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Marlow

No solemos intentar entrevistar a las exmujeres de nuestros pacientes, pero a medida que, semana tras semana, veía cobrar forma a ese rostro asombroso en los lienzos de Robert Oliver sin ser capaz de obtener de él ninguna explicación, experimenté una especie de derrota moral. Además, él mismo me había dicho que podía hablar con Kate.

La exmujer de Robert seguía viviendo en Greenhill, y yo había hablado con ella una sola vez durante los primeros días que él estuvo con nosotros. Su voz al teléfono había sido suave, sonaba cansada, cansancio que se agudizó al conocer la noticia del ingreso de Robert en Goldengrove, y se oía un ruido de niños de fondo, a alguien riéndose. Hablamos apenas para que ella me confirmara que estaba al tanto del diagnóstico que él había recibido previamente y que su divorcio había concluido hacía más de un año. Él había vivido en Washington durante gran parte de ese año, dijo ella, y luego añadió que le costaba hablar del tema. Si su marido (su exmarido) no corría grave peligro y yo tenía los documentos de su psiquiatra de Greenhill, ¿me importaría disculparla si no hablaba más, por favor?

Por consiguiente, cuando la llamé por segunda vez, fue en contra de mi política habitual y también de su petición. Saqué a regañadientes su número de teléfono del historial de Robert. ¿Estaba bien que hiciera esto? Claro que, ¿sería correcto no hacerlo? Durante mi visita a primera hora de la mañana, Robert me había parecido más ostensiblemente deprimido, y al preguntarle si pensaba alguna vez en el cuadro de Leda, se había limitado a mirarme con fijeza, como demasiado exhausto siquiera para ofenderse por mi absurda pregunta. Algunos días pintaba o dibujaba (siempre el vívido rostro de la dama) y otros, como ése, se quedaba tumbado en la cama con la mandíbula en tensión o se sentaba en el sillón que yo mismo acostumbraba a ocupar cuando iba a verlo, sujetando sus cartas y mirando con desolación por la ventana. En cierta ocasión, cuando entré en su habitación, abrió los ojos, me sonrió fugazmente y musitó algo, como si hubiera visto a alguien querido, luego se levantó de un brinco de la cama y alzó momentáneamente un puño en mi dirección. Por lo menos, quizá su mujer pudiera decirme cómo había reaccionado Robert a los medicamentos anteriores y cuáles habían sido más eficaces.

Eran las cinco y media cuando marqué el número. Greenhill está en las montañas occidentales de Carolina del Norte. Había oído hablar del lugar a través de amigos que veraneaban allí. Cuando descolgó y volví a oír aquella misma voz serena, esta vez como si momentos antes se hubiera estado riendo de algo en compañía de otra persona, me quedé asombrado. Me pareció oír al otro lado de la línea telefónica el hermoso rostro que Robert dibujaba día tras día. Su alegría hizo que le temblara la voz unos instantes:

—¿Sí, diga? —dijo.

—Señora Oliver, soy el doctor Marlow del Centro Residencial Goldengrove de Washington —contesté—. Estuvimos hablando de Robert hace varias semanas.

Cuando volvió a hablar, la alegría se había esfumado, sustituida por un sordo temor.

—¿Ocurre algo? ¿Robert está bien?

—No hay nada nuevo de lo que preocuparse, señora Oliver. Está más o menos igual. —Ahora también pude oír de fondo la voz de un niño riéndose y gritando, seguida de un estrépito, como si algo se hubiese caído al suelo ahí cerca—. Sin embargo, ése es el problema: aún lo veo totalmente deprimido y bastante inestable. Quiero que mejore mucho más antes de que pueda plantearme la posibilidad de darle el alta. El problema es que no habla en absoluto ni conmigo ni con nadie.

—¡Ah…! —exclamó ella, y durante un segundo percibí una ironía que podría haber pertenecido a esos radiantes ojos oscuros, a esa boca risueña o disgustada que Robert dibujaba a todas horas—. Bueno, conmigo tampoco hablaba mucho, especialmente durante el último par de años que estuvimos juntos. Espere, perdone. —Me pareció que se alejaba un momento del teléfono, y oí como decía: «¡Oscar! ¡Niños! Id a la otra habitación, por favor».

—Cuando Robert aún hablaba, en su primer día de estancia, me dio permiso para comentar su caso con usted. —La exesposa de Robert permaneció en silencio, pero yo insistí—. Me sería de gran ayuda que me contara cómo se manifestaba su trastorno. Por ejemplo, cómo reaccionó a los medicamentos que entonces le suministraron y unas cuantas cosas más.

—Doctor… ¿Marlow? —dijo ella lentamente, y aparte del temblor de su voz volví a oír a lo lejos el ruido de los niños, risas y un descomunal estrépito—. Voy de cráneo, por no decir algo peor. Ya he hablado con la policía y dos psiquiatras. Tengo dos hijos y no tengo marido. La madre de Robert y yo estamos pensando en pagar parte de sus gastos de internamiento cuando expire su seguro. El dinero sale de su herencia y de la mía, sobre todo la suya, pero yo contribuyo un poco, como seguramente sabrá. —No lo sabía. Me pareció que respiraba hondo—. Si quiere que dedique un rato a hablar de lo desastrosa que es mi vida, tendrá que venir usted. Y ahora estoy intentando hacer la cena, lo lamento. —Ese temblor era el sonido de una mujer que no estaba acostumbrada a mandar a la gente al cuerno, una mujer normalmente cortés pero ahora acorralada por las circunstancias.

