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Marlow

Al entrar en la habitación de Robert durante su segunda semana con nosotros, observé que había estado dibujando en su cuaderno. El dibujo en cuestión era una cabeza de mujer ladeada en una pose de tres cuartos con cabello moreno y rizado. Advertí al instante su extrema habilidad y expresividad, cualidades que saltaban a la vista. Es fácil saber lo que hace que un dibujo sea malo, pero es difícil explicar la coherencia y el vigor internos que le dan vida. Los dibujos de Oliver estaban vivos, más que vivos. Cuando le pregunté si estaba bosquejando con la imaginación o dibujando a una persona de carne y hueso, me ignoró más deliberadamente que nunca, cerrando el bloc y guardándolo. En mi siguiente visita, Robert estaba paseando de un lado al otro de la habitación y pude ver que tensaba y aflojaba la mandíbula.

Al observarlo, sentí de nuevo que no sería prudente dejarlo marchar, a menos que pudiéramos cerciorarnos de que el estímulo de la vida cotidiana no volvería a generarle agresividad. Ni siquiera sabía en qué consistía esa vida suya. A petición mía, la secretaria de Goldengrove había hecho algunas indagaciones preliminares, pero en todo el área de Washington no pudimos localizar ningún lugar en el que Robert hubiera estado empleado. ¿Tendría los medios económicos suficientes como para quedarse en casa a pintar todo el día? No figuraba en la guía telefónica del Distrito de Columbia, y la dirección que la policía le había dado a John Garcia resultó ser la de la exmujer de Robert en Carolina del Norte. Robert estaba enfadado, deprimido y pese a ser una persona que casi rozaba la fama, casi parecía que se encontraba sin techo. El episodio del bloc de dibujo me había dado esperanzas, pero la hostilidad que siguió al mismo fue más intensa que nunca.

Su depurada destreza sobre el papel me intrigaba, como lo hacía el hecho de que gozase de una buena reputación; aunque yo normalmente evitaba las pesquisas innecesarias en Internet, busqué su nombre. Robert tenía un máster en Bellas Artes con uno de los programas más importantes de Nueva York y durante un tiempo había impartido clases allí, así como en Greenhill College y en una facultad del estado de Nueva York. Había quedado segundo en el concurso anual de retratos de la Galería Nacional, había recibido un par de becas nacionales, lo habían nombrado artista residente en alguna ocasión y había expuesto en solitario en Nueva York, Chicago y Greenhill. De hecho, sus obras habían aparecido en la portada de conocidas revistas de arte. Había unas cuantas fotografías de las obras que había vendido a lo largo de los años: retratos y paisajes, incluidos dos retratos sin título de una mujer morena parecida a la que había esbozado en su habitación. Estaban en la tradición impresionista, pensé.

No encontré declaraciones ni entrevistas al artista; Robert permanecía en silencio tanto en Internet como en mi presencia. Me daba la impresión de que su trabajo era quizás un valioso canal de comunicación, y le suministré bastante papel de calidad, carboncillo, lápices y rotuladores que yo mismo traje de casa. Los empleó para continuar con sus dibujos de la cabeza de mujer cuando no estaba releyendo sus cartas. Empezó a dejar los dibujos por doquier, y cuando le dejé celo en la habitación, los colgó de las paredes para crear una caótica galería. Como ya he dicho, su habilidad para dibujar era extraordinaria; en ella detecté tanto un largo aprendizaje como un talento natural enorme, que más adelante vi en sus cuadros. Pronto pasó de esbozar el perfil de la mujer a esbozar el rostro entero; pude observar sus delicados rasgos y grandes ojos oscuros. A veces sonreía y a veces parecía enfadada, aunque predominaba el enfado. Naturalmente, hice conjeturas acerca de que la imagen pudiera ser una expresión de su rabia silenciosa, y también acerca de una posible confusión de identidad de género en el paciente, pero no logré que contestara a preguntas sobre este tema ni siquiera de forma no verbal.

Cuando Robert Oliver llevaba sin hablar más de dos semanas en Goldengrove, se me ocurrió la idea de acondicionar su habitación como un estudio de pintura. Tuve que obtener un permiso especial del centro para mi experimento e implantar unas cuantas medidas de seguridad: era arriesgado, sin duda, pero Robert había mostrado total responsabilidad a la hora de usar sus lápices y demás material de dibujo. Sopesé la posibilidad de habilitar, no su habitación, sino una parte de la sala de terapia ocupacional. Sin embargo, dada su situación, era poco probable que Robert pintase en presencia de otras personas, de modo que yo mismo arreglé su habitación mientras él estaba dando uno de sus paseos, y me quedé a observar su reacción cuando volvió.

