12

Kate

Vi por primera vez a la mujer en el área de descanso de una autopista de alguna parte de Maryland. Pero antes de eso debería hablarle también de la primera vez que vi a Robert. Lo conocí en Nueva York en 1984, a los 24 años. Yo llevaba alrededor de dos meses trabajando allí, era verano y añoraba mi hogar en Michigan. Me había imaginado que Nueva York sería emocionante, y lo era, pero también era una ciudad agotadora. Vivía en Brooklyn, no en Manhattan. Para ir a trabajar hacía dos transbordos en el metro en lugar de atravesar paseando un barrio fino como Greenwich Village. En cualquier caso, al término de una jornada de horas y horas como ayudante de redacción en una revista médica, estaba demasiado cansada para ir paseando a ningún sitio y demasiado preocupada por lo que me costaría el cine para ver películas extranjeras interesantes. Además, tampoco conocía a mucha gente.

El día que vi a Robert por primera vez, me fui después del trabajo a los almacenes Lord & Taylor, que sabía que serían carísimos, para comprarle a mi madre un regalo de cumpleaños. Nada más entrar, procedente del calor veraniego de la calle, me aturdió el perfume que flotaba en el aire acondicionado. Al ver la mirada despectiva de los maniquíes en sus trajes de baño con el nuevo corte de pierna alto, me entraron ganas de haberme vestido mejor aquella mañana para ir a trabajar. Quería comprarle un sombrero a mi madre, algo que ella jamás se compraría, algo precioso que hubiera podido llevar de jovencita cuando conoció a mi padre en el Club de Críquet de Filadelfia. Quizás en Ann Arbor nunca se lo pondría, pero le recordaría su juventud, de guantes blancos y sensación de estabilidad, y le recordaría también el amor de una hija. Pensé que la sección de sombreros estaría en la planta baja, cerca de los pañuelos de seda firmados por diseñadores famosos de los que yo apenas había oído hablar, cerca de las piernas invertidas desprovistas de cuerpo con sus medias largas y suaves. Pero allí estaban haciendo obras y una señora que llevaba una bata me dijo que subiese arriba al departamento provisional de sombreros.

Yo no quería aventurarme más en los almacenes: empezaba a sentir que mis propias piernas, desnudas y rasguñadas, eran feas porque aquella mañana no me había puesto medias para ir a trabajar. Pero aquello lo hacía por mi madre, de modo que seguí hasta la escalera mecánica (siempre recobrando un poco el aliento al llegar arriba sana y salva), y cuando di con la sección me alegré de encontrarme entre los expositores de sombreros, cada uno de los cuales lucía colores claros o vivos. Había sombreros semitransparentes con un prendido de flores de seda en una banda de cordoncillos de tela, y de paja de color azul marino y negro, y uno azul con cerezas y hojas. Todos eran un tanto ostentosos, especialmente si se contemplaban juntos, y empezaba a pensar que en el fondo no había sido una buena idea como regalo de cumpleaños cuando vi un sombrero precioso, un sombrero que allí desentonaba y que era perfecto para mi madre. Tenía las alas anchas, lo cubría una estrecha cinta de organdí de color crema enrollada en espiral y encima del organdí había prendido un ramillete de flores azules variadas que parecían auténticas: achicorias, espuelas de caballero, nomeolvides. Era como un sombrero adornado en un prado.

Lo cogí del expositor y me quedé sujetándolo con ambas manos. A continuación le di la vuelta a la tarjeta del precio muy despacito. El sombrero costaba 59,99 dólares, más de lo que solía gastarme en comida a la semana. Sólo con que ahorrase el triple de esa cantidad, podría irme en autobús a Ann Arbor a ver a mi madre. Pero cuando ella abriera el regalo quizá sonreiría, quizá lo sujetaría con sumo cuidado y se lo probaría delante del espejo del recibidor de casa, sin dejar de sonreír. Así el sombrero por sus delicados bordes, sonriendo con ella. Se me anudó el estómago y se me estaban empezando a llenar los ojos de lágrimas, lo cual echaría a perder el poco maquillaje que me ponía para ir a trabajar. Recé para que ningún dependiente apareciese por detrás del expositor para dirigirse a mí. Me daba miedo que una palabra de alguien más me impulsara a comprarlo.

Al cabo de unos minutos devolví el sombrero a su expositor y me dirigí hacia la escalera mecánica, pero fui a la escalera equivocada, la de subida, y tuve que dar media vuelta entre la gente que se apeaba. Anduve a tientas hasta la escalera de bajada, que estaba al otro lado, y descendí hasta la planta baja, sujetándome con ambas manos. La cinta, que agarré con fuerza, temblaba bajo mis dedos y a medida que me acercaba al final me iba sintiendo cada vez más mareada. Creí que iba a dar un paso en falso, que tropezaría. Me encogí aún más para contener la náusea y entonces tropecé. Un hombre que pasaba por el pie de la escalera se volvió y corrió a sostenerme; y yo le vomité en los zapatos.