—Le pido disculpas —le dije—. Me hago cargo de lo complicado de su situación. Necesito ayudar a su marido, su exmarido, por poco que pueda. Soy su médico y actualmente el responsable de su seguridad y su bienestar. La llamaré otro día para ver si hay un momento mejor para hablar con usted.

—Si no hay más remedio… —repuso ella. Pero luego añadió—: Adiós —y colgó.

Aquella noche regresé a mi apartamento y me tumbé en el sofá de mi salón verde y dorado. Había sido un día agotador, empezando por Robert Oliver y su habitual negativa a hablar conmigo. Sus ojos habían estado inyectados de sangre, casi desesperados, y me pregunté si era necesario ponerle vigilancia nocturna. ¿Llegaría una mañana y me encontraría que se había tragado todas sus pinturas de óleo (que yo mismo le había regalado) o cortado las venas de un modo u otro? ¿Debería devolvérselo a John Garcia para que su estancia hospitalaria fuera más segura? Podía telefonear a John y decirle que, visto lo visto, éste no era un buen caso para mí; estaba dedicándole demasiado tiempo sin ninguna esperanza real de obtener resultados. Habíamos apartado a Robert de un grave peligro, pero yo seguía preocupado. Tampoco sabía si podría decirle a John que había algo en mi comportamiento que me angustiaba; por ejemplo, el vuelco que me había dado el corazón al oír la voz de Kate Oliver al teléfono. ¿Tenía o no ganas de hablar con ella?

Estaba demasiado cansado para llenar mi botellín de agua y salir a correr, mi actividad habitual a esa hora. En lugar de eso me quedé acostado con los ojos entornados, contemplando el cuadro que había pintado para colgarlo encima de la chimenea. Por supuesto, no deberían colgarse óleos encima de una chimenea, pero yo raras veces enciendo el fuego y cuando me mudé aquí ese hueco me pedía a gritos que lo llenara con algo. Tal vez era así como debía sentirse Robert Oliver, o cualquier paciente deprimido hasta la extenuación; entorné más los ojos hasta cerrarlos casi del todo y moví la cabeza lánguidamente a un lado y al otro, experimentalmente, sobre el brazo del sofá.

Al abrirlos volví a ver el cuadro. Tal como he dicho, me gusta pintar retratos, pero el óleo que hay sobre mi chimenea es un paisaje visto a través de una ventana cuando en realidad suelo pintar paisajes al aire libre, especialmente en Virginia del Norte, cuyas colinas azules en la lejanía son tan tentadoras. Éste es diferente, una fantasía inspirada en algunos de los lienzos de Vuillard, pero también en recuerdos de las vistas que había desde el dormitorio de mi niñez en Connecticut: el alféizar verde y el marco de la ventana que coincidía con el borde del lienzo, las espesas copas de los árboles, los tejados de las viejas casas, el altísimo campanario blanco de la parroquia, que sobresalía de entre los árboles, y el color lavanda y dorado del atardecer primaveral. Había incluido en él cuanto recordaba, con pinceladas bruscas, excepto al niño que, asomado a la ventana, absorbía todo aquello.

Seguí tumbado en el sofá, preguntándome no por vez primera si debería haber desplazado el campanario de la parroquia más hacia la derecha; en realidad, había estado exactamente en el centro del panorama que de niño contemplaba desde mi ventana, tal como lo había pintado, pero así el cuadro estaba demasiado equilibrado, demasiado simétrico para mi gusto. Al cuerno con Robert Oliver; al cuerno él y, sobre todo, su negativa a hablar, que no hacía más que perjudicarle a él mismo. ¿Por qué iba alguien a querer hacerse más daño cuando su propia química cerebral se lo hacía? Pero ésa era siempre la cuestión, el problema de cómo la química cerebral moldea nuestra voluntad. Robert había tenido dos hijos y una esposa de voz aterciopelada. Seguía siendo un hombre con una sensacional habilidad en los ojos y los dedos, una destreza con el pincel que me dejaba boquiabierto. ¿Por qué no quería hablar conmigo?

Cuando tuve demasiada hambre para seguir más tiempo echado, me levanté, me puse el pijama y abrí una lata de sopa de tomate, que aderecé con perejil y crema de leche y acompañé con una rebanada grande de pan. Leí el periódico y luego una novela de misterio de P. …ames realmente buena. No pisé el estudio.

Al día siguiente por la tarde telefoneé una vez más a la señora Oliver justo antes de irme del trabajo. En esta ocasión, descolgó con voz seria.

