estado. Su mente se pierde a veces pensando en posibilidades que abarcan desde silenciosas salas de reunión, donde los hombres trajeados, con pecheras blancas y delicadas corbatas negras, gustan de darse cita alrededor de una larga mesa, hasta lo que ella visualiza como la decoración de intencionado buen gusto de cierta clase de locales, donde una mujer vestida únicamente con una camisola de seda y corsé, enaguas fruncidas y chinelas de tacón alto (pero por lo demás de aspecto respetable, con el pelo muy bien arreglado) le deja deslizar la mano sobre la mitad superior de sus blancos senos; escenas que ella tan sólo conoce vagamente por cuchicheos o una insinuación en alguna que otra novela, pero que desde luego no han formado parte de su educación.

No tiene ninguna prueba de que su marido visite semejantes establecimientos, y quizá nunca los visita. No acaba de entender por qué esta imagen recurrente apenas le produce celos. Por el contrario, le proporciona una sensación de alivio, como si estuviese compartiendo una carga. Sabe que, entre esos dos extremos, la alternativa más refinada son los restaurantes donde los hombres (principalmente los hombres) almuerzan, cenan y hablan. De vez en cuando su marido viene a casa sin ganas de cenar y le informa con amenidad de que ha comido un excelente poulet rôti o un canard à l’orange. Asimismo, hay cafés cantantes donde tanto hombres como mujeres pueden acudir con decoro, y otros cafés donde a última hora de la tarde él puede sentarse a solas con Le Figaro y una taza de café. O quizá simplemente trabaje hasta tarde.

En casa es atento: se baña y se viste para la cena, si cenan juntos; se pone su bata y fuma junto al fuego si ella ya ha comido y él ha cenado fuera, o le lee en voz alta el periódico; algunas veces la besa en la nuca con exquisita ternura cuando ella está sentada y se inclina sobre su costura, haciendo encaje de ganchillo o bordando vestidos para el bebé que acaba de tener su hermana. La lleva a la ópera, en el flamante Palais Garnier, y ocasionalmente a sitios elegantes para oír un concierto o beber champán, o a un baile en el corazón de la ciudad para el que ella se pone un vestido nuevo de seda turquesa o satén de color rosa. Salta a la vista que está orgulloso de pasearse con ella agarrada del brazo.

Por encima de todo, él la anima a pintar, asintiendo con aprobación incluso cuando ella le enseña sus más insólitos experimentos de color, de luz, de pinceladas desiguales, al estilo de lo que ha visto con él en las nuevas y más rompedoras exposiciones. Él jamás la llamaría radical, por supuesto; siempre le ha dicho que es simplemente una artista y debe hacer lo que considere oportuno. Su mujer le explica que cree que la pintura debería reflejar la naturaleza y la vida, que los nuevos paisajes llenos de luz la conmueven. Él asiente, aunque añade con prudencia que tal vez sea mejor no saber demasiado de la vida; la naturaleza es un buen tema, pero la vida es más dura de lo que ella se imagina. Él cree que es bueno que su esposa tenga una ocupación que la llene, y le encanta el arte: ve el talento que ella tiene y desea su felicidad. Conoce a los Morisot, que son encantadores. Ha conocido a los Manet y siempre comenta que es una familia estupenda, a pesar de la reputación de Édouard y sus inmorales experimentos (pinta a mujeres libertinas), que le hacen quizá demasiado moderno, lo cual es una pena, dado su obvio talento.

De hecho, Yves la lleva a muchas galerías. Acuden al Salón todos los años, junto con casi un millón de personas, y escuchan los cotilleos sobre cuáles son los lienzos favoritos y cuáles desdeñan los críticos. De vez en cuando dan un paseo hasta el Museo del Louvre, donde ella ve a estudiantes de bellas artes copiando cuadros y esculpiendo, incluso a alguna que otra mujer sin carabina (seguramente estadounidense). No acaba de atreverse a admirar desnudos en presencia de su marido; desde luego, no los de héroes. Sabe que nunca pintará a partir de un modelo desnudo. Su propia formación profesional tuvo lugar en el estudio privado de un profesor, copiando moldes de escayola en presencia de su madre, antes de contraer matrimonio. Desde luego, ha trabajado de firme.

