Kate
Ingrid nació un 22 de febrero en la maternidad de Greenhill. Nada podrá ensombrecer jamás el momento en que comprendí que mi hija estaba sana y salva (de hecho, era maravillosa) ni el instante posterior en que descubrí su mano atenazando mi dedo. Además, el parto infernal no había acabado conmigo. Robert también la tocaba con la yema del dedo, que era casi tan grande como la nariz de Ingrid. Yo acabé llorando, y cuando miré a Robert me sentí tan rebosante de amor por él que tuve que apartar los ojos de su cara, que refulgía como un anillo dorado. Hasta entonces no había entendido lo que significa estar enamorada; me veía incapaz de decidir a cuál de estas dos personas, la diminuta o la altísima, amaba más. ¿Por qué no había reparado nunca en la divinidad de Robert, reproducida ahora en la diminuta cabeza que yacía sobre mi piel, en los ojos de color avellana que miraban con semejante incredulidad?
Le pusimos Ingrid por mi abuela de Filadelfia, fallecida tiempo atrás. Ingrid dormía razonablemente bien, y así continuó después de aquella primera noche. Robert e Ingrid dormían, y yo me quedaba tumbada observándolos o leyendo, o paseaba por la casa, o limpiaba el cuarto de baño o dormía con ellos. Robert parecía demasiado cansado para pintar hasta tarde; por las noches el bebé nos despertaba tres veces, lo cual no era nada raro, le aseguré yo, mientras que a Robert le parecía agotador. Le propuse que le diera el pecho él, y se rió somnoliento y me dijo que lo haría si pudiera, pero que creía que su leche no estaría buena aunque la tuviese:
—Demasiadas toxinas, con tanta pintura —alegó.
Sentí una punzada de irritación que podrían haber sido celos; ¿lo había dicho como jactándose de ello? En mi sangre no había pintura, únicamente alimentos saludables y las vitaminas posparto que seguía pensando que no podíamos permitirnos, pero que no quería negarle al bebé. Aquel sentimiento de amor que había experimentado en la sala de partos, casi de adoración hacia Robert, se había ido diluyendo día tras día, apagándose junto con el malestar que sentía en el estómago y los músculos de las piernas; y yo había asistido a su desaparición, consciente de la pérdida. Era como la traca final de un enamoramiento de la adolescencia, pero mucho más triste, y me dejó un vacío porque ahora sabía lo que había sido capaz de sentir, no a los quince años sino pasados los treinta, y se había esfumado del todo. Pero veía a Robert cogiendo al bebé en brazos, ahora ya con bastante habilidad, mientras comía con su otra mano, y los amaba a ambos; Ingrid apenas empezaba a girar la cabeza para levantar la vista hacia él, y sus ojos destilaban el mismo asombro que yo siempre había sentido ante ese hombre monumental de rostro anguloso y pelo rizado y tupido.
A Robert no le pedía que hiciera gran cosa en casa. Estaba dando clases durante la primera ronda de cursos de verano para ganar un poco de dinero extra, y yo se lo agradecía. Al cabo de un tiempo empezó otra vez a pintar hasta tarde en la buhardilla, y en ocasiones se quedaba a pasar la noche en el estudio de la facultad. Por lo visto ya no dormía durante el día, por lo menos no que yo supiera, pese a las horas que Ingrid nos mantenía despiertos por las noches. Me enseñó uno o dos lienzos pequeños, bodegones con ramas y piedras que había estado componiendo para los alumnos y probando él mismo, y yo sonreí y me abstuve de comentar que a mí me parecía que estaban muertos. Me recordaron el término sinónimo: naturaleza muerta. Unos cuantos años antes quizás habríamos debatido sobre los bodegones y yo lo habría aguijoneado, habría discutido con él porque le gustaba esa clase de atención, le habría dicho que sólo faltaba un faisán tieso para completar el lienzo. Ahora veía nuestro pan y nuestra mantequilla en los bodegones en lugar de simplemente la madera y las piedras, y me mordía la lengua. Ingrid necesitaba comida, preferiblemente zanahorias y espinacas orgánicas, y en el futuro quizá quisiera estudiar arte en un sitio exclusivo como Barnard College, y a mis dos únicos pijamas se les habían agujereado las rodillas la semana antes.
