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Marlow

A la mañana siguiente me levanté incluso más temprano que de costumbre, pero no para pintar. A las siete ya estaba en Goldengrove sentado frente al ordenador de mi despacho, tomando una taza de café antes de que la mayoría del personal de día llegara. La enciclopedia de arte que tenía en casa me había revelado pocos datos más de los que ya sabía de Gilbert Thomas, mientras que mi Manual de mitología clásica me proporcionó la historia de Leda: era una mujer mortal a la que Zeus violó adoptando la forma de un cisne. Aquella misma noche Leda yació con su esposo, Tindáreo, rey de Esparta y ello explicaba que ella alumbrase a la vez dos pares de gemelos, dos niños inmortales y dos mortales: Cástor y Polideuco (Pólux en versión romana), y Clitemnestra y Helena, más tarde consideradas responsables de las penalidades de Troya. Descubrí que, en algunas versiones del mito, los hijos de Leda nacieron de dos huevos, aunque por lo visto su naturaleza era mixta desde antes de salir del cascarón, ya que Helena y Polideuco, como hijos de Zeus, eran divinos, mientras que Cástor y Clitemnestra estaban condenados a la mortalidad.

Ya puestos, busqué también cuadros de Leda y el cisne y encontré numerosas obras, como una copia de un cuadro sumamente erótico de Miguel Ángel, otro de Correggio, una réplica de un lienzo de Leonardo en el que el cisne parecía un cariñoso animal de compañía y uno de Cézanne que mostraba al cisne agarrando por la muñeca a una Leda de aspecto indiferente, como si le estuviese suplicando que lo llevara a pasear. Gilbert Thomas no figuraba en este ilustre grupo, pero pensé que quizás hubiese algo más en Internet.

En este punto probablemente debería volver a decir que no me gusta recurrir a la Red, ni siquiera hoy en día, y en aquel entonces era aún menos tolerante: siempre me pregunto qué pasará algún día cuando ya no tengamos el placer de pasar las páginas de los libros y tropezarnos con cosas que no esperábamos encontrar. Naturalmente, eso también sucede cuando se busca en Internet, pero, a mi juicio, de forma más limitada. ¿Y cómo podría nadie renunciar voluntariamente al olor de los libros abiertos, viejos o nuevos? Mientras consultaba en mis estantes el mito de Leda, por ejemplo, topé con otro par de figuras clásicas que no forman parte de esta historia, pero en las que de vez en cuando todavía pienso. Mi mujer me dice que esta propensión a hojear los libros en lugar de indagar eficazmente es una de las cosas que más delata lo viejo que soy, pero yo me he fijado en que algunas veces ella usa los libros de la misma manera, echando un vistazo a biografías y catálogos de museos con un placer profundo y sin ninguna finalidad aparente.

En cualquier caso, no soy un experto buscando en la Red, pero aquella mañana extraje un poco más de información sobre Gilbert Thomas de las profundidades del ordenador de mi despacho. Sus primeros años de carrera fueron, en el mejor de los casos, prometedores, pero no se hizo realmente famoso hasta que pintó la Leda a la que había atacado Robert y el autorretrato que yo había visto junto a aquélla. También se había codeado con numerosos artistas franceses de la época, incluido Manet. Gilbert, junto con su hermano, Armand, había regentado una de las primeras galerías de arte de París, la segunda o tercera en importancia detrás de la del genial Paul Durand-Ruel. Un personaje interesante, el tal Thomas. Con el tiempo su negocio, se hundió y él murió endeudado en 1890, tras lo cual su hermano vendió la mayor parte de las existencias restantes y se jubiló. Gilbert había pintado del natural el paisaje que aparecía en Leda hacia 1879, en su refugio cerca de Fécamp, en Normandía, y lo acabó en su estudio de París. La obra había sido expuesta en el Salón en 1880, donde recibió elogios aunque, por su naturaleza erótica, también provocó críticas. Éste había sido el primer cuadro de Thomas aceptado en el Salón, aunque no el último; los demás se perdieron o pasaron desapercibidos, y su reputación se basaba sobre todo en esta obra maestra, hoy en la colección permanente de la Galería Nacional.