—Señora Oliver, soy el doctor Marlow, de Washington. Perdone si la vuelvo a molestar. —Kate Oliver no dijo nada, así que continué—. Esto es poco corriente, lo sé, pero me da la impresión de que a ambos nos preocupa el trastorno de su marido, de modo que quisiera saber si me dejaría aceptar su ofrecimiento. —Silencio todavía—. Me gustaría ir a Carolina del Norte para que habláramos de él.

Oí una leve inspiración de aire; debía de estar sorprendida y pensándoselo con mucho cuidado.

—Le prometo que no será por mucho tiempo —me apresuré a decirle—. Le robaré tan sólo unas horas. Me quedaría a dormir en casa de unos buenos amigos, y la molestaría lo menos posible. Nuestra conversación sería absolutamente confidencial, y sólo la utilizaría para tratar a su esposo.

Por fin habló de nuevo:

—No estoy segura de lo que cree que conseguirá con esto —repuso casi amablemente—. Pero si tanto le preocupa el trastorno de Robert, por mí no hay problema. Trabajo todos los días hasta las cuatro y luego tengo que ir a buscar a mis hijos a la escuela, así que no sé muy bien cuándo podremos hablar. —Hizo una pausa—. Algo se me ocurrirá, supongo. Ya le dije el otro día que no siempre me resulta fácil hablar de él, de modo que le ruego que no se haga muchas ilusiones.

—Lo comprendo —le dije. El corazón me brincaba dentro del pecho; era una sensación ridícula, pero el mero hecho de que hubiese accedido me llenaba de una extraña felicidad.

—¿Le dirá a Robert que viene a verme? —inquirió ella, como si se le acabara de ocurrir—. ¿Sabrá que he hablado de él?

—Normalmente se lo cuento a mis pacientes, podría decírselo más adelante, y si hay cosas de las que no quiere que él se entere bajo ningún concepto, por supuesto que guardaré su secreto. Podemos hablarlo con calma.

—¿Cuándo tiene intención de venir? —preguntó en un tono un poco más frío, como si ya se arrepintiera de haber accedido.

—Tal vez a principios de la semana que viene. ¿Podría usted hablar conmigo el lunes o martes?

—Trataré de arreglármelas —respondió—. Llámeme mañana y se lo confirmaré.

Hacía prácticamente dos años que no me tomaba días libres, al margen de las vacaciones y festivos oficiales (la última vez había sido para un taller de pintura en Irlanda, organizado por una escuela de arte local, viaje del que regresé con lienzos en los que predominaba tanto el color verde esmeralda que me parecieron falsos nada más llegar a casa). Esta vez recuperé mi colección de mapas y llené el coche de botellines de agua, cintas de Mozart y mi Sonata para violín de Franck. Calculé que el viaje duraría unas nueve horas. A muchos de los que trabajan en Goldengrove les sorprendió que anunciara que me tomaba unos días libres con tan poca antelación. Probablemente por el mismo motivo («¡Pobre doctor Marlow, trabaja demasiado!») no me hicieron preguntas. Asimismo, cambié los días de visita de los pacientes de mi consulta privada. Di instrucciones de que en mi ausencia se redoblara la vigilancia sobre Robert Oliver y el viernes entré en su habitación para despedirme. Había estado dibujando, la habitual mujer de pelo rizado, pero también algo nuevo, una especie de banco de jardín con un respaldo alto ornamentado, rodeado de árboles. Su trazo era extraordinario, pensé, como de costumbre. Tenía el cuaderno de dibujo y el lápiz tirados sobre la cama y él estaba tendido con la cabeza echada hacia atrás, mirando fijamente al techo, moviendo la frente y la mandíbula, con el pelo encrespado y tieso. Cuando entré, me miró con los ojos enrojecidos.

—¿Qué tal estás hoy, Robert? —le pregunté consciente de haberle tuteado por primera vez y me senté en el sillón—. Pareces cansado. —Él devolvió su mirada al techo—. Me voy a tomar unos días libres —comenté—. Estaré fuera hasta el jueves o puede que incluso el viernes. El viaje en coche es largo. Si necesitas cualquier cosa, se lo puedes pedir al personal. Además, el doctor Crown me sustituirá esos días. Les he dicho que, si necesitas a alguien, acudan enseguida. Una pregunta: ¿seguirás tomándote la medicación pautada?

Robert me dirigió una mirada elocuente, casi de reprobación. Por un instante sentí vergüenza. Se estaba tomando la medicación y en ningún momento había manifestado ningún signo de resistencia al respecto.

—Bien, hasta pronto —dije—. Estaré deseando ver tus dibujos cuando vuelva. —Me puse de pie y me quedé en el umbral de la puerta; alcé una mano en señal de despedida. No hay nada más duro, en algunos momentos, que hablarle a alguien que utiliza algo tan poderoso como el silencio. Pero en esta ocasión, yo también sentí una extraña ebriedad de poder, que reprimí en el acto: «Adiós. Me voy a ver a tu mujer».

Aquella noche, encontré en el buzón de mi casa un paquete con las traducciones de Zoe. Por lo visto, había hecho progresos. Las metí en mi equipaje para leerlas en Greenhill. Formarían parte de mis vacaciones.