17

Marlow

Instantes después me senté en la silla del escritorio de Robert. Era una de esas sillas de oficina antiguas con el cuero agrietado e hileras de tachones de latón dorado, que giraba precariamente sobre las ruedas o se reclinaba demasiado, desafiando la estabilidad (supuse que sería heredada, de un abuelo o incluso de un bisabuelo). A continuación volví a levantarme y cerré suavemente la puerta. Pensé que a ella no le importaría; de hecho, me había dejado completamente a mis anchas. Me daba la impresión de que Kate Oliver era una persona de todo o nada. O me lo enseñaba y contaba todo concienzudamente, o mantenía su privacidad intacta, y se había decantado por lo primero. Me caía bien, muy bien.

Me incliné sobre el escritorio y saqué un montón de papeles de una de las casillas: extractos bancarios, recibos medio arrugados del agua, facturas de electricidad y algún papel de libreta en blanco. Me resultaba curioso que Kate le hubiera confiado al despistado de su marido los números de la casa, pero tal vez él hubiera insistido. Devolví la colección de papeles a su sitio. Algunos de los huecos no contenían nada, salvo polvo y clips sujetapapeles; ella ya se había ocupado de esas zonas. Me la imaginé sacando todo esto, clasificándolo con precisión y ordenadamente en algún lugar, despejando por fin el escritorio, sacándole brillo quizá. A lo mejor Kate me había dejado entrar aquí porque, en realidad, ya había retirado cualquier cosa de carácter personal; a lo mejor el suyo era un gesto huero, una hospitalidad falsa.

No había nada de interés en el resto de casillas, a excepción de un objeto reseco en el fondo de una de ellas, que resultó ser un viejo porro; reconocí el olor, al igual que uno reconoce los ingredientes de un postre de su infancia. Lo devolví cuidadosamente a su sitio. Los dos primeros cajones estaban llenos de bocetos (ejercicios convencionales de figuras, ninguna de ellas parecida a la dama con la que Robert solía llenar su habitación de Goldengrove) y catálogos viejos, sobre todo material artístico, y otros, de artículos para realizar deportes al aire libre, como si Robert hubiese también sido excursionista o ciclista. ¿Por qué mi insistencia en pensar en él en pasado? Quizá se recuperase y recorriese los montes Apalaches de punta a punta, y era mi deber ayudarle a intentarlo.

El último cajón fue más difícil de abrir. Estaba hasta los topes de blocs amarillos en los que, al parecer, Robert había tomado notas para las clases que impartía («bocetos previos, algunas frutas; bodegón al final de la clase, ¿dos horas?»). Deduje de estas notas que Robert se limitaba a perfilar someramente sus clases, y la mayoría de los papeles no estaban fechados. Su mera presencia debía de llenar el aula o el taller; por lo visto no planificaba gran cosa más. ¿Había sido un profesor con tanto talento que tenía todos los conocimientos en su cabeza y podía irlos soltando a voluntad de un modo ordenado? ¿O quizás enseñar a pintar significara para él simplemente pasearse por el aula evaluando el trabajo en curso de los alumnos? Yo mismo había asistido a cinco o seis talleres de ésos, aprovechando los huecos que me dejaba mi profesión, y me encantaron: la sensación de estar solo y, sin embargo, entre otros pintores, de que el profesor me dejara tranquilo la mayor parte del tiempo pero que también me observara, animándome en ocasiones, con lo que aún me concentraba con más ahínco.

Exploré el fondo del último cajón y me disponía a olvidarme de todos aquellos blocs de notas entremezclados con facturas viejas de teléfono cuando me llamó la atención una hoja escrita a mano. Era un papel blanco a rayas, arrugado como si lo hubieran estrujado y luego lo hubieran vuelto a alisar en parte y le habían arrancado un ángulo. Era el principio de una carta o del borrador de una carta, escrita con pulso firme y grandes bucles verticales; aquí y allí había tachada una palabra a la que sustituía otra. Yo conocía ya esa letra por el montón de notitas que tenía a mi alrededor: era de Robert, no cabía duda. Saqué el papel del cajón y procuré alisarlo encima del fieltro del escritorio.

Te he llevado conmigo en todo momento, musa mía, y he pensado en ti con asombrosa viveza, no sólo en lo bella que eres y lo grata que es tu compañía, sino también en tu risa, en tus más mínimos gestos.

