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Kate

Robert y yo vivimos juntos en Nueva York durante casi cinco años. Todavía no sé adónde fue a parar todo ese tiempo. En cierta ocasión, leí que hay bastantes probabilidades de que todo lo que ha pasado alguna vez se almacene en algún lugar del universo, la historia personal de uno (toda la historia, supongo) doblada y guardada en huecos y agujeros negros del espacio tiempo. Espero que esos cinco años pervivan en algún punto de ahí fuera. No sé si me gustaría que la mayor parte del tiempo que estuvimos juntos estuviera almacenada, porque el final del mismo fue horrible, pero aquellos años en Nueva York… sí. Transcurrieron en un abrir y cerrar de ojos, pensé con posterioridad, pero durante nuestra época en Nueva York estaba convencida de que las cosas serían siempre así, eternamente, hasta que entrásemos en algo vagamente parecido a la vida adulta. Fue antes de que yo empezara a ansiar tener hijos o a querer que Robert tuviese un trabajo estable. Cada día me resultaba tan perfecto como apasionante, o potencialmente apasionante.

Esos cinco años existieron porque descolgué el teléfono para llamar a Robert al día siguiente de haber dejado de vomitar, y porque permanecí el suficiente rato al teléfono como para que él me dijera que algunos de sus amigos asistirían la noche siguiente a una obra de teatro en su escuela de arte y que yo podía ir con ellos, si quería. No fue exactamente una invitación, pero sí algo parecido, y también se parecía mucho a la clase de plan que yo había visualizado para llenar mis noches neoyorquinas nada más llegar de Michigan. De modo que dije que sí y, naturalmente, la obra fue un galimatías: un montón de alumnos de letras que leían un guión que hicieron trizas al terminar la obra, tras lo cual se pusieron a decorarle la cara al público de la primera fila con pintura blanca y verde, acción que en las filas de atrás nadie alcanzaba a ver. Allí estaba yo sentada, sin perder de vista el cogote de Robert, que estaba en otra fila más cerca del escenario; al parecer, se había olvidado de reservarme un asiento a su lado.

Después los amigos de Robert se esfumaron para irse a una fiesta, pero él me localizó y nos fuimos a un bar próximo al teatro, donde nos sentamos el uno al lado del otro en taburetes giratorios. Nunca había estado antes en un bar de Nueva York. Recuerdo que había un violinista irlandés en la esquina tocando delante de un micrófono. Hablamos de los artistas cuyo trabajo nos gustaba y del porqué. Yo mencioné primero a Matisse. Aún me encantan sus retratos de mujeres por lo poco convencionales que son, y ya he dejado de disculparme por ello, y me entusiasman sus bodegones, un torbellino de colores y frutas. Pero Robert puso sobre el tapete a un montón de artistas contemporáneos de los que yo no había oído hablar jamás. Estaba cursando su último año de Bellas Artes, y en aquella época la gente pintaba sofás y envolvía edificios enteros y lo conceptualizaba todo. Pensé que algunas de las cosas que me contaba parecían interesantes y otras, pueriles, pero no quise poner en evidencia mi ignorancia, así que escuché mientras él enumeraba una letanía de obras, movimientos, actividades y puntos de vista completamente desconocidos para mí, pero sobre los que discutían acaloradamente en los estudios donde trabajaba y donde su obra era criticada.

Observé el contorno del rostro de Robert al tiempo que hablaba. Oscilaba entre lo feo y lo hermoso, su frente sobresalía casi como una repisa sobre sus ojos, tenía una nariz aguileña y un bucle de pelo que caía en espiral por su sien. Pensé que se parecía a un ave de presa, pero cada que vez que se me ocurría, él sonreía de una forma tan candorosa y desinhibida que yo ponía en duda lo que acababa de ver hacía un momento. Era fascinante su nulo egocentrismo. Lo veía rascarse con el índice junto a la nariz, luego frotarse la punta de ésta con la palma de la mano extendida como si le picara, después rascarse la cabeza como uno podría rascar a un perro (distraídamente, con cariño) o como un perro grande podría rascarse a sí mismo. Sus ojos tenían a veces el color de mi vaso de cerveza negra y a veces el de una aceituna verde, y tenía una manera desconcertante de clavarlos de pronto fijamente en mí, como si estuviera seguro de que yo le había estado escuchando durante todo el rato, pero quisiera conocer mi reacción a lo último que había planteado y necesitara conocerla de inmediato. Su piel tenía un color cálido y suave, como si le siguiese dando el sol incluso en el noviembre de Manhattan.

Robert estudiaba en una escuela superior buenísima de la que yo llevaba años oyendo hablar. ¿Cómo había entrado allí? Después del bachillerato se dedicó a hacer el vago, tal como él decía, durante prácticamente cuatro años antes de decidir retomar los estudios, y, ahora que casi los había terminado, aún se preguntaba si había sido una pérdida de tiempo. ¡Pues vaya! Mi mente se abstrajo un poco de los pintores contemporáneos cuyas obras él discutía sobre todo consigo mismo. Me sorprendí imaginándomelo sin camisa, luciendo más piel cálida de ésa. Entonces, sin venir a cuento, se puso a hablar de mí, a preguntarme qué quería obtener de mis obras. No pensé que hubiera reparado siquiera en mis dibujos al acompañarme a casa para dejarme vomitar tranquilamente en mi apartamento. Así se lo solté, con una sonrisa, dándome cuenta de que ya era hora de sonreírle y contenta de haberme puesto la única blusa que tenía que sabía iba a juego con el color de mis ojos. Sonreí, protesté, creí que nunca me lo preguntaría.

Pero él parecía impasible ante mi tentativa de seducirlo con mi modestia.

