Kate
Robert vivía en un apartamento del West Village con dos estudiantes más de Bellas Artes, ninguno de los cuales estaba cuando nosotros llegamos. Las puertas de sus habitaciones estaban abiertas y en el suelo había ropa y libros esparcidos como en los dormitorios de las residencias de estudiantes. Había un póster de Pollock en el desordenado salón, una botella de brandy sobre la encimera de la cocina y platos en el fregadero. Robert me condujo a su habitación, que también era un desastre. La cama estaba sin hacer, naturalmente, y había ropa sucia en el suelo, pero tenía un par de jerséis cuidadosamente colocados sobre el respaldo de la silla del escritorio. Había pilas de libros; me impresionó mucho ver que algunos de ellos estaban en francés, libros de arte y quizá novelas, y cuando le pregunté a Robert al respecto, me dijo que su madre había venido a los Estados Unidos con su padre después de la guerra, que era francesa y que él se había criado en el bilingüismo.
Sin embargo, lo más asombroso era que todas las superficies estaban cubiertas con dibujos, acuarelas y postales de cuadros. En las paredes había bocetos colgados, sin duda del propio Robert: a lápiz, al carboncillo, en ocasiones era el mismo dibujo una y otra vez, estudios de brazos, piernas, narices y manos, manos por doquier. Yo había dado por sentado que su habitación sería el santuario de la pintura contemporánea, lleno de las formas rectangulares y las líneas rectas de los carteles de Mondrian, pero no: era un espacio de trabajo corriente. Se quedó mirándome. Yo sabía lo suficiente sobre arte como para entender que sus dibujos eran asombrosos, técnicamente sólidos y, no obstante, también llenos de vida, misterio y movimiento.
—Estoy intentando aprender el cuerpo —declaró con discreción—. Me sigue costando mucho dibujarlo. Es lo único que me importa.
—Eres un tradicionalista —dije sorprendida.
—Sí —contestó escuetamente—. La verdad es que no me preocupan mucho los conceptos. Créeme, en la facultad también se meten conmigo por eso.
—Yo pensaba… Cuando en el bar has hablado de todos esos grandes artistas contemporáneos, he pensado que los admirabas.
Robert me miró con extrañeza.
—No pretendía causarte esa impresión.
Nos quedamos mirándonos fijamente. En el apartamento retumbaba el silencio, esa sensación de extrañamiento que produce un espacio desierto en el bullicio nocturno de la ciudad. Podríamos haber estado solos en Marte. Me causó una sensación de intimidad, como si hubiésemos estado jugando al escondite y nadie supiera dónde estábamos. Pensé fugazmente en mi madre, dormida desde haría ya rato en la gran cama que antaño había albergado también a mi padre, el gato a sus pies, la puerta principal prudentemente cerrada con llave y comprobada dos veces, el reloj de pared haciendo tictac en la cocina que tenía debajo. Dirigí mi atención a Robert Oliver:
—Así pues, ¿tú qué admiras?
—¿Con franqueza? —Enarcó sus pobladas cejas—. El trabajo duro.
—Dibujas divinamente. —Me salió de sopetón, lo dije tal como mi madre podría haberlo dicho; y en serio.
Él parecía inesperadamente ufano, atónito ante mis palabras.
—En las evaluaciones no oímos eso muy a menudo. Nunca, de hecho.
—Hasta ahora no me has contado nada que haya hecho entrar ganas de estudiar Bellas Artes —comenté. Robert no me había invitado a sentarme, así que deambulé de nuevo por la habitación, contemplando los dibujos—. Supongo que también pintas.
—Claro, pero en la facultad. Para mí, la pintura es lo más importante. —Levantó un par de hojas sueltas de la mesa—. Esto son estudios de un modelo al que hemos estado pintando en el aula, un gran óleo sobre lienzo. He tenido que pelear para estar en esa clase. Este individuo, el modelo, ha sido todo un reto para mí. Es un hombre mayor, de hecho; increíble, alto, de pelo blanco y músculos algo fibrosos, aunque ya de capa caída. ¿Te apetece beber algo?
—Creo que no. —En realidad, yo no sabía muy bien qué sacaría yo de este encuentro o si debería irme a casa. Era tan tarde ya que tendría que tomar un taxi para llegar sana y salva a mi calle de Brooklyn, y eso se tragaría todos mis ahorros de la semana. Quizá Robert viviese de renta y no lo fuera a entender. Además, ¿dónde estaba mi orgullo? Probablemente Robert Oliver se preocupaba ante todo de sí mismo y de sus cuadros, y yo le caía bien porque había sabido escucharle, por lo menos al principio. Eso era lo que mi instinto me decía, el sexto sentido que las chicas desarrollan con relación a los chicos, y las mujeres, con relación a los hombres—. Me parece que será mejor que me vaya. Necesitaré tomar un taxi para ir a casa.
