Marlow
Me imaginé el jardín de Béatrice. Seguramente era pequeño y rectangular; el libro que encontré de cuadros de París de fines del siglo XIX no incluía ninguno de Clerval, pero había una escena íntima hecha por Berthe Morisot en la que aparecían su marido y su hija en un banco sombreado. El texto explicaba que Morisot y su familia vivían en Passy, un barrio nuevo y distinguido. Visualicé el jardín de Béatrice hacia el final del otoño, con las hojas ya marrones y amarillas, algunas adheridas a los adoquines del sendero por la lluvia torrencial; la hiedra del muro del fondo, de color burdeos —«vigne vierge», rezaba la leyenda que había junto a un cuadro de un muro similar: parra virgen—. Habría unas cuantas rosas (ahora unos tallos marrones desnudos con escaramujos colorados) rodeando un reloj de sol. Al repasarlo todo descarté el reloj de sol en mi mente; en su lugar, me centré en los arriates empapados de agua, los cadáveres de los crisantemos o alguna otra flor de gran tamaño mustia por la lluvia, y en el pequeño arreglo formal de arbustos con el banco en el centro.
La mujer que contemplaría todo este mundo, sentada frente a su escritorio, tendría unos 26 años, una edad que en aquella época ya se considera madura, estaría casada desde hacía cinco pero sin hijos; su ausencia sería una angustia secreta, a juzgar por su amor hacia sus sobrinas. La visualicé frente al escritorio pintado por su madre, la falda de su vestido con vuelo y de color gris claro (¿no llevaban las damas diferentes vestidos para la mañana y la tarde?) cayendo en cascada por la silla, la puntilla de su cuello y muñecas, una cinta plateada recogiendo en un moño sus tupidos cabellos. Por su parte, ella sería cualquier cosa menos gris, con las facciones del rostro pronunciadas y luminosas incluso con una pálida luz, su pelo oscuro pero también brillante, sus labios bermellón, sus ojos melancólicamente dirigidos al folio que, en esta mañana lluviosa, era ya su mejor compañía.