Cuando supe que los residentes habían acabado de desayunar, bajé al vestíbulo, fui hasta la habitación de Robert y llamé a la puerta, que estaba cerrada. Naturalmente, Robert no abría nunca, de modo que yo siempre tenía que ir abriéndola poco a poco, anunciando mi llegada e intentando no interrumpir ningún posible momento íntimo. Era una de las cosas que me resultaban más molestas (incómodas incluso) de su silencio. Esa mañana no fue una excepción: llamé, avisé y abrí poco a poco la puerta antes de entrar.

Robert estaba dibujando sobre el tablero que hacía las veces de mesa, de espaldas a mí, mientras que su caballete estaba vacío.

—Buenos días, Robert. —Había empezado a llamarlo por su nombre de pila y tutearlo, pero guardando las formas, desde hacía un par de semanas, como si él me hubiera invitado a hacerlo—. ¿Te importa que pase un momento?

Dejé la puerta entreabierta, como siempre, y entré. Él no se volvió, pero disminuyó la velocidad de su mano sobre el papel y detecté que apretaba más fuerte el lápiz; con Robert tenía que estar atento a cualquier posible señal que sustituyese al lenguaje.

—Muchas gracias por haberme prestado las cartas. Te he traído los originales. —Deposité el sobre con cuidado en el sillón donde él me había dejado las cartas, pero Robert siguió sin volverse—. Tengo que hacerte una pregunta muy simple —empecé de nuevo, animado—: ¿Cómo te documentas? No sé… ¿Utilizas Internet? ¿O pasas mucho tiempo en bibliotecas?

El lápiz se detuvo durante unas décimas de segundo y luego continuó sombreando algo. No me atreví a acercarme lo bastante para ver qué estaba pintando. Sus anchos hombros, enfundados en su vieja camisa, me intimidaban. Pude detectar una alopecia incipiente en su coronilla; había algo conmovedor en esa zona que los años habían erosionado ya, mientras que el resto de su persona parecía aún tan vigorosa.

—Robert —intenté una vez más—, ¿te documentas en la Red para tus cuadros?

En esta ocasión el lápiz no se desvió. Deseé por un momento que se volviera a mirarme. Imaginé su expresión huraña, su mirada recelosa. Al final, me alegré de que no lo hiciera; necesitaba poder hablarle a sus espaldas, sin que me observara él a mí.

—Yo también lo hago, de vez en cuando, aunque prefiero los libros.

Robert no se movió pero, más que ver, percibí un cambio en él: ¿rabia? ¿Curiosidad?

—Bueno, pues, supongo que eso es todo. —Hice un alto—. Que pases un buen día. Si puedo hacer algo por ti, házmelo saber. —Creí que era mejor no decirle que había mandado traducir sus cartas; si él mantenía la boca cerrada, yo también.

Al marcharme de la habitación, eché un vistazo a la pared del cabezal de su cama. Había colgado con celo un dibujo nuevo, un poco más grande que los demás: la dama de cabellos negros, sombría, acusadora, que desde allí podía vigilarlo incluso en sueños.

El lunes siguiente había un sobre de Zoe esperándome en mi buzón. Antes de abrirlo, me obligué a mí mismo a cenar; me lavé las manos, hice un poco de té y me senté en el salón a la luz de una buena lámpara. Desde luego, lo más probable era que las cartas trataran de simples asuntos domésticos, como suele suceder, pero Zoe me había anunciado que había algunos pasajes que trataban de pintura y había dejado las fórmulas de saludo en francés, sabiendo que eso me gustaría.

6 de octubre de 1877

Cher Monsieur:

Gracias por su amable carta, a la que ahora debo responder. Nos alegró mucho verlo la pasada noche. Su presencia, entre otras cosas, levantó el ánimo de mi suegro, al que nos ha costado hacer reír desde que se vino a vivir con nosotros. Creo que añora su casa, aunque desde hacía ya varios años no se hallaba presente en ella su amante esposa. Siempre comenta lo buen hermano que es usted. Yves le manda un saludo; para él es un alivio que usted haya regresado a París. (¡Dice que la vida es mucho mejor teniendo a un tío cerca!). Me complace haberle conocido en persona al fin. Perdone que no me extienda, pues esta mañana tengo muchas cosas que atender. Que tenga un buen viaje al Loira y que disfrute de su estancia allí; confío en la buena marcha de todas sus obras. Envidio los paisajes que seguramente pintará. Y le leeré a mi suegro los ensayos que nos dejó.

Atentamente,

Béatrice de Clerval Vignot