Una mañana de junio, después de que Robert se marchase a sus clases, decidí ir al pueblo para unos cuantos recados innecesarios, más que nada para variar, en vez de mis rutinarios paseos con el cochecito alrededor del campus. Preparé a Ingrid y la dejé jugando en su cuna unos minutos mientras yo cogía el jersey, las llaves del coche y el bolso. Mis llaves no estaban colgadas en el gancho que había junto a la puerta trasera y supe al instante que Robert debía de haberlas cogido mientras yo acababa de desayunar. De vez en cuando, si veía que llegaba muy tarde, se iba en coche a la universidad, y era raro que supiera dónde estaban sus propias llaves. Sentí que ardía de indignación.
Como último recurso, subí la escalera de la buhardilla para ver si las llaves de Robert estaban quizás en el montón de objetos personales de su mesa, que a menudo era un bodegón de papeles arrugados, bolígrafos, servilletas de cafetería, tarjetas telefónicas e incluso dinero. Tan abstraída estaba buscando que al principio no comprendí lo que tenía ante mis ojos; estaba aún mirando hacia la mesa desordenada, con la esperanza de encontrar mis llaves y poder salir, cuando en la tenue penumbra reparé en el espectáculo. Entonces tiré de la cadenita de la luz, lentamente. Caí en la cuenta de que hacía un par de meses que no subía, quizás incluso los cuatro meses que habían pasado desde el nacimiento de Ingrid. Como ya he mencionado, era una casa antigua, rústica. La parte interna del tejado estaba sin terminar, las vigas y tablillas del tejado quedaban a la vista; la extensión de la buhardilla se correspondía con el ancho de la casa y los días calurosos, que afortunadamente eran pocos en la montaña, aquello parecía un infierno. Miré con desesperación hacia la mesa donde yacía el montón de cachivaches con los que estaba familiarizada, luego miré de nuevo en derredor.
No sabría realmente describir mi primera impresión, sólo diré que no pude contener un chillido, porque vi ante mí a la misma mujer por doquier, distintas versiones y partes de su cuerpo que cubrían todas las superficies de la buhardilla; estaba diseccionada, cortada en pedazos, aunque sin sangre. Su rostro lo conocía ya, y lo vi cientos de veces repartido por la habitación, sonriente, serio, pintado en diferentes tamaños y diferentes estados de ánimo. A veces aparecía con el pelo recogido en lo alto de la cabeza, otras con una cinta roja atada al pelo, o un sombrero o gorro oscuros, o un vestido escotado, o el pelo suelto y los senos desnudos, lo cual me dejó aún más atónita. A veces era un dibujo de una sola mano con pequeños anillos de oro en ella, o de un zapato de época abotonado hasta arriba o incluso un simple estudio de un único dedo, un pie desnudo o, para mi horror, los pliegues de un pezón meticulosamente delineados, una curva de la espalda o el hombro o una nalga desnuda, una sombra de vello oscura entre los muslos abiertos; y también (más sorprendente todavía por el contraste) un guante perfectamente abrochado, el sombrío cuerpo negro de un vestido, una mano que sostenía un abanico o un ramillete de flores, un cuerpo envuelto en una capa, misterioso, y después de nuevo de su rostro, ladeado en una posición de tres cuartos, de frente, con los ojos oscuros, afligidos.
