Marlow
Virginia me ha fascinado siempre desde la época en que estuve en su Universidad Estatal. Luego, he pasado por ahí muchas veces de camino a otros lugares, he recorrido sus paisajes azules y verdes para descansar y pintar al aire libre, y en ocasiones incluso hacer senderismo. Me gusta lo lejos que llega la autovía I-66, porque dejas a tus espaldas el caos urbano. Aunque lo cierto es que, mientras escribo esto, Washington ha ido extendiendo sus tentáculos hasta Front Royal, y a lo largo de las carreteras interestatales y las adyacentes han proliferado, como setas, las ciudades dormitorio. Para mi sorpresa, con la quietud de media mañana que reinaba en la autovía, durante el trayecto me olvidé del trabajo hasta que hube pasado por Manassas.
De hecho, cuando en ocasiones he venido en coche por este camino, he parado en el Campo de Batalla Nacional de Manassas, normalmente solo, pero recientemente paré allí con mi mujer, incorporándome de forma espontánea al carril de salida. Una fantasmagórica mañana de septiembre, mucho tiempo antes de conocerla, pagué mi entrada en la oficina de información y crucé el campo hasta situarme en el punto donde tuvo lugar la parte más cruenta de la batalla. La niebla inundaba el paisaje, que bajaba en pendiente hasta una antigua granja de piedra. A una distancia considerable, había un árbol solitario que me dio la impresión de que me pedía a gritos que anduviese hasta él y lo velara bajo sus ramas, o que lo pintara desde donde me encontraba. Permanecí observando como la niebla se disipaba y preguntándome por qué las personas se matan unas a otras. No había ni un alma a la vista. Era uno de aquellos momentos que, ahora que estoy casado, añoro y a la vez me hace estremecer cuando pienso en él.
Salí de la carretera cerca de Roanoke y desayuné en una cafetería. En la autopista había vislumbrado el letrero que la anunciaba, pero cuando llegué a su deprimente fachada, rodeada de cuatro o cinco camionetas estacionadas, descubrí que había estado allí con anterioridad, en algún viaje previo, quizá para un taller de pintura, hacía mucho tiempo; sencillamente no había reconocido el nombre. La camarera, que no se esforzaba en absoluto por disimular su cansancio, me sirvió mi café en silencio, pero sonrió cuando me trajo los huevos y señaló la salsa picante que había en mi mesa. Dos hombres de brazos gruesos estaban hablando de trabajo en un rincón (del trabajo que no tenían o no habían logrado obtener) y dos mujeres acicaladas de arriba abajo, pero no con buen gusto, pagaban en ese instante su cuenta. «No sé qué se habrá pensado ese hombre», le dijo una de ellas a la otra para zanjar el tema.
Durante unos instantes que rozaron la alucinación, rodeado del café humeante, el tufo del humo de cigarrillo, la desagradable luz del sol que se colaba por la ventana y me daba en el codo, pensé que la mujer se refería a mí. Recordé lo mucho que me había costado levantarme de la cama antes del amanecer para este viaje, la sensación de que no sólo estaba vulnerando mis principios sino también mi código profesional, la punzada de deseo al despertarme y recordar a la mujer de los lienzos de Robert Oliver.
Nunca había estado en Greenhill con anterioridad, pero fue bastante fácil encontrarlo una vez que hube subido un largo puerto de montaña. Una vez superado el puerto, uno se da de bruces con una ciudad enclavada en el valle. Aquí la primavera llegaba con cierto retraso con respecto a Washington: el verde de los árboles que bordeaban las carreteras era reciente, y en los jardines por delante de los cuales pasé camino de la ciudad había cornejos y azaleas todavía en flor, rododendros con gruesos capullos cónicos que aún tenían que abrirse. Evité el centro de la ciudad (en la cima de una colina tachonada con tejados rojos y rascacielos góticos en miniatura) y subí por una calle serpenteante que me habían descrito mis amigos por teléfono. Rick Mountain Road era una calle residencial, pero ocultaba sus casitas tras una pantalla de cicutas, abetos y rododendros y cornejos con flores flotantes y meditabundas. Al bajar mi ventanilla pude oler la oscuridad musgosa, más intensa que el crepúsculo inminente.
La casa de mis amigos, Jan y Walter, estaba justo al final de un camino de tierra, señalizada con un letrero de madera: «CASA DE LOS HADLEY». Me fue de perlas que los Hadley estuvieran en Arizona, cuidando de sus alergias; me alegraba no tener que explicarles en persona mi misión en Greenhill. Bajé del coche y estiré las piernas. Estaba claro que tenía que dedicar más tiempo a correr, pero ¿cuándo y cómo meterlo en mi agenda? A continuación rodeé la casa hasta el jardín trasero, porque intuí que prometía buenas vistas, y así fue: había un banco justo en el borde del barranco. El paisaje era formidable; los edificios lejanos, una ciudad en miniatura. Me senté, respiré el aire fresco y tuve la sensación de que la primavera salía de entre los pinos para recibirme. ¿Por qué los Hadley vivían en otro lugar siquiera durante parte del año?