Así que lo primero que conocí de Robert fueron sus zapatos. Eran de piel marrón clara, aparatosos y un poco toscos, distintos a los del resto de la gente, algo que un inglés podría llevar en una granja o para llegar al pub del otro lado del páramo. Más tarde me enteré de que eran realmente ingleses, muy caros, estaban cosidos a mano y le duraban alrededor de seis años. Tenía dos pares, que iba alternando al azar, y parecían flexibles y cómodos sin estar gastados. Aparte de esto, Robert no prestaba atención a la ropa (excepto a los colores, para los que tenía un gusto peculiar), que normalmente adquiría en mercadillos, tiendas de segunda mano y casas de amigos. «¿Esa sudadera? Es de Jack —me decía—. Se la dejó en el bar anoche. No le importa que me la quede». Y la sudadera estaba con nosotros hasta que se desintegraba y se convertía en un trapo para limpiar nuestra casa de Greenhill, o para secar sus pinceles; al fin y al cabo, hemos estado casados el tiempo suficiente como para que la ropa se convierta en trapos. Nada de eso le importaba a Robert, porque entre tanto Jack tenía los guantes o la bufanda que él se había dejado en su sofá cuando habían estado hablando de la pintura al pastel hasta las dos de la madrugada. De todas formas, la mayoría de las prendas de Robert estaban tan sucias de pintura que no era muy probable que nadie, salvo un colega, se interesara por ellas. Jamás fue meticuloso con su ropa, a diferencia de algunos artistas.

Pero los zapatos eran su capricho. Ahorraba para comprárselos, los cuidaba, los untaba con aceite de visón aunque él fuera contrario a los abrigos de piel, vigilaba para no mancharlos de pintura, los ponía en línea recta uno al lado del otro a los pies de nuestra cama junto al montón de ropa que se acababa de sacar. El único otro artículo caro que había en su vida (además de los óleos) era normalmente su aftershave.

Más adelante me enteré de que, curiosa coincidencia, él también había ido a Lord & Taylor para comprarle un regalo de cumpleaños a su madre. Cuando vomité encima de sus zapatos, hizo sin querer una grosera mueca, una especie de «¡Dios mío! ¿Por qué has hecho eso?». En aquel momento pensé que estaba simplemente asqueado por mi vómito, no por el lugar donde éste había aterrizado.

Extrajo algo blanco de su bolsillo y empezó a limpiarse las puntas de los zapatos, y yo di por sentado que estaba haciendo caso omiso de mis disculpas. Segundos después, sin embargo, me agarró con fuerza por los hombros. Era muy alto. «Rápido», me dijo, y su voz era también apresurada, grave y relajante a mi oído. Me condujo a toda prisa por los pasillos directamente hacia la salida, pasamos por delante de una vaharada de perfume que me hizo de nuevo apretar los brazos contra el estómago, pasamos de largo maniquíes que sujetaban raquetas de tenis, con los cuellos de sus polos levantados con desenfado hacia las orejas. Me encogí y procuré salir. Cada cosa nueva que veía, todas esas cosas expuestas a la venta, que yo no podía permitirme y de las que mi madre jamás disfrutaría, me provocaban arcadas. Pero el desconocido, que me sujetaba por un brazo y un hombro, era fuerte. Vestía una camisa tejana de manga corta y vaqueros grises manchados, y cuando intenté volver la cabeza gacha para verlo, vislumbré a un tipo desaliñado, de pelo rizado y sin afeitar. Desprendía una especie de olor a lino que identifiqué como vagamente familiar, pese a mis náuseas, y que, en otras circunstancias, podría haberme resultado agradable. Me pregunté si estaría aprovechando mi malestar para secuestrarme, robarme el monedero o algo peor; al fin y al cabo, estábamos en el Nueva York de los ochenta y yo todavía no tenía la típica anécdota que contar en Michigan: un atraco.

Pero estaba excesivamente mareada para preguntarle por sus intenciones y al cabo de un minuto salimos corriendo al aire libre, o al aire relativamente libre de la concurrida acera, y me dio la impresión de que él intentaba calmarme.

—¿Estás bien? —me dijo—. Enseguida te encontrarás mejor.

Fue decir esto y yo me giré y volví a vomitar, esta vez apuntando lejos de sus zapatos, a un rincón junto a la puerta, lejos también de los zapatos de la muchedumbre que pasaba por delante. Empecé a llorar. Robert me soltó mientras yo vomitaba, pero siguió frotándome la espalda con lo que me pareció una manaza. En cierto modo, yo estaba horrorizada, como si un desconocido hubiese intentado ligar conmigo en un vagón del metro y yo estuviera demasiado débil para oponer resistencia. Cuando hube acabado, me dio un pañuelo de papel limpio de su bolsillo.

