18

Marlow

Tras la comida, que en general transcurrió en silencio (pero un silencio agradable, pensé), Kate me anunció que en breve tendría que irse a trabajar, y yo capté la indirecta y me marché, aunque solamente después de haber acordado que volveríamos a vernos a la mañana siguiente. Cerró la gran puerta principal a mis espaldas, pero cuando me giré desde el camino de entrada, ella seguía mirándome fijamente a través del cristal. Me sonrió y acto seguido agachó la cabeza como si lamentara haber sonreído, se despidió una vez con la mano y desapareció antes de que yo pudiera siquiera devolverle el saludo. El camino enladrillado brillaba por la lluvia, y regresé hacia el acceso de gravilla eligiendo con sumo cuidado dónde pisaba. Al subirme al coche me palpé el bolsillo del pecho para comprobar que la arrugada hoja de papel seguía ahí.

Desconocía el motivo, pero hacía tiempo que no me había sentido tan triste. Cuando mis pacientes me veían o cuando yo los veía a ellos, estaban rodeados por el entorno uniforme de mi despacho o las habitaciones intencionadamente alegres de Goldengrove. Ahora había hablado con una mujer que estaba sola, sola y quizá lo bastante desesperada como para tener todo el derecho del mundo a acudir a mi consulta en calidad de paciente, pero, en cambio, la había visto rodeada de su propia vida: del descomunal acebo próximo a la puerta principal, de los arriates con sus tulipanes en flor, de los muebles que su abuela le había dejado, del olor a salmón y eneldo de su cocina, de los restos de la vida de su marido como inequívoco trasfondo. Aun así, había sido capaz de sonreírme.

Regresé en mi coche por las calles primaverales de su vecindario, entre las zonas arboladas y las curiosas casas que vislumbré, recorriendo como a tientas el trayecto por el que había venido. Me imaginé a Kate poniéndose una chaqueta de lona, descolgando de un gancho las llaves de su coche y cerrando la puerta con llave al salir. Pensé en el aspecto que tendría al inclinarse sobre las camas de sus hijos para darles un beso de buenas noches, en su ágil cintura bajo su ropa azul. Los dos niños debían de ser rubios, como ella, o uno tendría el pelo claro y el otro la cabeza coronada con los tupidos bucles morenos de Robert; pero al pensar esto mi mente rebobinó. Seguramente Kate los besaba cada vez que volvía a verlos, incluso tras una breve ausencia. Estaba seguro. Me pregunté cómo podía Robert soportar estar separado de estas tres exquisitas criaturas que él mismo había creado. Pero ¿qué iba yo a saber? De hecho, quizá no pudiese soportarlo. O quizás hubiese olvidado lo maravillosas que llegaban a ser. Yo nunca había tenido esposa, ni un hijo ni dos, ni una casa antigua y grande con un salón luminoso. Vi mi propia mano al coger los platos de manos de Kate; unas manos que no llevaban anillos, sólo una delgada pulsera de oro en una muñeca. ¿Qué iba yo a saber?

En casa de los Hadley abrí de nuevo todas las ventanas, luego puse el fragmento de carta del despacho de Robert encima del buró, me tumbé en la fea cama individual y dormité. De hecho, en un momento dado me dormí durante varios minutos. En el centro de mi sueño estaba Robert Oliver, hablándome de su vida y su mujer, pero yo no podía oír una sola palabra y no paraba de pedirle que hablase con más claridad. Había algo más enterrado en ese sueño, un recuerdo: Étretat, el nombre de una ciudad costera de Francia (¿dónde estaba exactamente?), escenario de los famosos cuadros de acantilados que pintó Monet, con sus arcos icónicos, las aguas azules y verdes, las rocas verdes y moradas.

Finalmente, me levanté, cansado, y me puse una camisa vieja. Cogí el libro que estaba leyendo, una biografía de Newton, y bajé en coche a la ciudad para cenar algo. Encontré diversos restaurantes estupendos; en uno de ellos, que tenía diminutas luces blancas en todas las ventanas como si fuese Navidad, me tomé un plato de tortitas de patata con distintas guarniciones. La mujer que estaba sentada junto a la barra me sonrió y cruzó de nuevo sus preciosas piernas, y el hombre que minutos después se reunió con ella parecía un ejecutivo neoyorquino. Era una ciudad pequeña y extraña, pensé, que me gustó más aún a medida que el pinot noir iba haciéndome efecto.