La madera sobre la que Robert había pintado estaba pulida con lija (la buhardilla no estaba terminada del todo, pero tampoco estaba a medio hacer), con lo que había podido incluir sutiles detalles. Había cubierto el fondo de este collage con un suave azul grisáceo y había pintado cenefas de flores primaverales, de un realismo menos descarnado que el conjunto de imágenes esparcidas de aquella mujer, pero flores deliciosamente reconocibles (rosas, flores de manzano, glicinas) que, de hecho, eran las que teníamos en los jardines de la universidad y que tanto nos gustaban a Robert y a mí. Las vigas estaban adornadas con largas cintas rojas y azules enrolladas, un trampantojo que me recordó los papeles pintados de las casas victorianas.
Las dos paredes más bajas se habían consagrado a los paisajes, pintados con la suficiente libertad como para que constituyesen un homenaje al Impresionismo, en cada uno de los cuales aparecía la misma dama. Uno mostraba una playa con abruptos acantilados que se erguían en el lado izquierdo. La dama estaba sola, a lo lejos, contemplando el mar. Llevaba una sombrilla apoyada en el hombro y un sombrero azul cubierto de flores en la cabeza, y aun así tenía que ponerse la mano sobre los ojos formando visera porque el reflejo del sol en el agua era deslumbrante. El otro paisaje era un prado salpicado de manchas de color que debían de ser flores de verano, y ella estaba medio recostada encima de la alta hierba leyendo un libro, con la sombrilla levantada sobre ella, mientras que el resplandor de su vestido rosa estampado se reflejaba en su bello rostro. Esta vez, para mi sorpresa, había una criatura a su lado, que parecía una niña de tres o cuatro años, que cogía flores, y me pregunté al punto si esta variación la había inspirado la presencia de Ingrid en nuestras vidas. Se me enterneció ligeramente el corazón.
Me senté en la chirriante silla del escritorio de Robert. De pronto me di cuenta —sobre todo al contemplar a la niña pequeña en el prado, con su vestido y su sombrero y su nube de oscuro pelo rizado— de que no debía dejar a Ingrid abajo despierta y sola en su cuna mucho más tiempo. Todavía quedaba una esquina del techo abuhardillado que Robert no había pintado aún. El resto estaba lleno, repleto, rebosante de color y belleza, desbordante con la presencia de esa mujer. En los lienzos parcialmente acabados que había en los caballetes de Robert también aparecía ella: en uno estaba sentada, envuelta en una tela oscura que él había pintado tan sólo a medias (una capa, un chal), su rostro sombreado, sus ojos llenos de… ¿qué? ¿Amor? ¿Temor? Me estaba mirando con fijeza y yo desvié la vista. El otro lienzo era aún más aterrador. Mostraba su cara junto a otra, la de una mujer muerta que descansaba inerte contra su hombro. La mujer muerta tenía el pelo canoso, un disfraz de estudio similar a los otros y una herida roja en mitad de la frente: un orificio oscuro, profundo, pequeño, en cierto modo más dantesco de lo que podría haber sido cualquier herida ensangrentada. Ésa fue la primera vez que vi aquella imagen.
Permanecí sentada durante otro largo minuto. La buhardilla pintada, los lienzos… Sabía que eran las mejores obras salidas del pincel de Robert con las que me había encontrado jamás. Era sobresaliente, precisa, pero el efecto era también de una pasión desbordante, un intento de contención. Le habría llevado días, noches, semanas, probablemente meses realizarla. Pensé en las bolsas moradas debajo de los ojos de Robert, el modo en que la piel de sus mejillas y frente estaba empezando a arrugarse por el sobreesfuerzo. Me había comentado en un par de ocasiones lo inspirado que estaba, que únicamente quería pintar y seguir pintando, y no parecía necesitar dormir estos días, y a mí me daba envidia: después de amamantar a Ingrid por la noche tenía la sensación de que me pasaba el día medio dormida. No podíamos vender la buhardilla con aquella abrumadora decoración, aunque Robert podría quizás exponer los dos cuadros. De hecho, recé para que nadie más viera nunca ese sobrecogedor espectáculo. ¿Cómo podríamos explicarlo en la universidad? No, algún día Robert tendría que cubrirlo todo de pintura, desde luego antes de irnos de la casa. La idea de eliminar toda esa obra espléndida, soberbia, me dio dolor de estómago. Nadie sería capaz de entenderla.