La línea siguiente había sido eliminada con una brutal tachadura, y el resto de la página estaba en blanco. Agucé el oído por si oía ruidos procedentes de la cocina. A través de la puerta cerrada, pude oír que la exmujer de Robert movía algo: un taburete arrastrado sobre el linóleo, quizá, la puerta de un armario al abrirlo y cerrarlo. Doblé el folio en tres y lo introduje en el bolsillo interior de mi chaqueta. Acto seguido me agaché y exploré el último cajón por última vez. Nada, o, por lo menos, nada más escrito con su letra, aunque había certificaciones de Hacienda que parecía que nadie las hubiera sacado de sus sobres.

Parecía una tontería, pero como la puerta estaba firmemente cerrada y todo apuntaba a que Kate seguía atareada en la cocina, me incliné y empecé a sacar los libros de Robert de los estantes y a palpar tras ellos. El polvo dejó surcos en mi mano. Di con una pelota de goma que debía de haber pertenecido a uno de los niños y que ahora estaba cubierta de pelusilla, filamentos de células humanas, recordé con algo así como un escalofrío. Fui dejando los tomos en el suelo en grupos de cuatro o cinco, de manera que si Kate abría la puerta sin previo aviso no encontraría gran cosa fuera de lugar y yo siempre podría decir que había estado examinando los libros.

Pero no había más papeles; no había nada detrás de los libros, y aparentemente nada (hojeé deprisa un par) metido en su interior. Durante unos instantes me visualicé a mí mismo desde el umbral de la puerta de la habitación: un interior de composición muy cuidada, a base de siluetas oscuras iluminadas por una única bombilla en el techo, de luz fuerte; era un interior discordante y sugestivo al estilo de Bonnard. Por primera vez reparé en que no había cuadros en las paredes del despacho de Robert, ni postales pegadas con celo, ni anuncios de exposiciones ni pequeños cuadros que no hubieran sido vendidos en las galerías. Tratándose del despacho de un artista, aquello resultaba extraño, pero quizá los hubiese reservado todos para su estudio.

Entonces, volviéndome a inclinar sobre los estantes de libros, vi que, en efecto, había algo en una pared; no un cuadro de ningún tipo, sino unos números garabateados a lápiz y unas cuantas palabras junto a los estantes, de modo que el apunte no habría podido verse desde la puerta. Pensé por un momento que quizá serían las estaturas y edades de los hijos de Robert, las fechas en que habían alcanzado una altura determinada, pero estaba muy abajo incluso para un niño pequeño. Me acuclillé junto a los libros, con un ejemplar de Seurat and the Parisians en mi mano. Estaban a lápiz, en efecto, probablemente un 5B o un 6B, oscuro y blando para un sombreado intenso. Agucé la vista para verlo. Ponía «1879». A continuación, dos palabras: «Étretat. Júbilo».

Lo leí un par de veces. Los números y letras de la pared se veían desproporcionados; Robert debía de haberse tumbado en el suelo para escribirlos, y aun así le habría costado hacerlo con pulcritud. El despacho era tan pequeño que, probablemente, sus largas piernas habrían estado encogidas tras él en posición fetal. ¿O había escrito otra persona ese borrón? Pensé que la É y la J serpenteantes y la longitud de la l eran parecidas a la letra de Oliver, la caligrafía suelta y firme de todas las notas recordatorias que había estado leyendo, de los cheques anulados. Extraje el borrador de la carta de mi bolsillo y lo puse al lado para compararlos. La l era, desde luego, igual, y la t minúscula, segura y nítida. ¿Por qué un hombre adulto, una torre de hombre, iba a echarse en el suelo a escribir algo en la pared de su despacho?

Devolví con cuidado la carta al escondite de mi bolsillo (tibia por el calor de mi cuerpo) y me puse a buscar un trozo de papel en blanco. Recordé los blocs de notas amarillos del último cajón y cogí un papel de uno de ellos, copiando al pie de la letra el mensaje de la pared. Me pareció que conocía esta palabra, «Étretat», pero de todas formas luego la consultaría.