Mientras deambulaba por las calles después de cenar, me pregunté si quizá me tropezaría con Kate, y de ser así qué le diría yo, cómo reaccionaría ella si nos encontráramos de sopetón tras la conversación de esta mañana; luego recordé que seguramente estaría en casa con sus hijos. Me vi a mí mismo conduciendo de nuevo hasta su vecindario para espiarla a través de los enormes ventanales. Estarían suavemente iluminados, mientras que los arbustos que rodeaban la casa ya estarían a oscuras y el tejado parecería flotar encima. En el interior, un estuche de piedras preciosas: Kate jugando con dos niños encantadores, su pelo resplandeciente bajo la lámpara. O la vería junto a la ventana de la cocina donde me había preparado el salmón; estaría lavando los platos después de haber acostado a los niños, deleitándose en el silencio. Me imaginé rápidamente una cosa detrás de otra: que Kate me oía entre los arbustos, que llamaba a la policía local, las esposas, las infructuosas explicaciones, su enfado, mi bochorno…

Me detuve para tranquilizarme un instante ante el escaparate de una tienda de moda llena de cestas y lo que me figuré que eran chales tejidos a mano. Ahí plantado, empecé a añorar mi casa; al fin y al cabo, ¿qué diablos hacía yo aquí? Me sentía solo en esta hermosa ciudad, aunque en casa estaba acostumbrado a estar solo. Las palabras escritas a lápiz que había visto en la pared de Robert seguían en mi mente. ¿Por qué había llenado su biblioteca de obras sobre los impresionistas? Me obligué a caminar un poco más, fingiendo que todavía no había dado la velada por concluida. Pronto me iría a casa (o, mejor dicho, a casa de los Hadley) y me tumbaría en la cama a leer la vida de Newton, quien seguramente había pertenecido a otro mundo, una época en la que no existía la psiquiatría moderna. Lo cual era una tragedia, por supuesto. Una época anterior a Monet, anterior a Picasso, anterior a los antibióticos, anterior a mi propia vida. Newton, que en paz descanse, sería una compañía más grata que estas calles de luz crepuscular, con sus edificios rehabilitados, sus mesas de cafetería, las parejas de jóvenes arrebujados en bufandas y cubiertos de pendientes que me adelantaban cogidos de la mano, envueltos en una nube de olor almizcleño. Mi juventud quedaba ya muy atrás, y no sabía cómo ni cuándo se había alejado de mí.

Al final de la manzana, las tiendas dieron paso a un aparcamiento y luego, cosa bastante sorprendente, a un club de aspecto festivo que resultó ser un bar de topless. Pese a la presencia de un gorila frente a la puerta, el lugar no tenía la apariencia sórdida de otros locales semejantes de Washington. Hacía muchas décadas que no estaba en ninguno, y en aquel entonces fui únicamente en una ocasión, cuando iba al instituto, pero había pasado en coche por delante de alguno que otro reparando, cuando menos, en su existencia. Vacilé unos instantes. El hombre apostado junto a la puerta iba elegantemente vestido, como un caballero, como si en esta ciudad incluso los números de estriptis fueran para gente bien. Se volvió a mí con una sonrisa amable, expectante y comprensiva, como la del asesor financiero de un banco. ¿Me estaba invitando a entrar? ¿Le iba a solicitar una hipoteca?

Me quedé plantado preguntándome si, en efecto, debería entrar, porque no se me ocurría una razón en contra. Además, recordé a la única modelo realmente hermosa de mis clases en la Art League School de mi pueblo natal: inalcanzable, su armónico desnudo delante del grupo, mirada ausente y probablemente pensando en los deberes que tenía de la universidad o su próxima cita con el dentista, los senos delicadamente erguidos, muy profesional, el leve temblor que era, si acaso, lo único que delataba su necesidad de moverse durante la larga, larguísima sesión de posado.

