Marlow
Vuelvo a empezar mi relato porque siento la necesidad de insistir en que es confidencial. Y no solamente confidencial, sino que le debe tanto a mi imaginación como a los hechos. Me ha llevado diez años poner en orden mis notas sobre este caso, y también mis pensamientos; confieso que en un principio me planteé la posibilidad de escribir algo sobre Robert Oliver para una de las revistas de psiquiatría que más admiro y donde he publicado con anterioridad, pero ¿quién puede publicar lo que quizá acabe resultando un secreto profesional? Vivimos en la época de los magazines televisivos y de las grandes indiscreciones, pero nuestra profesión es especialmente rígida en sus silencios: cautelosa, legal, responsable, en el mejor de los casos. Naturalmente, a veces el sentido común debe prevalecer sobre las normas; todos los médicos hemos conocido semejantes excepciones. He tenido la precaución de alterar todos los nombres relacionados con esta historia, incluso el mío, a excepción de uno que es tan común, pero que ahora me parece también tan hermoso, que no veo que pase nada por conservar el original.
No me crié en el seno de la profesión médica: mis padres eran pastores de iglesia; de hecho, mi madre fue la primera pastora de su reducida congregación, y yo tenía once años cuando fue ordenada. Vivíamos en el edificio más viejo de nuestra ciudad de Connecticut, una casa de madera granate y techo bajo con un jardín a la entrada que parecía un cementerio inglés, donde cipreses, tejos, sauces llorones y demás plantas fúnebres competían por el espacio que rodeaba al camino enlosado que conducía a la puerta principal.
Todas las tardes, a las tres y cuarto, volvía a pie de la escuela, arrastrando mi mochila llena de libros y migas, pelotas de béisbol y lápices de colores. Mi madre abría la puerta, normalmente vestida con su falda azul y su jersey y, más adelante, a veces con su traje negro y su alzacuello blanco si había estado visitando a enfermos, ancianos, impedidos que no podían salir de casa o a los últimos penitentes. Yo era un niño gruñón, con problemas posturales y una sensación crónica de que, para mi decepción, la vida no era lo que prometía ser. Ella era una madre estricta; estricta, honrada, alegre y cariñosa. Cuando vio mi precoz talento para dibujar y esculpir, lo fomentó día a día con serena certeza, sin excederse jamás en sus elogios y, no obstante, sin permitirme dudar jamás de mis propios esfuerzos. Creo que siempre fuimos absolutamente diferentes, desde que nací, pero nos queríamos con locura.
Resulta curioso, pero aunque mi madre falleciera bastante joven, o quizá precisamente por eso, ya en la madurez he descubierto que cada vez me parezco más a ella. Durante años, más que soltero estuve sin casar, aunque finalmente rectifiqué esa situación. Todas las mujeres a las que he amado guardan (o guardaban) algún parecido conmigo de niño: son taciturnas, obstinadas, interesantes. Junto a ellas me he ido pareciendo cada vez más a mi madre. Mi esposa no es la excepción a esta regla, pero nos complementamos.
En parte como respuesta a las mujeres que en su día amé y a mi esposa, y en parte, no me cabe ninguna duda, como respuesta a una profesión que me muestra a diario la cara más oscura de la mente (las desdichas fruto de la influencia del entorno o de caprichos genéticos), desde la infancia me he ido reconvirtiendo con diligencia para adquirir algo parecido a una actitud positiva ante la vida. La vida y yo nos hicimos amigos hace algunos años; no fue la clase de amistad apasionante que anhelaba yo de niño, sino una amable tregua, el placer de regresar cada día a casa, a mi apartamento de Kalorama Road. De vez en cuando —por ejemplo, mientras pelo una naranja y la llevo de la encimera de la cocina a la mesa—, siento una especie de punzada de satisfacción, quizá por el color natural de la fruta.