—¡Claro que me fijé! —exclamó tajante—. Eres buena. ¿Qué piensas hacer?

Yo me lo quedé mirando fijamente.

—¡Ojalá lo supiera! —dije al fin—. Vine a Nueva York para averiguarlo. En Michigan me ahogaba, en parte porque no conocía realmente a ningún otro artista. —Caí en la cuenta de que él ni siquiera me había preguntado de dónde era, como tampoco me había contado nada sobre su procedencia.

—¿Un verdadero artista no debería ser capaz de trabajar en cualquier sitio? ¿Necesitas conocer a otros artistas para poder pintar buenas obras?

Aquello me dolió, me picó en mi amor propio:

—Pues por lo visto, no, si tu valoración de mis obras es correcta.

Me dio la impresión de que, por primera vez, Robert me miraba de verdad. Se dio la vuelta y puso uno de sus originales zapatones (aquel sobre el que yo había vomitado, a juzgar por una mancha desvaída) en el reposapiés de mi taburete. Sus ojos estaban rodeados de arrugas, envejecidos para lo joven que era su cara, y su ancha boca se curvó en una mueca de disgusto:

—Te he hecho enfadar —comentó algo así como asombrado.

Me senté más erguida y tomé un sorbo de Guinness.

—Bueno, sí. He trabajado mucho por mi cuenta, aun cuando no tuviese estudiantes de Bellas Artes con los que sentarme a hablar en bares elegantes. —No sé qué mosca me había picado. Normalmente era demasiado tímida para mostrarme tan brusca con la gente. Sería la cerveza negra espumosa, quizás, o el largo monólogo de Robert, o tal vez la sensación de que mi pequeño arrebato había captado su atención después de que escucharle con educación no hubiera servido de nada. Tenía la sensación de que ahora él me estaba analizando minuciosamente: el pelo, las pecas, los senos, el hecho de que a duras penas le llegase a la altura del hombro. Me sonrió, y la calidez de sus ojos con aquellas arrugas prematuras alrededor se coló en mi torrente sanguíneo. Tuve la sensación de que era entonces o nunca. Debía atraer y retener toda su atención o quizá jamás la recuperase; de lo contrario, Robert se perdería en la enorme ciudad y yo no volvería a saber nada de él, de él, que tenía un montón de colegas que estudiaban arte entre los que yo podía elegir. Sus fuertes muslos, sus largas piernas enfundadas en sus excéntricos pantalones (esa noche, de tweed con pinzas, con las rodillas gastadas, seguramente adquiridos en una tienda de segunda mano) lo mantenían orientado hacia mí sobre su taburete del bar, pero podría perder el interés en cualquier momento y volverse hacia su copa.

Lo ataqué mirándolo a los ojos:

—Lo que quiero decir es que, ¿cómo te atreviste a entrar en mi apartamento y examinar mis obras sin decir nada? Por lo menos podrías haber dicho que no te gustaban.

Su expresión se tornó más seria, sus ojos, escrutadores. Visto de cerca, también tenía arrugas en la frente.

—Lo siento. —Me sentí como si hubiera apaleado a un perro; sus cejas se movían con perplejidad, inquieto por mi enfado. Costaba creer que minutos antes me hubiera soltado un discurso sobre pintores contemporáneos.

—Yo no he tenido el privilegio de estudiar Bellas Artes —añadí—. Hago jornadas de diez horas en un soporífero puesto de redactora. Luego me voy a casa y dibujo o pinto. —Esto no era del todo cierto, porque trabajaba tan sólo ocho horas, y a menudo llegaba a casa agotada y veía las noticias y alguna comedia en el pequeño televisor que mi tía abuela me había dejado en herencia años antes, o llamaba por teléfono, o me tumbaba aletargada en mi sofá cama o leía—. Y luego me levanto y me voy de nuevo a trabajar al día siguiente. Los fines de semana voy de vez en cuando a un museo o pinto en un parque, o dibujo en casa si hace mal tiempo. Muy glamuroso. ¿Se puede calificar de vida de artista? —Vertí sobre esta última pregunta más sarcasmo del que pretendía, y me asusté. Robert era la única cita que había tenido en muchos meses, si es que a eso se le podía llamar cita siquiera, y la estaba estropeando.

—Lo siento —repitió—. Debo confesar que estoy impresionado. —Descendió la mirada hacia su mano, sobre el borde de la barra, y hacia la mía, que sujetaba mi Guinness. Luego nos quedamos mirando largamente el uno al otro; sosteniendo la mirada. Sus ojos, bajo sus pobladas cejas, eran… tal vez fuera el color lo que me atrapó. Era como si nunca hubiera mirado realmente a nadie a los ojos. Me pareció que si podía nombrar su color o el tono de las motas que había en sus profundidades, sería capaz de apartar la vista. Finalmente, él se removió en su taburete:

—¿Y ahora qué hacemos?

—Bueno… —dije, y mi atrevimiento me alarmó porque, en el fondo, yo sabía (sabía) que aquello no iba con mi forma de ser, que actuaba motivada enteramente por la presencia de Robert y el modo en que éste me miraba con fijeza a los ojos—. Bueno, creo que ahora viene cuando tú me invitas a tu casa para echar un vistazo a tus grabados.

Él se echó a reír. Se le iluminaron los ojos, y su boca generosa, fea y sensual, estalló en carcajadas. Se dio un manotazo en la rodilla.

—Exacto. ¿Quieres venir a mi casa a ver mis grabados?

29 de octubre de 1877

Mon cher oncle:

Hemos recibido su nota esta mañana y estaremos encantados de que venga a cenar. Papá confía que llegue usted temprano, con los documentos que le tiene que leer.

Se despide ya su sobrina,

Béatrice de Clerval