Lo peor de todo era que, fuese quien fuese ella, no era yo. Y por lo visto tenía una hija de cabellos oscuros y rizados como los de Ingrid. ¿El pelo de Robert? Era inconcebible, una idea absurda. Estaba más exhausta de lo que me había imaginado; al fin y al cabo, la mujer tenía los cabellos oscuros y rizados, parecidos a los del propio Robert. Se me ocurrió una posibilidad aún peor: en cierto modo, quizá Robert deseara ser esa mujer; quizá fuera un retrato de sí mismo encarnado en la mujer que quería ser. ¿Qué sabía yo de mi marido, en realidad? Pero Robert era y siempre había sido tan profundamente masculino que no pude dar crédito a esta hipótesis durante más de un segundo. No sabía qué me asustaba más: el implacable trabajo que llenaba prácticamente cada centímetro cuadrado de todo aquel espacio circundante o el hecho de que Robert nunca me hubiese hablado de la mujer que dominaba sus días.
Me levanté y me apresuré a inspeccionar la habitación. Me temblaban las manos mientras sacudía las mantas del sofá donde, al parecer, Robert ya no dormía mucho. ¿Qué esperaba encontrar allí? No había ninguna otra mujer que se acostara con él, por lo menos en casa. De las mantas no cayó ninguna carta de amor; nada, salvo el reloj de Robert, que él había estado buscando. Registré el montón de cosas que tenía encima de la mesa, entre los papeles (algunos de ellos, bocetos de los retratos y cenefas que me rodeaban). Di con sus llaves, en el llavero de monedas de latón que le había regalado yo varios años antes. Me las metí en el bolsillo de los pantalones vaqueros.
Junto al sofá había varias pilas de libros de la biblioteca en precario equilibrio, en su mayoría, libros de arte de gran formato. Robert estaba siempre trayendo libros y fotografías a casa, así que esto, por lo menos, no fue una sorpresa. Pero ahora había muchísimos y casi todos ellos versaban sobre el Impresionismo francés, algo que yo ignoraba que él encontrase tan fascinante, al margen de su obsesión por Degas cuando estábamos viviendo en Nueva York. Había libros sobre los grandes artistas del movimiento y sus predecesores: Manet, Boudin, Courbet y Corot. Algunos procedían de universidades lejanas. También había libros sobre la historia de París, libros sobre la costa de Normandía, libros sobre los jardines de Monet en Giverny, sobre la indumentaria femenina del siglo XIX, sobre la Comuna de París, sobre el emperador Luis Napoleón, la renovación de París por el barón Haussmann, la Ópera de París, los castillos franceses y la caza, los abanicos y ramilletes de señora a lo largo de la historia de la pintura. ¿Por qué Robert nunca había hablado conmigo de esos temas, si le interesaban? ¿Cuándo se habían colado todos esos libros en nuestra casa? ¿Los había leído todos simplemente para decorar una buhardilla? Robert no era historiador; que yo supiera, leía catálogos de arte y de vez en cuando alguna novela negra.
Me quedé sentada con una biografía de Mary Cassatt en las manos. Todo esto sería seguramente para su exposición, para inspirarse de cara a algún proyecto que había olvidado explicarme. Volcada como estaba en el bebé, ¿había olvidado preguntarle? ¿O estaba este proyecto tan entrelazado con sus sentimientos hacia la modelo a la que nunca había mencionado que no era capaz de hablar conmigo del mismo? Volví a recorrer la buhardilla con la mirada, al cúmulo de imágenes, fragmentos de un espejo que reflejaba a una asombrosa mujer. Robert la había vestido meticulosamente a la moda descrita en esos libros: zapatos, guantes, ropa interior blanca y fruncida. Pero era evidente que ella era una persona de carne y hueso para él, una parte viva de su existencia. Oí el llanto de Ingrid y caí en la cuenta de que tan sólo habían transcurrido unos minutos desde que había subido la escalera de la buhardilla, un breve tránsito hacia una pesadilla.