La habitación era soleada e individual, y moví la cama contra un lateral para hacer sitio a un gran caballete. Llené los estantes de óleos, acuarelas, tiza, trapos, tarros de pinceles, alcohol mineral y diluyente para óleo, una paleta de madera y raspadores; algunos de estos artículos los había traído de mi propia casa, de modo que no eran nuevos y crearían la sensación de que aquello era un verdadero estudio de pintura. Amontoné contra una pared lienzos en blanco de diversos tamaños y añadí un bloc de papel para acuarelas.

Finalmente, me senté en mi sillón habitual del rincón para observar a Robert cuando volviera a entrar. Al ver todo el material que yo había puesto allí, se detuvo en seco, claramente sorprendido. Entonces una expresión de furia cruzó su rostro. Avanzó hacia mí, con los puños apretados, y yo permanecí sentado, lo más tranquilo que pude, sin hablar. Durante unos instantes creí que realmente me diría algo, o incluso que me pegaría, pero al parecer reprimió ambos impulsos. Su cuerpo se relajó un poco; se dio la vuelta y empezó a examinar el nuevo material. Tocó el papel para acuarelas, estudió la estructura del caballete, echó un vistazo a los tubos de pintura al óleo. Por fin, giró sobre sus talones y me volvió a fulminar con la mirada, en esta ocasión como si quisiese pedirme algo pero no se atreviese. Me pregunté, no por primera vez, si más que una simple enfermedad, había algo que le impidiese hacerlo.

—Espero que disfrute con todo esto —comenté con la mayor tranquilidad posible.

Robert me miró con su rostro sombrío. Salí de la habitación sin intentar volver a hablar con él.

Dos días después, lo encontré pintando con profunda abstracción un primer lienzo que, al parecer, había preparado a tal objeto durante la noche. No reaccionó ante mi presencia, pero me permitió observarlo y analizar el cuadro, que era un retrato. Lo examiné con sumo interés; yo soy ante todo retratista, aunque también me encanta el paisaje, y el hecho de que mis largas jornadas laborales me impidan pintar con regularidad a partir de modelos de carne y hueso es algo que siempre lamento. Cuando tengo que hacer un retrato trabajo con fotografías, aunque eso va en contra de mi purismo natural. Pero es mejor que nada, y siempre aprendo con la práctica.

Pero hasta donde yo sabía, Robert había pintado su nuevo lienzo, que irradiaba una viveza asombrosa, sin siquiera una fotografía en la que basarse. Mostraba la habitual cabeza de mujer (ahora, por supuesto, en color) del mismo estilo tradicionalista de sus dibujos. Tenía una cara extraordinariamente real, con los ojos oscuros que miraban directamente fuera del lienzo; una mirada segura, pero pensativa. Sus cabellos morenos eran rizados, con algunos reflejos castaños; tenía una nariz delicada, un mentón cuadrado con un hoyuelo en el lado derecho, una boca risueña y sensual. Su frente era alta y blanca, y la poca ropa que pude verle era verde con unos volantes amarillos bordeando un marcado escote en uve, una curva de piel. La mujer parecía casi feliz, como si le agradase aparecer, al fin, en color. Ahora me resulta extraño pensar en esto, pero en aquel momento y durante los meses posteriores no tuve ni idea de quién era.

Eso fue un miércoles, y el viernes, cuando fui a ver a Robert, éste no se encontraba en la habitación; por lo visto, había salido a dar su habitual paseo. El retrato de la dama de cabello negro estaba en el caballete (prácticamente terminado, pensé) y era magnífico. En el sillón donde solía sentarme había un sobre dirigido a mí con imprecisa caligrafía. En su interior encontré las antiguas cartas de Robert. Saqué una y la sostuve en mi mano durante un minuto largo. El papel parecía muy viejo y, para mi sorpresa, los renglones elegantemente escritos a mano que pude ver por la cara exterior estaban en francés. De pronto, intuí que tendría que recorrer un largo camino para conocer al hombre que me las había confiado.