Marlow
Se iba, sí, la joven de la hermosa sonrisa, y me pregunté si le habría transmitido algo sin pretenderlo. Me habría gustado preguntarle por mi corazonada de que también era pintora. En la pared de al lado había un Renoir, y ella lo pasó de largo a toda velocidad, sin verlo (sin importarle), y salió de la sala. Lo cual me agradó: a mí tampoco me gusta Renoir, a excepción hecha de ese lienzo de la colección Phillips, El almuerzo de los remeros, donde las figuras humanas están casi eclipsadas por las uvas, las botellas y las copas iluminadas por el sol. No seguí sus pasos. Haberme fijado en dos mujeres jóvenes en un solo día se me antojaba tedioso, fútil, sumamente carente de placer por cuanto no tenía futuro ni propósito.
Todo esto me había llevado tan sólo uno o dos segundos, y devolví rápidamente mi atención al autorretrato de Thomas, cuya vista me obstaculizaba ahora el hombre de la frente despejada. Cuando éste avanzó, yo me acerqué para examinar el cuadro con más detenimiento. Una vez más, rayaba en lo impresionista, especialmente en las pinceladas desenvueltas de parte del fondo (unas cortinas oscuras), pero era muy diferente de la audacia y el encanto de Leda. Un pintor desigual, pensé, o quizá Thomas había cambiado de estilo alrededor de 1880, avanzando en una dirección nueva. El autorretrato mostraba cierta influencia de Rembrandt: la expresión meditabunda y la paleta sombría, tal vez también la objetividad con que plasmaba la nariz roja del sujeto y sus mejillas carnosas, el declive de un hombre otrora bien parecido que entra en una edad menos lisonjera, incluso el sombrero de terciopelo oscuro y el batín; podría haberse llamado Batín corto: autorretrato como maestro antiguo y aristócrata al mismo tiempo.
El título del autorretrato se derivaba del primer plano, donde Thomas aparecía con los codos sobre una mesa de madera despejada salvo por un montón de monedas antiguas (grandes y desgastadas, de bronce, oro y plata sin lustre), de formas y tamaños distintos, pintadas con tanta habilidad que casi se podrían haber cogido una a una entre los dedos pulgar e índice. Incluso pude ver sus maravillosas y antiguas inscripciones, los símbolos de alfabetos desconocidos, los agujeros cuadrados del centro, las intrincadas cenefas. Esas monedas estaban considerablemente mejor representadas que la imagen del propio Thomas. Comparado con las frutas y las flores de Manet, el cuadro resultaba bastante tosco. Quizá Thomas se había interesado mucho por el dinero y no tanto por su propio rostro. En cualquier caso, se había esforzado por darle un aire del siglo XVII, volviendo su mirada doscientos años atrás, y yo estaba contemplando el resultado del siglo XIX, prácticamente ciento veinte años después.
Pensé que, en todos esos retratos neblinosos de Rembrandt, había una característica humana que Thomas no había captado: la sinceridad. Aparentemente, había sido bastante riguroso (o bastante vanidoso o bastante ingenuo) para pintar una deliberada malicia en sus ojos. Es probable que esa marrullería tuviese como objetivo incomodar al espectador, sobre todo con la presencia de las monedas en primer plano. De todos modos, el rostro resultaba interesante. ¿Había ganado Thomas mucho dinero con sus cuadros? ¿O era eso lo que deseaba, y nada más? ¿Se había dedicado a alguna otra clase de negocio o había recibido una magnífica herencia?
Naturalmente, no sabía las respuestas, así que me dirigí hacia el bodegón de Manet y contemplé maravillado, seguramente igual que la chica en la que me había fijado minutos antes, la copa llena de vino blanco, la luz sobre las ciruelas de color azul oscuro, la esquina de un espejo. Recordé que también me gustaba un pequeño lienzo de Pissarro; me fui unos minutos a la siguiente sección de la galería para ver a Pissarro y, ya que estaba, a sus contemporáneos impresionistas.
Hacía años que no contemplaba con verdadero detenimiento un cuadro impresionista. Las inacabables retrospectivas, con su merchandising de bolsas de mano, tazas y papel de carta, habían matado mi gusto por el Impresionismo. Recordé parte de lo que había leído en el pasado: el reducido grupo de primeros impresionistas —del que formaba parte una mujer, Berthe Morisot— se unió en 1874 para exponer sus obras de un estilo que al Salón de París le parecía demasiado experimental para incluirlo en él. Nosotros, los posmodernos, no les damos importancia, los desdeñamos o los adoramos con excesiva facilidad. Pero fueron los radicales de su época, quienes ampliaron las tradiciones de la técnica del pincel, elevaron la vida cotidiana a la categoría de auténtico tema y llevaron la pintura fuera del estudio, sacándola a los jardines, campos y costas de Francia.
