26

Kate

Durante todo aquel verano Robert durmió intermitentemente, dio clases, pintó a horas sueltas y me excluyó de su vida. Pasado un tiempo dejé de llorar en secreto y empecé a acostumbrarme a ello. Por amor hacia él, hice de tripas corazón y esperé.

En septiembre se reanudó el ritmo del año académico. Me llevaba a Ingrid cuando quedaba con las mujeres de otros profesores para tomar un té y charlar, las oía hablar de sus maridos y yo aportaba datos inocuos y sin importancia para demostrar lo normal que era todo en casa: ese trimestre Robert impartía tres talleres de pintura; a Robert le gustaba el chile; tenía que conseguir esa receta.

Asimismo, secretamente, reuní información para contrastarla. Al parecer, sus maridos se levantaban por las mañanas a la misma hora que ellas, o más temprano, para salir a correr. Una de ellas tenía un marido que cocinaba los miércoles por la noche, ya que ese día tenía menos clases. Cuando oí eso, me pregunté si Robert había sabido alguna vez en qué día vivía. Desde luego jamás había preparado una comida, a menos que abrir latas contara. Una de mis amigas se intercambiaba con su marido el cuidado del niño dos tardes por semana, a fin de poder dedicarse ella un poco de tiempo a sí misma. Yo lo había visto llegar con la lengua fuera justo a la hora exacta para recoger a su hijo de dos años. ¿Cómo sabía qué hora era y dónde tenía que estar? Guardé las distancias y sonreí con las demás ante los pequeños puntos flacos de sus maridos. «¿No recoge su ropa? —quise decir—. Eso no es nada». Y por primera vez me pregunté cómo se las apañaban las profesoras de la facultad; conocía a una que, además, era madre soltera, y de repente me sentí triste y culpable de que el resto de nosotras nos reuniéramos tan ricamente mientras ella daba sus clases. Nunca habíamos hecho nada por incluirla. Nuestras propias vidas transcurrían sin sobresaltos; administrábamos el dinero, pero no nos lo ganábamos. Aunque mi vida no parecía tan tranquila como las de mis amigas, y yo no entendía cómo había podido ser.

Un buen día durante aquel otoño, Robert volvió a casa eufórico y me besó en la coronilla antes de decirme que había aceptado una invitación para dar clases en el norte durante un semestre; pronto, en enero. Era un buen cargo, con un buen sueldo, en el Barnett College, a un paso de Nueva York. En Barnett había un museo de arte famoso y se organizaban conferencias que daban pintores invitados (nombró a algunos de los grandes que le habían precedido). Él tendría que impartir sólo una clase y el resto consistiría fundamentalmente en un retiro artístico. Podría pintar a tiempo completo, o aún mejor.

Me pasé un minuto sin entender a qué se refería Robert, aunque sí comprendí que debía alegrarme por él. Dejé el trapo que tenía en las manos.

—¿Y qué pasa con nosotras? No va a ser fácil trasladar a un bebé que empieza a andar a un lugar nuevo para unos cuantos meses nada más.

Él me miró fijamente como si esto no se le hubiera pasado por la cabeza.

—Supongo que había pensado… —dijo lentamente.

—¿Qué habías pensado? —¿Por qué me enfadaba tanto con él incluso por una expresión de su cara, por fruncir las cejas?

—Bueno, no me han dicho nada de que lleve a la familia. Había pensado en irme solo y pintar un poco.

—Por lo menos podrías haberles preguntado si les importaba que te llevaras a las personas con las que da la casualidad que vives. —Habían empezado a temblarme las manos y las escondí detrás de la espalda.

—No hace falta que te irrites. No tienes ni idea de lo que significa no poder pintar —dijo. Que yo supiera, llevaba semanas pintando.

—Vale, entonces no te pases la vida durmiendo —le sugerí. De hecho, ahora no dormía durante el día. Me estaba volviendo a preocupar realmente que trasnochara, que se quedara en el estudio, que al parecer durmiese tan poco, aunque ahora la imagen de él que tenía grabada en mi mente era la de un cuerpo repanchingado.

—Eres la persona menos comprensiva del mundo. —La nariz y las mejillas de Robert estaban blancas y contraídas. Por lo menos me estaba prestando verdadera atención—. Pues claro que os echaría mucho de menos a ti y a Ingrid. Podrías venirte con ella a mitad del semestre para hacerme una visita. Y estaríamos constantemente en contacto.

—¿Menos comprensiva? —Me volví. Clavé los ojos en la carpintería de la cocina y me pregunté qué clase de marido decidiría marcharse durante un semestre en beneficio de su propia carrera, sin siquiera consultarlo conmigo o preguntarme si yo quería quedarme sola con la niña. ¿Qué clase de marido haría eso? Los armarios de la cocina estaban todos cuidadosamente cerrados. Quizá mirándolos un rato evitaría explotar. Quizá era posible vivir con alguien que estuviera loco sin que uno mismo se volviera loco. Quizá podría convertirme en un genio también, aunque si los genios eran así en las distancias cortas, no estaba segura de querer serlo. Lo cierto era que yo le habría dejado ir sin rechistar si me lo hubiese preguntado, si lo hubiese consultado conmigo. Intenté borrar de mi mente la imagen de la musa morena; ¿por qué sería tan vívida? ¿Por qué querría Robert estar a un paso de distancia de Nueva York? Por mí ya podía irse, dedicarse a pintar, realizarse y terminar su gran serie, si con eso iba a sentirse mejor.