Esto lo he conseguido únicamente de adulto. Damos por sentado que los niños disfrutan con los detalles, pero lo cierto es que de pequeño yo sólo recuerdo haber soñado a lo grande; luego mis sueños se fueron empequeñeciendo hasta convertirse en un interés u otro, que después encaucé hacia la biología y la química, con la Facultad de Medicina como meta, y finalmente la revelación de los infinitesimales episodios de la vida, sus neuronas y espirales y átomos giratorios. De hecho, aprendí a dibujar bien, a dibujar de verdad, a partir de esas diminutas formas y sombras en mis laboratorios de biología, no de cosas grandes como las montañas, las personas o los fruteros.
Ahora, cuando sueño a lo grande, es para mis pacientes: para que a la larga puedan experimentar esa alegría cotidiana de la cocina y la naranja, el placer de poner los pies en alto delante del televisor mientras ven un documental; o los placeres aún mayores que imagino para ellos, como conservar un empleo, regresar sanos y salvos a casa con sus familias, ver la dimensión real de una habitación en lugar de un panorama terrible de rostros. En cuanto a mí, he aprendido a soñar en pequeño: una hoja, un pincel nuevo, la pulpa de una naranja; y los detalles de la belleza de mi mujer, un brillo en el rabillo de sus ojos, el vello suave de sus brazos a la luz de la lámpara de nuestro salón cuando está sentada leyendo.
He dicho que no crecí en el seno de la profesión médica, pero tal vez no sea tan extraño que eligiera la rama de la medicina que elegí. Mis padres no tenían nada que ver con la ciencia, si bien su disciplina personal, que me inculcaron junto con los copos de avena y los calcetines limpios, con la intensidad con que los padres se vuelcan en un hijo único, me fue útil para sobrevivir a los rigores de la asignatura de Biología del instituto y a los rigores extremos de la Facultad de Medicina; al rigor mortis de las noches dedicadas íntegramente al estudio y la memorización, y al alivio relativo de las posteriores noches de guardia que me pasé en vela, yendo de un lado para otro.
También había soñado con ser artista, pero cuando llegó el momento de decidir a qué me dedicaría, elegí la medicina, y supe desde el principio que sería psiquiatra, lo que para mí era tanto una profesión médica como la ciencia suprema de la experiencia humana; de hecho, después del instituto presenté también una solicitud a varias facultades de Bellas Artes, y para mi satisfacción me aceptaron en dos bastante buenas. Me gustaría poder decir que fue una decisión angustiosa, que el artista que hay en mí se rebeló contra la medicina. Lo cierto es que me pareció que mi aportación a la sociedad como pintor no sería de la importancia debida y, además, me daban miedo las penurias y dificultades a la hora de ganarme el pan que quizá conllevara ese tipo de vida. La psiquiatría sería un modo directo de servir a un mundo lleno de dolor y, a la vez, me permitiría continuar pintando por mi cuenta, y pensé que me bastaría con saber que hubiera podido hacer carrera como artista.
Mis padres meditaron a fondo sobre la especialidad que había elegido, tal como pude percibir cuando se lo mencioné en una de nuestras conversaciones telefónicas de fin de semana. Hubo una pausa al otro extremo de la línea mientras asimilaban mis proyectos y los motivos de mi elección. Luego mi madre comentó tranquilamente que «todo el mundo» necesita hablar con alguien, lo cual fue su forma de establecer un acertado paralelismo entre su ministerio y el mío, y mi padre comentó que hay muchas maneras de expulsar a los demonios.
En realidad, mi padre no cree en los demonios; no tienen cabida en su religiosidad moderna y progresista. Le gusta referirse a los demonios en tono sarcástico, incluso ahora, en su vejez, y leer sobre ellos, mientras sacude la cabeza, en las obras de los primeros pastores de Nueva Inglaterra, como Jonathan Edwards, o en las de los teólogos medievales que también lo fascinan. Es como un lector de novelas de terror: las lee porque le ponen nervioso. Cuando habla de los «demonios» y el «fuego del infierno» y el «pecado», lo dice irónicamente, fascinado e indignado a la vez; los feligreses que aún acuden a su despacho de nuestra antigua casa (nunca se jubilará del todo) reciben, por el contrario, una imagen misericordiosa de sus propios tormentos. Reconoce que aunque él se haya especializado en las almas y yo en diagnósticos, factores ambientales y ADN, ambos, al fin y al cabo, luchamos por el mismo objetivo: el fin del sufrimiento.