En ese momento vi con nuevos ojos la luz natural, el color suave y sutil de un cuadro pintado por Sisley: una mujer con vestido largo, que se alejaba por el túnel nevado de una calle de aldea. El cuadro tenía un no sé qué de conmovedor y real, o conmovedor porque era real, en la desolación de los árboles que había a lo largo del callejón, algunos de los cuales asomaban por un alto muro. Pensé en lo que me dijo en cierta ocasión un viejo amigo: que un cuadro debe encerrar cierto misterio para tener algún valor. Me gustaba lo que se vislumbraba de la mujer, su delgada espalda vuelta hacia mí en el crepúsculo, me resultaba más fascinante que los innumerables almiares de Monet: justo en ese momento estaba pasando por delante de tres cuadros de Monet que mostraban el amanecer en diversas fases sobre sus contornos rosas y amarillos. Me puse la chaqueta, a punto para salir. Soy partidario de que hay que marcharse de un museo antes de que uno empiece a confundir los cuadros que ha visto. ¿De qué otra manera se puede retener algo en la imaginación?
En el vestíbulo de la planta baja, Sally, la joven morena, ya no estaba. Miriam estaba muy concentrada en ayudar a un hombre de su misma edad y que parecía tener dificultades para interpretar los planos del museo. Pasé por delante, dispuesto a sonreír si ella levantaba la vista, pero no me vio, por lo que tuve que posponer mi saludo. Al salir experimenté esa mezcla de alivio y decepción que uno siente al abandonar un gran museo: alivio por volver al mundo conocido, menos intenso y más manejable, y decepción por la falta de misterio de este mundo. La calle era la de siempre, sin pinceladas ni la profundidad del óleo sobre el lienzo. El tráfico era atronador, dentro del habitual caos de Washington: algún conductor trataba de adelantar a otro, a punto de colisionar, sonaban cláxones prolongados o bocinazos puntuales. En cambio, los árboles estaban preciosos, cargados de flores o nuevos brotes; su belleza siempre me llama la atención después del anodino invierno que, por lo visto, es lo mejor que puede ofrecer el centro de la Costa este.
Estaba pensando en una mezcla de colores que pudiera resaltar el contraste entre esas hojas de color verde intenso y rojizo cuando volví a ver a la joven que había estado analizando el cuadro de Leda antes que yo. Estaba en la parada de autobús. Ahora se la veía muy distinta, ni reflexiva ni ocupada sino insolente, erguida y alta, con un bolso de tela al hombro. Su pelo brillaba al sol: antes no me había fijado en la cantidad de cabellos dorados que tenía en su cabellera caoba. Tenía los brazos cruzados delante de su blusa blanca, y los labios firmemente apretados. Volví a contemplar su perfil, que hubiese podido reconocer en cualquier parte. Sí, era autosuficiente, casi hostil, pero por algún motivo me vino a la cabeza la palabra desconsolada. Quizá fuera porque se la veía totalmente sola, incluso intencionadamente sola, y a su edad debería haber tenido junto a ella a un marido joven y guapo. Sentí una punzada de dolor, como si hubiera visto de lejos a un conocido y no tuviera tiempo para detenerme a hablar. Mi buen juicio me indicó que me esfumara antes de que ella pudiese reparar en mí.
Bajé rápidamente las escaleras y ella se dio la vuelta justo cuando llegué al pie de las mismas. Me vio, me medio reconoció (el tipo vulgar de la chaqueta azul marino sin corbata). ¿De qué le sonaba mi cara? ¿Se lo estaría preguntando porque no recordaba que nos habíamos visto dentro? Entonces sonrió, como había hecho en el museo; una sonrisa comprensiva, casi avergonzada. Durante unos instantes ella fue mía, una vieja amiga al fin y al cabo. Le dediqué lo que probablemente fue un medio saludo ridículo con una mano. «Los desconocidos se tratan con extrañeza», pensé. Bueno, por lo menos yo me había comportado con más extrañeza. Cuando me sonrió pude ver que tenía arrugas en el contorno de los ojos; después de todo, quizá tuviera más de treinta años. Procuré caminar bien erguido, como ella, mientras me alejaba.