—No, gracias —le dije al tipo de la puerta, pero mi voz parecía amortiguada por la edad y la vergüenza. No me había invitado a entrar, no me había dado un folleto de ninguna clase, de modo que ¿por qué le había hablado? Encajé firmemente la biografía de Newton debajo del brazo y continué caminando, luego doblé la esquina para no tener que volver a pasar por delante de él y su alegre puerta. ¿Llevaría tiempo acostumbrado al espectáculo y a los sonidos del interior del local, de modo que para él no era una lata tener que sentarse fuera, en la oscuridad, ni le suponía problema alguno perdérselo todo? ¿Acabaría su mente divagando, aburrida incluso de algo que era presuntamente excitante?

En la tranquila casa de los Hadley, yací despierto durante horas en la cama individual pegada a la otra cama vacía, sintiendo y oyendo los abetos, las cicutas, los rododendros que arañaban la ventana entreabierta, la montaña verde que estaba fuera, en la noche, el florecer de una naturaleza que no parecía incluirme. ¿Y en qué momento —le preguntó mi cuerpo inquieto a mi febril cerebro— había accedido yo a que me excluyeran?

A la mañana siguiente, al llegar al porche de Kate, no sentí vergüenza sino una especie de familiaridad, un sosiego real, como si hubiera venido a ver a una vieja amiga o como si yo mismo fuese un viejo amigo que subía los escalones para llamar al timbre. Kate abrió al instante, y de nuevo fue como acceder al decorado de una obra de teatro, salvo que ahora ya había visto la obra una vez y sabía dónde estaban todos los elementos del atrezo. Hoy el sol lucía en todo su esplendor, filtrándose en la habitación. Tan sólo había dos cambios más: en primer lugar, un gran cuenco de agua con flores flotantes de color rosa y blanco, colocado con mimo en la mesa que había junto a las ventanas; y luego, la propia Kate, quien llevaba una blusa de algodón de color azafrán encima de sus tejanos, con las mismas joyas de turmalina. Ayer me había parecido que sus ojos eran azules; ahora eran de color turquesa, grandes y claros. Kate sonrió, pero fue una sonrisa tímida y de cortesía, que delataba un problema, y ese problema era yo, mi reiterada presencia en su casa, mi necesidad de hacerle más preguntas sobre el marido que ya no vivía allí.

Cuando hubo acabado de servir café para los dos, se sentó en el sofá de enfrente.

—Creo que deberíamos tratar de terminar hoy con esto —me dijo con suavidad, como si hubiera estado pensando en cómo decirlo sin herir mis sentimientos ni revelar los suyos.

—Sí, por supuesto —repuse para demostrarle que podía captar una indirecta al vuelo—. Por supuesto. No quisiera abusar de tu hospitalidad. Además, a ser posible, debería regresar a Washington mañana por la noche.

—Entonces ¿no pasarás por la facultad de Robert? —Kate sostuvo su taza sobre su perfecta y menuda rodilla, como para enseñarme cómo se hacía. Su tono era de una cortesía sin afectación. No sabía si hoy me proporcionaría menos información, y no más.

—¿Crees que debería? ¿Qué me encontraría allí?

—No lo sé —reconoció ella—. Estoy segura de que mucha de la gente que conocía a Robert sigue estando ahí, pero me resultaría incómodo ponerte en contacto con ellos. Y dudo que en la facultad él exteriorizara mucho su estado de ánimo. Pero sus mejores obras están allí. Deberían estar en un museo de los grandes; las habría vendido bien. No soy la única que considera que son las mejores, aunque en realidad a mí no me han gustado nunca.

—¿Por qué no?

—Juzga por ti mismo.

Permanecí sentado contemplando su elegante y menuda presencia, que ocupaba la habitación entera. Sentía la necesidad de saber cómo se había manifestado por vez primera la enfermedad de Robert, y nos estábamos quedando sin tiempo. Y necesitaba, o por lo menos quería, saber quién era su musa de cabellos oscuros.

—¿Quieres retomar tu relato de ayer? —le pregunté con la mayor delicadeza que pude. Si aquello no la conducía pronto a la información sobre el origen de los problemas de Robert y su posterior tratamiento, podría guiarla sutilmente hacia esos temas de mayor envergadura a medida que ella se fuera animando. Asentí sin hablar, aunque Kate aún no había dicho nada más. Fuera, un cardenal rojo se posó al sol; y una rama se balanceó.