—Podrías habérmelo preguntado —le dije, y mi propia voz sonó como un gruñido, sentí la agresividad hasta los tuétanos, parecía un animal de la jauría que se enfrentaba a otro—. Por mí haz lo que te plazca. Adelante. Te veré en mayo.

—Vete a la mierda —dijo Robert muy despacio, y pensé que nunca lo había visto tan furioso o por lo menos con una furia tan glacial—. Me iré. —Y entonces hizo algo raro: se puso de pie y giró sobre sí mismo lentamente dos o tres de veces, como si quisiera salir de la cocina pero estuviera desorientado y no acertara a encontrar la puerta. En cierto modo, eso me asustó más que todo lo que había pasado ya. De pronto, dio con la salida y no volví a verlo durante dos días. Cada vez que cogía a Ingrid en brazos, me ponía a llorar y tenía que ocultarle mis lágrimas. Cuando Robert regresó, no aludió en ningún momento a nuestra conversación y tampoco le pregunté dónde había estado.

Entonces, una mañana, Robert apareció en la cocina mientras yo preparaba el desayuno (para mí y para Ingrid, claro está). Tenía el pelo húmedo y limpio y olía a champú. Puso varios tenedores en la mesa. Al día siguiente volvió a levantarse a tiempo para desayunar. Al tercer día me dio un beso de buenos días, y cuando fui a la habitación a buscar algo, vi que había hecho nuestra cama; de cualquier manera, pero la había hecho. Estábamos en octubre, mi mes favorito, cuando los árboles eran dorados y perdían las hojas, que se llevaba el viento. Parecía que lo habíamos recuperado; no sabía cómo ni por qué, pero mi felicidad aumentó gradualmente y acabé siendo demasiado feliz para preguntar. Aquella semana, por primera vez en más tiempo del que yo alcanzaba a recordar, se acostó temprano o, mejor dicho, al mismo tiempo que yo, e hicimos el amor. Me parecía increíble que su cuerpo no hubiese cambiado después de haber tenido una hija. Seguía siendo tan hermoso como siempre: robusto, cálido, firme, su pelo alborotado sobre la almohada. Me sentí avergonzada al dejar mis afeadas carnes al descubierto y así se lo susurré a Robert, y él silenció mis dudas con su pasión.

Durante las semanas que siguieron a ésta, Robert empezó a pintar después de clase en lugar de trabajar por las noches, y a bajar a comer cuando yo le avisaba. Algunas veces pintaba en su estudio del campus, especialmente los lienzos de mayor tamaño, e Ingrid y yo bajábamos paseando con el cochecito para recogerlo antes de cenar. Ése momento era maravilloso, cuando él recogía sus pinceles y caminaba hasta casa con nosotras. Me sentía feliz cuando pasábamos por delante de amigos y ellos nos veían a los tres juntos, una familia que volvía a casa unida para cenar lo que yo ya había dejado caliente y tapado con platos de porcelana de segunda mano. Tras la cena, Robert pintaba en la buhardilla, pero no hasta muy tarde, y en ocasiones venía a la cama y leía mientras yo dormitaba con la cabeza apoyada en su hombro.

Tanto en el estudio como en su buhardilla (lo comprobaba en ocasiones cuando él no estaba) Robert trabajaba en una serie de bodegones maravillosamente pintados y que solían tener algún elemento cómico en ellos, algo que desentonaba. El extraño y siniestro retrato y el cuadro grande de la mujer morena que sostenía a su amiga muerta estaban apoyados del revés en la pared de la buhardilla y yo tuve la cautela de no preguntarle por ellos. Los vestidos y miembros del cuerpo de la mujer seguían alegrando el techo de la buhardilla. Los libros que había junto a su sofá eran otra vez catálogos de exposiciones o alguna biografía suelta, pero de los impresionistas o de París no había nada. En ocasiones pensaba que, significara lo que significara, su caótica obsesión había sido un sueño, que me la había inventado yo. Tan sólo la buhardilla excesivamente colorida me recordaba la realidad de aquella pasada obsesión. Siempre que volvía a dudar, evitaba subir allí arriba.

Una mañana, cuando Ingrid ya gateaba, Robert no se levantó hasta las doce del mediodía y aquella noche lo oí paseando de un lado al otro de la buhardilla mientras pintaba. Estuvo dos noches seguidas pintando sin dormir y luego cogió el coche, desapareció durante un día y una noche y regresó justo después del desayuno. En su ausencia yo tampoco dormí mucho, y con lágrimas en los ojos pensé varias veces en llamar a la policía, pero la nota que Robert había dejado evitó que lo hiciera. «Querida Kate —rezaba la nota—: No te preocupes por mí. Es sólo que necesito dormir al raso. No hace demasiado frío. Me llevo mi caballete. Creo que, de lo contrario, me volveré loco».

Era cierto que había estado haciendo un tiempo benigno, una de aquellas contadas ocasiones en que al final del otoño las montañas Blue Ridge nos regalaban un calor moderado. Vino a casa con un paisaje nuevo, un exquisito atardecer en las montañas justo al pie de las cuales se extendían unos prados. Caminando sobre la verde hierba había una figura, una mujer con un largo vestido blanco. Conocía tan bien su silueta que casi podía sentir con mis propias manos la línea de su cintura, la caída de su falda, la curva de sus senos por debajo de unos preciosos y anchos hombros. Se estaba dando la vuelta, de modo que se le veía el rostro, pero se encontraba demasiado lejos para percibir cualquier otra expresión más allá de un atisbo de sus oscuros ojos. Robert durmió hasta el crepúsculo, saltándose la clase de pintura que tenía por la mañana y una reunión de profesores por la tarde, y al día siguiente telefoneé al médico del centro de salud del campus.