Él se plantó frente a mí, en el centro de su habitación desordenada y sin ventanas, imponente y, sin embargo, en cierto modo asustado, vulnerable, con las manos colgando a ambos lados del cuerpo. Tuvo que encorvarse un poco para poder mirarme a la cara.
—Antes de que te vayas a casa, ¿puedo besarte?
Me quedé pasmada, no tanto porque él quisiera besarme como por su pregunta, por su ineptitud. Experimenté una repentina compasión hacia este hombre con aspecto de huno conquistador y que, en cambio, me estaba pidiendo permiso tímidamente; di un paso adelante y puse las manos sobre sus hombros, que me parecieron macizos y de fiar, los hombros de un toro, un trabajador, reconfortantes. Su rostro se desdibujó en las sombras por la proximidad, sus ojos eran un borrón de color vistos tan de cerca. Entonces rozó mis labios con su enérgica boca. Encontré sus labios parecidos a sus hombros, cálidos y musculosos pero titubeantes, y me dio la impresión de que se quedaba un instante en suspenso hasta que de nuevo sentí algo parecido a la compasión y le devolví el beso.
De pronto, me rodeó con los brazos (fue la primera vez que sentí su inmensidad, la totalidad de su enorme y alto cuerpo) y casi me levantó del suelo mientras me besaba con espontánea pasión; al fin y al cabo, Robert no era nada tímido. Era como si, simplemente, no supiera dejar de ser él mismo, y yo sentí que su individualidad me sacudía como un rayo; a mí, que dudaba y me anticipaba y analizaba cada segundo de mi propia vida. Fue como beberme una poción sin saber que existían las pociones: cada gota de ésta, todo el elixir, se me subió a la cabeza, penetró en mi caja torácica y luego bajó disparada a mis pies. Tuve la necesidad de retirar el torso y volver a examinar sus ojos, pero no me impulsó el temor, sino más bien una especie de asombro por el hecho de que alguien pudiera ser tan complicado y, sin embargo, tan simple, como resultó ser. Robert bajó la mano hasta la zona donde la espalda pierde el nombre y me estrechó con más fuerza contra él; me presionó contra su cuerpo como si yo fuera un paquete que él hubiera estado esperando con ansia. Me levantó del suelo y me sostuvo literalmente en sus brazos.
Me imaginé que, después de aquello, vendría el chasquido de la puerta al cerrarse, el olor y la sensación de una cama con sábanas sucias en la que a saber si había yacido allí recientemente alguien más debajo de él, la búsqueda precipitada de condones en el cajón que había junto a la cabecera (por aquel entonces cundió el primer ataque de pánico por la epidemia del sida) y mi consentimiento a caballo entre el temor y el deseo. Pero, por el contrario, me besó una vez más y me dejó en el suelo. Me abrazó contra su jersey.
—Eres adorable —me dijo. Se quedó acariciándome el pelo. Me sujetó la cabeza torpemente entre sus manos y me besó en la frente. Fue un gesto tan tierno e íntimo que sentí que se me anudaba la garganta. ¿Me estaba rechazando? Pero entonces me puso sus enormes manos sobre los hombros y me acarició la nuca—. No quiero que ninguno de los dos tenga la sensación de que vamos demasiado deprisa. ¿Te gustaría que nos viéramos mañana por la noche? Podríamos ir a cenar a un sitio que conozco en el Village. Es barato y no es ruidoso como el bar.
Desde aquel instante fui suya; me tenía en el bolsillo. Nadie había querido jamás evitarme la sensación de tener que ir demasiado deprisa. Sabía que, cuando llegase el momento, fuese la noche siguiente o la de después, o al cabo de una semana, sentiría que él se acostaría sobre mí no como un intruso, sino como un hombre del que podía enamorarme, o del que ya me había enamorado. Esa simplicidad… ¿cómo seguía él sintiéndola ante mi recelo? Cuando me encontró un taxi, nos besamos largamente en la calle, lo que me produjo un retortijón de tripas, y él se rió con aparente alegría, me abrazó e hizo esperar al taxista.
A la mañana siguiente no supe nada de él, aunque había prometido llamarme al trabajo a primera hora para darme la dirección del restaurante. La euforia fue abandonando lentamente mis extremidades a medida que se acercaba el mediodía. No acostarse conmigo había sido una manera sencilla de plantarme, una manera amable; después de todo, no había sido su intención cenar conmigo. Tenía que corregir un largo artículo sobre los procedimientos de la punción lumbar, y me produjo unas ligeras náuseas, como si parte del malestar que había sentido al toparme con Robert por primera vez en los grandes almacenes hubiese vuelto, una leve recaída. Comí delante de mi mesa. A las cuatro sonó el teléfono y descolgué. Sólo mi madre tenía mi teléfono directo del despacho, así que supe que únicamente podían ser dos personas. Era Robert.
—Siento no haber podido llamarte antes —me dijo sin darme más explicaciones—. ¿Todavía quieres salir esta noche?
Ésa fue nuestra segunda velada en los cinco años que pasamos juntos en Nueva York.