—Ya está, ya está —musitó. Finalmente, me enderecé y me apoyé en la pared—. ¿Te vas a desmayar? —me dijo. Entonces pude verle la cara. Había en ella un no sé qué que la hacía comprensiva y desenvuelta, franca y alerta. Tenía los ojos grandes y de un castaño verdoso—. ¿Estás embarazada? —me preguntó.

—¿Embarazada? —solté sofocando un grito. Tenía una mano contra la fachada de Lord & Taylor, que se me antojaba tremendamente maciza y firme, una fortaleza—. ¿Qué?

—Te lo pregunto porque mi prima está embarazada y justo la semana pasada vomitó también en una tienda. —Se había metido las manos en los bolsillos traseros como si estuviese charlando en un aparcamiento después de una fiesta.

—¿Qué? —repuse estúpidamente—. No, por supuesto que no estoy embarazada.

De pronto, empecé a sentir calor y que enrojecía por el bochorno, porque creí que quizás él pensaría que le estaba revelando datos de mi vida sexual, que la verdad es que en ese momento era nula. Había tenido exactamente tres relaciones en la facultad, y una muy fugaz durante la melancolía posuniversitaria de Ann Arbor, pero hasta entonces Nueva York había sido un absoluto fracaso en ese campo; estaba demasiado atareada, demasiado cansada, era demasiado tímida para ocuparme de tener citas. Me apresuré a decir:

—Es sólo que, de pronto, he empezado a encontrarme mal.

Al recordar mi primera vomitona sobre sus zapatos (no me atrevía a mirarlos) me volví a sentir débil, y apoyé ambas manos y la cabeza contra la pared.

—¡Vaya, sí que estás mareada! —exclamó él—. ¿Quieres que te consiga un poco de agua? ¿Que te ayude a sentarte en algún sitio?

—No, no —mentí yo, desplazando mi mano hacia la boca por si tenía que volvérmela a tapar. Aunque taparla no me ayudaría—. Tengo que irme a casa. Tengo que irme a casa de inmediato.

—Sí, será mejor que te acuestes con una palangana al lado —comentó él—. ¿Dónde vives?

—A los desconocidos no les digo dónde vivo —contesté con debilidad.

—¡Vamos, venga! —Él había empezado a sonreír abiertamente. Tenía unos dientes preciosos, la nariz, fea, los ojos, muy cálidos. Parecía tan sólo unos años mayor que yo. Su pelo oscuro formaba tupidos bucles, como ramas retorcidas—. ¿Acaso te parece que muerdo? ¿Cuál es tu línea de metro?

A nuestro alrededor, la gente se abría paso en manadas, para entrar en los almacenes, avanzar por la acera, en dirección a casa… La jornada tocaba a su fin.

—La… Ahí… Brooklyn —respondí débilmente—. Si pudieras acompañarme en esa dirección… Estoy bien. Se me pasará dentro de nada. —Trastabillé y me cubrí la boca. Después me pregunté por qué no había querido un taxi. Supongo que porque me había vuelto muy ahorradora, incluso en esa situación.

—¡Sí, ya, y un cuerno! —exclamó él—. Procura no volver a vomitar en mis zapatos y te acompañaré a la estación. Luego ya me dirás si quieres que llame a alguien por teléfono.

Me rodeó con un brazo, para que me mantuviera erguida, y avanzamos torpemente anudados hacia la boca del metro, que estaba al final de la manzana.

Al llegar, me agarré de la barandilla e intenté avanzar apoyándome en mis manos y, de paso, estorbando a todo el mundo.

—Vale, gracias. Tomaré el metro.

—Ven. —Robert se puso delante de mí, para que no tuviera que sortear a la gente, de modo que sólo alcanzaba a ver el dorso de su camisa vaquera—. Bajemos las escaleras.

Me aferré al hombro del desconocido con una mano y a la barandilla con la otra.

—¿Quieres que telefonee a alguien? ¿A tu familia? ¿Tus compañeras de piso?

Negué con la cabeza dos o tres veces, pero no pude hablar. Estaba a punto de vomitar de nuevo y entonces mi humillación sería total.

—De acuerdo, pues. —Había vuelto a sonreírme, contrariado, cordial—. Sube al metro.

Y subimos juntos, mezclándonos entre la horrible masa de gente. Tuvimos que permanecer de pie, y él me sujetó por detrás, para mi alivio sin presionar su cuerpo contra mí, sino agarrándome firmemente con una mano mientras con la otra se aferraba a un asidero del techo. Se balanceaba por los dos cuando el tren doblaba las curvas. En la primera parada alguien se bajó y yo me desplomé en un asiento. Pensé que si volvía a vomitar en aquel espacio cerrado, donde mi vómito alcanzaría por lo menos a seis personas más, decidiría dejar esa vida. Regresaría a Michigan, porque no estaba hecha para la ciudad; era más débil que los otros siete millones de habitantes. Era una vomitona pública. Mi mayor placer, viva o muerta, sería no volver a ver jamás a esta torre de hombre con su camisa vaquera y una mancha oscura en los zapatos.