24

Kate

Cuando Robert vino a casa, no le comenté lo de la buhardilla. Estaba cansado tras las clases de la jornada y nos sentamos en silencio a tomar la sopa de lentejas que yo había cocinado, mientras Ingrid escupía felizmente sobre su pecho un puré de manzana y zanahorias. Le di de comer, limpiándole la boca una y otra vez con una toallita húmeda, y procuré reunir el valor para preguntarle a Robert algo acerca de su pintura, pero no pude. Estaba sentado con la cabeza apoyada en una mano, unas marcadas ojeras, y percibí en él un cambio sutil, aunque ignoraba qué era o en qué modo se diferenciaba de lo anterior. De vez en cuando dirigía la mirada por encima de mi cabeza hacia la puerta de la cocina, sus ojos parpadeando frenéticamente como si estuviese esperando a alguien que no acababa de llegar nunca. Volví a sentir ese estremecimiento de confusión, de aprensión, y decidí no seguir su mirada.

Después de cenar él se fue a la cama y durmió durante catorce horas seguidas. Yo recogí la cocina, acosté a Ingrid, me acosté con ella por la noche, me levanté con ella por la mañana. Se me ocurrió proponerle a Robert que saliéramos a pasear, pero cuando volví de mi paseo hasta la oficina de correos del campus ya se había ido, la cama estaba por hacer y había un bol de cereales sin terminar encima de la mesa. Subí a la transformada buhardilla para cerciorarme, y de nuevo vi de refilón a la caleidoscópica mujer, pero no a Robert.

Al tercer día ya no pude soportarlo más, y me aseguré de que Ingrid estuviese durmiendo la siesta cuando Robert llegara a casa. La niña dormiría demasiado rato y luego aguantaría despierta hasta demasiado tarde, pero era el precio a pagar a cambio de intentar volver a poner las cosas en su sitio. Cuando Robert entró, yo le tenía un té preparado y él se sentó a la mesa. Tenía cara de cansancio, grisácea, un lado de la misma le caía un poco, como si estuviese a punto de dormir, de llorar o de tener un derrame cerebral. Yo sabía que debía de estar cansado y me asombró mi egoísmo por querer provocar una bronca. Naturalmente, en parte lo hacía por su propio bien; algo iba muy mal y yo tenía que ayudarle.

Dejé nuestras tazas en la mesa y me senté con la mayor serenidad posible.

—Robert —empecé—, sé que estás cansado, pero ¿podemos hablar un momento?

Él me lanzó una mirada por encima de su té. Tenía una parte del pelo de punta y la expresión huraña. Me di cuenta entonces de que no se había duchado; parecía grasiento además de cansado. Tendría que reprocharle que trabajara en exceso, ya fuese dando clases, ya pintando las paredes de la buhardilla. Sencillamente, estaba forzando demasiado la máquina. Dejó su taza.

—¿Qué he hecho ahora?

—Nada —respondí, pero ya se me estaba formando un nudo en la garganta—. Nada en absoluto. Es sólo que estoy preocupada por ti.

—Pues no te preocupes —replicó—. ¿Por qué deberías preocuparte?

—Estás agotado —contesté, sobreponiéndome al nudo de mi garganta—. Estás trabajando tanto que pareces agotado, y a duras penas te vemos.

—Eso es lo que querías, ¿no? —gruñó él—. Querías que tuviera un buen empleo y que te mantuviese.

Se me empezaron a llenar los ojos de lágrimas pese a mis mejores esfuerzos por mantener la compostura.

—Quiero que seas feliz, y veo lo cansado que estás. Te pasas todo el día durmiendo y toda la noche pintando.

—¿Cuándo pretendes que pinte si no es por la noche? De todas formas, por las noches también suelo estar somnoliento. —Se pasó la mano airadamente por la parte frontal del pelo—. ¿Crees de verdad que avanzo algo?

De repente, la visión de su grasiento y alborotado cabello me enfureció a mí también; a fin de cuentas, yo trabajaba tanto como él. Nunca dormía más de unas pocas horas seguidas, hacía todas las tediosas labores de la casa, no tenía ocasión para pintar a no ser que durmiera aún menos horas, y eso no iba a hacerlo, con lo cual no pintaba. Le ponía las cosas fáciles para que él hiciera lo que materialmente pudiera. No tenía que fregar los platos, ni limpiar el lavabo ni hacer la comida; yo le había liberado de eso. Y aun así conseguía lavarme el pelo de vez en cuando, convencida de que él notaría la diferencia.

—Hay algo más —dije con más sequedad de la pretendida—. He subido a la buhardilla. ¿Qué es todo aquello?

Robert se reclinó y clavó los ojos en mí, luego se quedó inmóvil y enderezó sus fuertes hombros. Por primera vez en los años que llevábamos juntos, sentí miedo; no miedo de su brillantez o su talento, o de su habilidad para herir mis sentimientos, sino simplemente miedo, un miedo sutil y animal.

—¿La buhardilla? —dijo él.

—Has estado pintando mucho allí arriba —probé con más cautela—. Pero no en tus lienzos.

Robert permaneció unos instantes callado y luego extendió una mano sobre la mesa.

—¿Y?

Yo había querido preguntarle ante todo por la mujer en sí, pero dije en cambio:

—Es sólo que creía que estabas preparando tu exposición.

—Lo estoy.

—Pero sólo has pintado un lienzo y medio —señalé. No era esto lo que yo había querido discutir. Me estaba empezando a temblar la voz de nuevo.

—¿Así que ahora también espías mi trabajo? Ya puestos, ¿quieres decirme lo que tengo que pintar? —Se irguió súbitamente en la pequeña silla de la cocina, inundando la estancia con su presencia.

—No, no —dije yo, y la crueldad de sus palabras y mi propia traición a mí misma hicieron que las lágrimas cayeran por mis mejillas—. No quiero decirte lo que tienes que pintar. Sé que tienes que pintar lo que necesites pintar. Es sólo que estoy preocupada por ti. Te echo de menos. Me asusta verte tan agotado.

—Bien, pues ahórrate la preocupación —me dijo—. Y no interfieras en mi espacio. No necesito que nadie me espíe, es lo que me faltaba. —Tomó un sorbo de té y, acto seguido, dejó la taza como si el sabor le asqueara y salió de la cocina.

En cierto modo, su negativa a quedarse a hablar fue lo que más me dolió. La sensación de estar viviendo una pesadilla me sacudió como una ola implacable. Me recuperé del vapuleo y me sorprendí a mí misma levantándome de un brinco y corriendo tras él.

—¡Robert, espera! ¡No te vayas así! —Le di alcance en el recibidor y le agarré del brazo.

Él se soltó.

—Aléjate de mí.

Mi autocontrol se fue al traste.

—¿Quién es ella? —gemí.

—¿Quién es quién? —preguntó él, y entonces su frente se ensombreció y fue a recluirse a nuestra habitación. Yo me quedé observando desde la puerta. Las lágrimas me resbalaban por la cara, la nariz me goteaba, mis humillantes sollozos eran audibles, mientras él se echaba en la cama que yo había hecho aquella mañana y se tapaba con la colcha. Cerró los ojos.

—Déjame en paz —dijo sin volverlos a abrir—. ¡Déjame en paz!

Vi, horrorizada, como se quedaba dormido estando yo ahí de pie. Seguí en la puerta, ahogando el llanto y observando como su respiración se hacía más lenta, y luego se volvía suave y regular. Dormía plácidamente, y en el piso de arriba Ingrid se despertó llorando.