Ingrid y yo fuimos en coche a la ciudad, y empujé su cochecito por entre jubilados, turistas y gente que había hecho una pausa para comer. En la librería me fijé en un cuento infantil, Donde viven los monstruos, que disfrutaría leyéndole a Ingrid en voz alta; cada vez que veía aquella cubierta, volvía a sentirme como una niña. Le eché el ojo a una biografía de Van Gogh que estaba en los expositores. Había llegado el momento de seguir con mi formación, y no sabía nada de Van Gogh, salvo las anécdotas que todo el mundo conoce. Me compré un vestido de verano en una de las boutiques. Por lo menos estaba de oferta, tenía violetas estampadas en el algodón de color crema, era clásico, distinto a mis acostumbrados vaqueros y camisetas de colores lisos. Pensé en pedirle a Robert que me pintara en nuestro porche o en el césped que había detrás de las casas del profesorado, y luego tuve que hacer esfuerzos para no acordarme de la niña de cabellos oscuros de la pared de su buhardilla.
—¿Alguna cosa más? —me preguntó la dependienta, envolviendo un par de varillas de incienso de regalo para ponerlas en la bolsa.
—No, no, gracias. No necesito nada más. —Enderecé a Ingrid en su cochecito, porque inclinarme hacia delante me ayudaba a controlar el escozor de mis ojos.
22 de diciembre de 1877
Mon cher oncle et ami:
Gracias por su adorable carta, que apenas merezco, pero que guardaré como un tesoro para aquellas ocasiones en las que necesite aliento en mis modestos progresos artísticos. El día ha amanecido gris, y he pensado que quizá pasaría un poco más deprisa si le escribía. Le esperamos, naturalmente, estas Navidades, con la mayor ilusión, sea cuando sea el día o la hora en que decida usted venir. En esas fechas, Yves confía que podrá quedarse también varios días, aunque no hay certeza alguna de le vayan a conceder unas vacaciones más largas, porque tendrá que regresar al sur a principios de año para ultimar su trabajo. Creo que las celebraciones serán más bien sobrias, porque papá se ha vuelto a acatarrar; nada alarmante, se lo aseguro, pero se cansa con facilidad y los ojos le duelen más que de costumbre. Ahora mismo acabo de ayudarle a echarse en su cuarto de estar y le he aplicado compresas calientes. La última vez que me he asomado a verlo el fuego crepitaba agradablemente y él se había quedado dormido. Yo misma estoy un tanto cansada hoy y no puedo centrarme en nada, salvo en escribir cartas, pero ayer pude pintar muy bien porque he encontrado a una nueva modelo, Esmé, otra de mis doncellas; en cierta ocasión, cuando le pregunté si conocía ese pueblo que a usted tanto le gusta, Louveciennes, Esmé me dijo tímidamente que su pueblo, Grémière, está justo al lado. Yves dice que no debería atormentar a los criados haciéndolos posar para mí, pero ¿en qué otro sitio podría dar con una modelo tan paciente? Hoy, sin embargo, ha salido a hacer unos recados y tengo que estar pendiente de papá mientras me siento a escribirle.
Usted, que ha visto mi estudio, sabe que contiene no solamente un caballete y una mesa de trabajo, sino también este escritorio que tengo desde la infancia; perteneció a mi madre, que fue quien decoró sus paneles. Siempre escribo las cartas aquí, mientras miro por la ventana. Estoy segura de que puede imaginarse lo encharcado que está el jardín esta mañana; me cuesta creer que sea el mismo pequeño paraíso donde el pasado verano pinté varias escenas. Pero incluso ahora es hermoso, aunque parezca inhóspito. Imagínese este jardín, mi consuelo invernal, mon ami; imagíneselo usted por mí, se lo ruego.
Con afecto,
Béatrice de Clerval