Mi búsqueda de papel me había dado otra idea: acerqué más la papelera y examiné su contenido, mirando furtivamente hacia la puerta cada dos segundos. Me pregunté si la habría llenado Kate o el propio Robert; probablemente Kate, en el transcurso de su limpieza. Contenía más trozos de papel con la letra de Robert, así como una serie de garabatos que podrían haber sido estudios para un desnudo o bosquejos realizados a ratos libres, algunos de ellos partidos por la mitad; por fin, rastros del artista. Ninguna de las notas recordatorias de Oliver me sugería nada, especialmente porque tendían a constar como mucho de unas cuantas palabras y a menudo contenían cuestiones prácticas. Le di la vuelta a otra de ellas: «Llevar vino y cerveza mañana por la noche». No me atrevía a quedarme con ninguna; si me llenaba los bolsillos de la chaqueta, Kate oiría el crujido del papel, y más allá de esa posibilidad absolutamente real y humillante, yo mismo oiría el crujido y no sentiría más que vergüenza. Con un motivo de vergüenza bastaba; palpé la carta de mi chaqueta. «Te he llevado conmigo en todo momento, musa mía». ¿Quién era la musa de Robert? ¿Kate? ¿La mujer de sus dibujos de Goldengrave? ¿Era «Mary» esa mujer? Podía ser, y tal vez Kate me hablase de ella si se lo preguntaba indirectamente.

Examiné el resto de libros por pequeños grupos, siempre pendiente de la puerta, pero sólo encontré papelitos en blanco para marcar una página favorita, o quizás un pasaje o una imagen para las clases de Robert. Uno de esos papelitos marcaba una reproducción a todo color de Olympia, el cuadro de Manet. Había visto el original en París años atrás. Al sacar el papel, Olympia alzó la vista hacia mí, desnuda y con una inexpresiva despreocupación. Detrás de los volúmenes de la hilera superior encontré un enorme calcetín blanco arrugado. No había más rincones donde buscar, a menos que levantara la mismísima moqueta. Escudriñé tras los estantes y el escritorio, eché otro vistazo a esa fecha de la pared. Una palabra francesa, Étretat, un lugar. Si el topónimo y la fecha estaban conectados, al menos en la mente de Robert, ¿qué había sucedido en la Francia de 1879? Traté de recordar, pero nunca había sabido gran cosa de la historia de Francia o la había olvidado nada más terminar la asignatura de civilización occidental del instituto. ¿No había sido cuando la Comuna de París, o eso era antes? ¿Exactamente cuándo había proyectado el barón Haussmann los amplios bulevares de París? En 1879, el Impresionismo todavía pervivía, si bien era profusamente criticado (todo eso lo sabía por museos a los que había ido y por la lectura de algún que otro libro), así que tal vez había sido un año de paz y prosperidad.

Abrí la puerta del despacho, contento de que Kate no hubiera abierto antes que yo desde el otro lado. La cocina era extrañamente luminosa en comparación con el despacho de Robert; había salido el sol, que hacía que en los árboles brillaran unas gotitas. Así pues, había llovido mientras yo examinaba los papeles de Robert. Kate estaba de cara a la encimera, removiendo la ensalada de un cuenco; llevaba puesto un delantal azul de cocina encima de su blusa y sus tejanos, y tenía el rostro sonrojado. La vajilla era de color amarillo claro.

—Espero que te guste el salmón —comentó, como retándome a lo contrario.

—Sí —contesté con honestidad—. Me gusta mucho. Pero no hacía ninguna falta que te tomaras tantas molestias con la comida. Gracias.

—No es ninguna molestia. —Estaba poniendo rebanadas de pan en una cesta cubierta con una tela—. Últimamente cocino pocas veces para adultos y los niños no comen mucho, salvo macarrones con queso y espinacas. Por suerte para mí la verdad es que les gustan las espinacas. —Se giró y me sonrió, y me causó extrañeza; aquí estaba la exmujer de mi paciente, una mujer a la que había conocido tan sólo unas cuantas horas antes, una mujer a la que apenas conocía y medio temía, preparándome la comida. Recibí su sonrisa afectuosa, espontánea, desde el otro lado de la cocina. Me entraron ganas de agachar la cabeza.

—Gracias —volví a decir.

—Puedes llevar estos platos a la mesa —me indicó, pasándomelos con sus delicadas manos.

30 de octubre de 1877

Mon cher oncle:

Le escribo esta mañana para expresarle lo mucho que agradecemos su presencia de anoche y la alegría que nos trajo. Gracias, también, por sus palabras de aliento sobre mis dibujos, que, de no ser por la insistencia de mi suegro y de Yves, habría preferido no enseñarle. Por las tardes estoy atareada en un nuevo cuadro, pero debería considerarlo como una obrita sin importancia. Me complace pensar que mi jeune fillele gustara tanto; tal como le dije, mi sobrina posó para mí y parece un hada. Espero trasladar ese dibujo al lienzo, pero a principios de verano, para poder usar mi jardín de fondo; en esa época del año está magnífico, rebosante de rosas.

Un saludo afectuoso,

Béatrice de Clerval