A veces quisiera saber si Yves entendería que ella decidiera presentar un cuadro al Salón. Nunca ha dicho nada despectivo de los pocos cuadros pintados por mujeres que hay en el Salón, y aplaude todo lo que ella plasma en un lienzo. De la misma manera, nunca se queja del funcionamiento de la casa, que ella lleva tan bien, salvo cuando una vez al año dice con buenos modos que le gustaría comer esto o aquello un poco más crudo o que desearía que ella cambiara el arreglo floral de la mesa del recibidor. De vez en cuando se reconocen en la penumbra de una forma completamente distinta, con un sentimiento, con una fiereza incluso, que ella percibe pero en la que no se atreve a pensar durante el día, excepto para abrigar la esperanza de despertarse una mañana y darse cuenta de que en los últimos tiempos no ha necesitado sacar esas servilletas limpias y perfectamente dobladas para su ropa interior, ni las botellas de agua caliente o la copa de jerez que mitiga sus dolores mensuales.

Pero eso no ha pasado todavía. Quizá piense en ello demasiado a menudo o demasiado poco, o del modo equivocado; intenta dejar de pensar en ello del todo. Esperará, en cambio, la llegada de una carta, y esa carta será su principal distracción de la mañana. El correo viene dos veces al día; lo reparte un joven de abrigo corto azul. A pesar de la lluvia, puede oír como llama a la puerta, y a Esmé abriéndola. No mostrará inquietud; en realidad, no está inquieta. La carta aparecerá en una bandeja de plata en su tocador mientras ella se esté vistiendo para recibir las visitas de la tarde. La abrirá antes de que salga Esmé y luego la esconderá en su escritorio para releerla más tarde. Aún no se ha acostumbrado a meterse las cartas dentro del corpiño para llevarlas encima.

Entretanto, hay otras cartas que escribir y contestar, menús que organizar, una modista a la que ver, una colcha calentita que terminar para regalarle a su suegro por Navidad. Y está su propio suegro, ese anciano paciente: le gusta que sea ella en persona quien le lleve sus copas y libros tras la siesta, y, de hecho, ella espera con ganas el momento en que él le acaricie la mano con la suya, translúcida y venosa, y la mire fijamente desde sus ojos casi vacíos, dándole las gracias por cuidar de él. Están las plantas en flor que ella misma riega en lugar de que lo hagan los criados y, lo más importante de todo, está la habitación contigua a la suya, originalmente una galería, que alberga sus caballetes y pinturas.

La doncella que posa estos días para ella (no Esmé, sino Marguerite, que es más joven y cuyo dulce rostro y cabellos rubios tanto le gustan) es apenas una niña. Béatrice ha empezado a pintarla sentada junto a una ventana con un montón de prendas para coser; dado que a la doncella le gusta tener las manos ocupadas mientras posa, Béatrice está encantada de dejarle arreglar cuellos y enaguas, siempre y cuando la chica mantenga su inclinada cabeza dorada suficientemente quieta.

Es muy luminosa esa habitación; aun cuando la lluvia resbale por las numerosas ventanas, pueden avanzar algo en su trabajo conjunto: las manos de Marguerite se mueven sobre las delicadas prendas blancas, el algodón y la puntilla, y las de Béatrice calculan la forma o el color, reproduciendo la redondez de los hombros jóvenes inclinados sobre la aguja, los pliegues del vestido y el delantal. Ninguna de las dos habla, pero les une la armonía compartida de sus tareas. Es en esos momentos cuando Béatrice siente que su pintura es parte del hogar, una extensión de la comida que hierve a fuego lento en la cocina y las flores que arregla para la mesa de comedor. Fantasea con pintar a la hija que no tiene en lugar de a esta silenciosa chica que le ha caído en gracia, pero a la que a duras penas conoce; se imagina que su hija le lee poesía en voz alta mientras ella pinta, o le habla de sus amigas.

