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Marlow

Mi intención inicial no había sido llevarme las cartas fuera del recinto de Goldengrove, pero al término de la jornada las metí en mi maletín. El sábado por la mañana llamé a mi amiga Zoe, que enseña literatura francesa en la Universidad de Georgetown. Zoe es una de las mujeres con las que salí hace años, nada más llegar a Washington, y hemos seguido siendo buenos amigos, en el fondo porque no debía de importarme lo suficiente para lamentar que ella pusiera fin a nuestra relación. Era una excelente acompañante ocasional para ir al teatro o a un concierto, y creo que ella opinaba lo mismo de mí.

El teléfono sonó dos veces antes de que contestara.

—¿Marlow? —Su voz era seria, como siempre, pero también cariñosa—. ¡Qué bien que hayas llamado! La semana pasada pensé en ti.

—Entonces, ¿por qué no me llamaste? —inquirí.

—Había exámenes —dijo ella—. No he llamado a nadie.

—En ese caso, te perdono —repuse sarcástico, como teníamos por costumbre—. Me alegro de que los exámenes hayan acabado, porque tengo un posible proyecto para ti.

—¡Venga, Marlow! —Pude oírla haciendo algo en su cocina mientras hablaba conmigo; su cocina data de justo después de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos y es del tamaño del armario de mi recibidor—. No necesito ningún proyecto. Por poco que me hayas escuchado durante estos tres últimos años, sabrás que estoy escribiendo un libro.

—Lo sé, querida —repuse—. Pero esto es algo que te gustará, exactamente de la época que dominas, creo, y quiero que lo veas. Pásate por casa esta tarde y luego te invito a cenar.

—Debe de ser muy importante para ti —dijo ella—. No puedo salir a cenar, pero pasaré por tu casa a las cinco; después tengo que ir a Dupont Circle.

—Tienes una cita —comenté con aprobación. Me asusté un poco al darme cuenta de lo mucho que hacía que yo no tenía nada parecido a una cita. ¿En qué se me había ido tanto tiempo?

—¡Pues sí! —exclamó Zoe.

Nos sentamos en mi salón a abrir las cartas que Robert había llevado consigo incluso durante su ataque en el museo. A Zoe se le estaba enfriando el café que ni siquiera había probado. Había envejecido un poco desde nuestro último encuentro, lo que en cierto modo hacía que su tez aceitunada pareciera fatigada y su pelo, seco. Pero sus ojos estaban entornados y brillaban como siempre, y recordé que seguramente ella también me veía más viejo.

—¿De dónde las has sacado? —preguntó Zoe.

—Me las ha enviado una prima mía.

—¿Una prima francesa? —Parecía escéptica—. ¿Tienes raíces francesas y yo no estoy al tanto?

—En realidad, no. —No lo había planeado bien—. Supongo que consiguió las cartas en un anticuario o por ahí y creyó que me interesarían, porque me gusta leer cosas de historia.

Ahora Zoe estaba echándole un vistazo a la primera, con manos delicadas y mirada crítica.

—¿Son todas de los años 1877 al 1879?

—No lo sé. No las he ojeado a fondo. Me daba miedo, porque son tan frágiles… Y, de lo que vi, no logré entender gran cosa.

Zoe abrió otra.

—Tardaría un poco en leerlas adecuadamente, debido a la caligrafía, pero parecen cartas escritas por una mujer a su tío, y viceversa, como ya habrás deducido; y algunas hablan de pintura y dibujo. Tal vez por eso pensó tu prima que te interesarían.

—Tal vez. —Me contuve para no espiar por encima de su hombro.

—Deja que me lleve alguna de las que estén en mejor estado y te la traduciré. Tienes razón, tal vez sea divertido. Pero no creo que pueda hacerlas todas: eso requiere una cantidad de tiempo increíble, ¿sabes?, y tengo que continuar con mi libro ya mismo.

—No me andaré con rodeos: te pagaré generosamente.

—¡Vaya! —Ella se lo pensó—. Bueno, sería estupendo. Deja que primero pruebe con una o dos cartas.

Acordamos un precio y le di las gracias.

—Pero tradúcelas todas —le pedí—. Por favor. Envíame la traducción por correo ordinario, no electrónico. Puedes enviarlas de dos en dos, a medida que las vayas terminando. —No osé explicarle que quería recibirlas como cartas, cartas auténticas, así que no lo intenté—. Y si no te importa trabajar sin las originales, nos acercaremos a la esquina y las fotocopiaremos, no sea que pasara algo. Puedes quedarte con las fotocopias. ¿Tienes tiempo?

—¡Tú siempre tan cauto, Marlow! —dijo ella—. No pasará nada, pero es buena idea. Primero deja que me tome el café y te lo cuente todo sobre mi affaire de cœur.

—¿No quieres que te hable yo de mis amores?

—Desde luego, pero no habrá nada que contar.

—Es verdad —dije—, sigue tú, pues.

Cuando nos despedimos en la papelería, ella con las fotocopias recién hechas y yo con mis cartas (o, mejor dicho, las de Robert), regresé a casa y pensé en hacerme un bocadillo caliente, beberme media botella de vino e irme solo al cine.

Dejé las cartas encima de la mesilla del salón, a continuación las volví a doblar por sus pliegues y las introduje en el sobre, colocándolas de tal modo que sus frágiles bordes no se engancharan entre sí. Pensé en las manos que las habían tocado: en otros tiempos, las delicadas manos de una mujer y las de un hombre (las de él, si había sido tío de ella, habrían sido mayores, por supuesto); luego las manazas cuadradas de Robert, curtidas y deterioradas; las manitas curiosas de Zoe y las mías.

Me acerqué a la ventana del salón, una de mis vistas favoritas: la calle, cubierta y engalanada con ramas que le habían dado sombra durante décadas, desde mucho antes de que yo me mudara aquí; las viejas escaleras de acceso a las antiguas casas de obra vista que había al otro lado, sus barandillas y balcones ricamente decorados, edificios construidos en los años ochenta del siglo XIX. La luz de la tarde era dorada después de días de lluvia; los perales habían acabado de florecer y eran ahora de un verde intenso. Deseché la idea del cine. Era una noche perfecta para quedarme en casa tranquilo. Estaba trabajando, a partir de una fotografía de mi padre, en un retrato suyo, que quería enviarle por su cumpleaños: así podría adelantarlo un poco. Puse mi Sonata para violín de Franck y me fui a la cocina a por una taza de caldo.