13

Kate

En mi parada apenas supe orientarme, pero el galante desconocido me sacó del tren y me subió a la superficie antes de que yo volviera a vomitar; en esta ocasión, en una alcantarilla junto al bordillo. Me di cuenta de que, a pesar de lo débil que estaba, cada vez apuntaba mejor y a un lugar más adecuado.

—¿Por aquí? —me preguntó en cuanto terminé, y yo señalé calle abajo hacia el edificio de mi apartamento, que por fortuna estaba cerca. Creo que le habría indicado el camino aun cuando hubiera pensado de veras que él me degollaría nada más llegar allí, y lo mismo ocurrió al abrir la puerta del edificio con mi llave de latón, que él me arrebató de mi mano temblorosa, y con el ascensor.

—Ya estoy bien —susurré.

—¿Qué piso es? ¿Qué puerta? —inquirió él, y cuando llegamos al largo pasillo hediondo y alfombrado, encontró mi otra llave en el llavero y abrió la puerta de mi apartamento—. ¡¿Hay alguien?! —chilló—. Supongo que nadie.

Yo no dije nada; no tenía fuerzas ni ganas de decirle que vivía sola. En cualquier caso, lo habría deducido inmediatamente, porque mi apartamento era de una sola habitación con una diminuta cocina medio oculta por armarios. Había un sofá cama, unos cuantos cojines de mi infancia, patéticos y viejos, se amontonaban encima de la colcha, y en la parte superior de mi cómoda había platos que no me cabían en la cocina. Tenía una alfombra oriental raída en el suelo, procedente de la casa de mi tía en Ohio, y sobre mi escritorio, facturas y bosquejos esparcidos, con una taza de café encima a modo de pisapapeles. Recorrí todo esto con la mirada como si nunca antes hubiera visto mi habitación, y me sorprendió lo cutre que era. Tener mi propia casa era muy importante para mí. A fin de conseguirla, me había conformado con un edificio sórdido y un casero sórdido. Las tuberías que había por encima del fregadero quedaban a la vista y desconchaban la pintura de la pared: lloraban permanentemente lágrimas de agua fría que tenía que absorber embutiendo una toalla tras las cañerías.

El desconocido me ayudó a entrar y a sentarme en el borde de mi sofá cama.

—¿Quieres un poco de agua?

—No, gracias —gemí, observándolo detenidamente.

Era surrealista que alguien que me había encontrado en una calle de Nueva York cruzara el umbral de mi puerta. La única persona que hasta entonces había estado allí era mi casero, que en cierta ocasión había entrado un par de minutos para ver por qué no se encendía el horno y me había enseñado que para ello tenía que darle unos puntapiés en la puerta. Ni siquiera sabía cómo se llamaba ese hombre que estaba en el centro de mi habitación mirando a su alrededor como si buscase algo para impedir que yo volviera a vomitar. Procuré no respirar demasiado hondo.

—¿Podrías darme un cuenco de la cocina, por favor?

Me trajo uno y también un trozo de papel de cocina humedecido para limpiarme la cara, y me recliné un poco en el sofá. Él estaba en jarras, y vi sus ojos brillantes recorriendo mi galería de imágenes: una fotografía en blanco y negro de mis padres hablando en nuestro porche delantero, que había tomado en el instituto; varios dibujos míos recientes de cartones de leche y un póster de un mural de Diego Rivera en el que tres hombres movían un bloque de piedra, con sus rubicundos cuerpos rojos de esfuerzo, y que el desconocido observó unos instantes. Yo sentí una punzada de incertidumbre. ¿Estaba ignorando mis dibujos? Otras personas hubieran dicho: «¡Oh! ¿Los has hecho tú?». Pero él se limitó a clavar los ojos en los obreros mexicanos de Rivera, las muecas de dolor de sus rostros y sus enormes cuerpos aztecas. Entonces volvió a dirigirse a mí:

—Bueno, ¿ya estás bien del todo?