Pensé en mis ajetreados desplazamientos diarios a casa, el largo trayecto hasta Goldengrove sorteando el penoso tráfico de las afueras. Pude oír la brisa en las ramas de los pinos, un lejano silbido que quizá fuera la carretera interestatal de abajo, una súbita interrupción del trino de los pájaros (ignoraba qué pájaros, aunque un cardenal rojo salió volando de los árboles del barranco que había junto al jardín de los Hadley). En algún lugar más cercano al centro de esa ciudad (no sabía con seguridad dónde, pero esa noche lo miraría en el mapa), había una mujer con dos hijos, una mujer de voz aterciopelada que iba de cráneo y con el corazón roto. Vivía en una casa que aún no me podía imaginar, en una soledad de la que, en parte, era culpable Robert Oliver. No sabía si Kate tendría algo que decirme. Menuda gracia tendría que, después de tan largo viaje, ella hubiera cambiado de idea y no quisiera hablar con el psiquiatra de su exmarido.
La llave de la casa estaba en el sitio que me indicaron los Hadley, debajo de una maceta, pero la puerta principal se me resistió un poco hasta que la empujé con fuerza con la cadera. Llevé al interior un par de hojas sueltas de publicidad de una pizzería que había en el porche, me sacudí los zapatos en la alfombrilla de dentro y afiancé la puerta abierta para dejar salir el rancio olor del invierno que me recibió. El salón era pequeño y recargado: moquetas viejas y muebles anticuados, hileras de novelas baratas y una colección de las obras de Dickens con dorados en la encuadernación en la estantería de obra, el televisor aparentemente guardado en algún armario y el sofá cubierto de cojines bordados algo húmedos al tacto. Abrí varias ventanas y luego también la puerta trasera y subí mi maleta por las escaleras.
Había dos dormitorios pequeños, uno estaba claro que era el de los Hadley; elegí el otro, que tenía dos camas individuales con colchas azul marino y acuarelas con paisajes montañosos en las paredes, originales, que no estaban tan mal. Descorrí las cortinas a cuadros (estaban un poco húmedas también, lo que me provocaba la desagradable sensación de estar tocando algo vivo), abrí las ventanas y las afiancé. La casa entera estaba resguardada del sol por abetos y otros árboles de hoja perenne, pero al menos podría ventilarla antes de tener que dormir ahí. Walter me había comentado que encender el fuego quizá me ayudaría, y encontré leña ya colocada en la chimenea del piso de abajo. La reservé para la noche. No había nada en la vieja nevera, salvo un par de tarros de aceitunas y paquetes de levadura. Aún no tenía hambre; más tarde bajaría en coche a comprar un poco de comida, un periódico y un mapa de la zona. Posiblemente mañana por la tarde tendría tiempo para explorar la ciudad.
Me cambié y salí a correr carretera arriba hacia la montaña, encantado de sacudirme el viaje en coche; encantado, asimismo, de desembarazarme de los pensamientos sobre Robert Oliver y la mujer que conocería al día siguiente. A la vuelta me duché, agradecido al descubrir que, al fin y al cabo, había agua caliente en casa de los Hadley, luego saqué mi caballete y lo monté en el jardín trasero. A ambos lados había casas similares protegidas por más abetos; también éstas parecían todavía desiertas en esta época. No me había planteado aquello exactamente como unas vacaciones, pero mientras me remangaba la camisa y abría mi estuche de acuarelas, sentí por unos momentos una súbita y lánguida liberación de todos los demás aspectos de mi vida. La luz de la tarde era preciosa, y pensé que pintaría algo mejor que esos cuadros descoloridos del cuarto de invitados, y quizá les dejaría algo de regalo a Jan y a Walter: un paisaje primaveral, con la ciudad al fondo, un modesto pago en concepto de alquiler.
En mi cama del cuarto de invitados, empecé a leer las cartas que me había enviado Zoe.
14 de octubre de 1877
Cher Monsieur:
La carta que nos envió desde Blois ha llegado esta mañana y nos ha alegrado, en especial a su hermano. De hecho, yo misma se la he leído a papá y le he descrito el dibujo con tanto detalle como he podido. Su dibujo es precioso, aunque respecto al mismo muy poco me atreveré a decir; de lo contrario, se daría usted cuenta de lo ignorante que llego a ser. También le he leído su reciente artículo sobre la obra de Monsieur Courbet. Dice que algunos de los cuadros de Courbet puede verlos en su imaginación con absoluta claridad, y que sus palabras se los evocan mejor que nunca. ¡Que Dios le bendiga por las amables atenciones que nos dispensa a todos! Yves le manda un cariñoso saludo.
Recuerdos,
Béatrice de Clerval Vignot