De hecho, cuando Béatrice se enfrasca de verdad en la pintura, deja de importarle el valor de sus cuadros, que sean buenos y si podrá o no sacarle algún día a Yves el tema de presentar uno al Salón (de todas formas, aún no son lo bastante buenos para eso y probablemente nunca lo serán). Tampoco le importa que su vida tenga o no tenga más sentido. Por ahora le basta con contemplar el azul del vestido de la chica, al fin exactamente igual que la mancha de la paleta, la pincelada curva que da color a la lozana mejilla, el blanco que añadirá a la mañana siguiente; necesita más blanco y un poco de gris para transmitir esa luz de otoño lluvioso, pero se ha quedado sin tiempo y ya es hora de comer.

Si la pintura ocupa sus mañanas, las tardes en las que no le apetece seguir pintando, y no hace visitas ni las recibe, le quedan más libres. Los personajes de la novela que está leyendo le parecen completamente muertos, así que escribe, en cambio, una carta que no ha dejado de tener presente en respuesta a otra que está ahora guardada en una casilla de su escritorio pintado. Cruza los pies por los tobillos y los esconde bajo su silla. Sí, su escritorio está frente a la ventana; lo desplazó hasta allí la pasada primavera para disfrutar de las vistas del jardín.

Mientras escribe, comprueba que éste es uno de esos extraños días con los que algunas veces París despierta en otoño, en los que la lluvia torrencial se convierte en aguanieve y luego en nieve. Effet de neige, effet d’hiver; vio este título el año pasado en una exposición en la que algunos de los nuevos pintores no sólo representaban la luz del sol y los campos verdes, sino también la nieve, una auténtica revolución pintando el frío. Se quedó anonadada ante aquellos lienzos que los periódicos machacaban. La nieve, cuando cuaja, contiene motas de gris. Contiene azul, en función de la luz, la hora del día y el cielo; contiene ocre e incluso marrón o violeta. Ella misma dejó ya de ver la nieve blanca el año pasado; casi recuerda el momento en que advirtió los ricos matices de la nieve mientras observaba su jardín.

Ahora, la primera nevada de un nuevo invierno se materializa en un instante ante sus ojos; la lluvia se ha transformado sin avisar. Deja de escribir y limpia su pluma en el secador de franela que tiene al lado del codo, manteniendo la tinta lejos de su manga. Un sutil color cubre ya el jardín marchito; en efecto, no es blanco. ¿Es beis, hoy? ¿Plateado? ¿Incoloro, si semejante cosa es posible? Recoloca bien la hoja, moja la pluma y empieza a escribir otra vez. Le habla a su destinatario del modo en que la nieve fresca se posa en cada rama; del modo en que los arbustos, algunos de ellos verdes todo el año, se apiñan bajo un ingrávido velo que no es blanco; del banco, desnudo un instante bajo la lluvia y que al minuto acumula un delicado y suave cojín. Siente que él la escucha mientras desdobla la carta con sus elegantes y envejecidas manos. Ve sus ojos, llenos de contenido afecto, que absorben sus palabras.

Cuando más tarde llega el correo, hay otra carta de él, una que más tarde se perderá, en que le cuenta algo de sí mismo, o de su propio jardín aún sin cubrir por la nieve; debe de haberla escrito horas antes o anoche, porque vive en el centro de la ciudad. Quizá lamente (con gracioso encanto) lo vacía que está su propia vida: lleva años viudo y no tiene hijos. No los tiene, recuerda en ocasiones, igual que ella. Es lo bastante joven como para ser hija suya, su nieta incluso. Vuelve a doblar su carta con una sonrisa, luego la desdobla y la lee de nuevo.