—Sí —medio susurré, pero había algo en la actitud de ese desconocido de pantalones holgados y cabellos castaños serpenteantes que estaba plantado en medio de mi habitación que me hizo volver a sentir náuseas (o quizá no fuese él), y me levanté volando de la cama directa hacia el lavabo. Esta vez vomité en el váter, con el asiento pulcramente levantado. Me produjo sensación de seguridad, de encontrarme en casa: por fin vomitaba en el lugar apropiado.

Él vino hasta la puerta del lavabo, o se acercó a ésta, y pude oír sus movimientos aunque no mirar hacia él.

—¿Quieres que llame a una ambulancia? No sé, ¿crees que es grave? Tal vez tengas una intoxicación alimentaria. O podríamos coger un taxi y sencillamente ir a un hospital.

—No tengo seguro —dije.

—Yo tampoco. —Le oí arrastrar sus zapatones en el exterior del baño.

—Mi madre no lo sabe —añadí, por algún motivo deseosa de contarle al menos algo de mí misma.

Él se rió; fue la primera vez que oí reír a Robert.

—¿Te crees que la mía sí? —Al mirar por el rabillo del ojo lo vi riéndose; mostraba la dentadura al completo, de modo que las comisuras de su boca quedaban bien abiertas. Le resplandecía el rostro.

—¿Se enfadaría? —Encontré una toalla y me limpié la cara, luego me enjuagué apresuradamente la boca.

—Probablemente. —Casi podía oír como se encogía de hombros. Cuando me volví, me ayudó a regresar a la cama sin decir palabra, como si llevase años impedida—. ¿Quieres que me quede un rato?

Supuse que esto quería decir que tenía que estar en algún otro sitio.

—¡No, no! Ya me encuentro bien, de verdad. Estoy bien. Creo que ésta ha sido la última arcada.

—No he llevado la cuenta —me dijo—, pero no debe de quedarte gran cosa que echar.

—Espero no contagiarte nada.

—Yo nunca me pongo enfermo —repuso, y le creí—. Bueno, si estás bien, me marcho ya, pero aquí tienes mi nombre y número de teléfono. —Lo escribió en el borde de un papel que había encima de mi escritorio, sin preguntarme si lo necesitaba para otra cosa, y cometí la torpeza de decirle cómo me llamaba—. Llámame mañana y dime cómo te encuentras. Entonces sabré que estás bien de verdad.

Yo asentí, al borde de las lágrimas. Estaba tan lejos de casa, tanto, y mi familia, de la que me separaba un billete de autobús de 180 dólares, era una mujer que sacaba sola la basura.

—De acuerdo, pues —dijo él—. Hasta pronto. Asegúrate de tomar mucho líquido.

Asentí, y él sonrió y desapareció. Me sorprendió la poca indecisión que parecía haber en este desconocido; había entrado a ayudarme para luego irse discretamente. Me levanté y me apoyé en el escritorio para analizar su número de teléfono. La letra era como él, un poco tosca pero segura, y estaba escrita con fuerza en el papel.

A la mañana siguiente prácticamente me había recuperado, así que le telefoneé. Le llamé, dije para mis adentros, nada más para darle las gracias.

22 de octubre de 1877

Mon cher oncle:

Mi correspondencia no puede compararse en asiduidad a la de usted, pero me apresuro a darle las gracias por su atenta carta, que ha llegado esta mañana y que he compartido con papá, quien me ruega que le transmita que los hermanos tienen que dejarse ver más a menudo para que cuenten con ellos como uno más a la mesa; ésa es su reprimenda del día, aunque sea suave y teñida de admiración, y se la transmito a usted con el mismo espíritu, suplicándole que le haga usted caso también por mí. Aquí estamos un poco aburridos, con esta lluvia. Me ha gustado mucho su dibujo, el niño de la esquina es una delicia, capta usted la vida tan maravillosamente que el resto de nosotros no podemos hacer más que aspirar a igualarlo… He regresado de casa de mi hermana con varios dibujos hechos por mí. Mi sobrina mayor tiene ahora siete años, y le parecería una modelo de cautivadora delicadeza, estoy segura de ello.

Un afectuoso saludo,

Béatrice de Clerval Vignot