Después de que mi madre se convirtiera también en pastora, en nuestra casa hubo mucho movimiento y yo dispuse de un montón de tiempo para escaparme solo, liberándome de mi malestar ocasional con la distracción que me proporcionaban los libros y las exploraciones por el parque que había al final de nuestra calle, donde me sentaba a leer debajo de un árbol o a dibujar paisajes con montañas y desiertos que desde luego yo no había visto nunca. Los libros que más me gustaban eran los de aventuras en el mar o las aventuras propias de los inventos e investigaciones. Me hice con tantas biografías para niños como pude (de Thomas Edison, Alexander Graham Bell, Eli Whitney y otros) y más adelante descubrí la aventura de la investigación médica: la de Jonas Salk y su vacuna contra la polio, por ejemplo. Yo no era un niño muy activo, pero soñaba con hacer algo intrépido. Soñaba con salvar vidas, con anunciar en el momento adecuado algún avance que salvara vidas. Incluso ahora no hay artículo que lea en una revista científica que no me produzca esos sentimientos, de una u otra forma: la emoción por el descubrimiento ajeno y el aguijón de la envidia hacia el descubridor.
No puedo decir que este deseo de salvar vidas fuera el gran tema de mi infancia, aunque como historia resulte ser estupenda. De hecho, yo no tenía vocación, y esas biografías para niños habían pasado a ser un recuerdo cuando fui al instituto, donde estudié sin problemas, pero tampoco con un entusiasmo desmedido, leí otros autores, como Dickens y a Melville, con bastante más fruición, asistí a clases de arte, participé en muchas carreras sin conseguir nunca ningún premio y, con un suspiro de alivio, perdí la virginidad en primero de bachillerato con una chica más experimentada de segundo, que me dijo que siempre le había encantado la forma de mi cogote.
Mis padres adquirieron cierta relevancia en nuestro pueblo, defendiendo y rehabilitando con éxito a un vagabundo sin techo que había llegado de Boston y que se había refugiado en nuestros parques. Fueron juntos a la prisión local para dar charlas, e impidieron que una casa prácticamente igual de antigua que la nuestra (de 1691; la nuestra era de 1686) fuese demolida para construir un supermercado en la parcela. Asistieron a mis competiciones de atletismo, hicieron de carabinas en mis bailes de graduación e invitaron a mis amigos a fiestas ecuménicas con pizza, y oficiaron los responsos por aquellos de sus amigos que murieron jóvenes. En su credo no había funerales, ni ataúdes abiertos, ni cuerpos por los que rezar, de modo que no toqué un cadáver hasta que ingresé en la Facultad de Medicina ni vi a ningún muerto al que conociera en persona hasta que sostuve la mano de mi madre, su mano inerte y caliente aún.
Pero años antes de que mi madre falleciese, y estando yo todavía en la facultad, conocí al amigo que he mencionado antes, John Garcia, que fue quien, todo hay que decirlo, me proporcionó el caso más importante de mi carrera. John fue uno de los amigos que hice en mi época de veinteañero: amigos de mis primeros años de universidad, con quienes estudiaba para los controles de Biología y los exámenes de Historia, o jugaba al fútbol los sábados por la tarde, y que ahora ya están medio calvos; otros, de paso presuroso y batas blancas y ondeantes, a los que conocí más adelante, en las clases y los laboratorios de la Facultad de Medicina; o bien más tarde aún, en la tensión de la consulta con los pacientes. Cuando recibí la llamada de John, ya estábamos todos un poco canosos, con algún michelín en la tripa o, por el contrario, más delgados en nuestros ímprobos esfuerzos por combatir el sobrepeso. Yo, gracias a mi hábito de correr desde siempre, me había mantenido más o menos delgado e incluso fuerte. Y le estaba agradecido al destino por el hecho de que mi pelo siguiera siendo tan abundante como siempre y más castaño que blanco, de modo que, por la calle, las mujeres seguían mirándome. Pero no cabe duda de que yo era uno más de un grupo de amigos de mediana edad.
De modo que cuando John me llamó aquel martes para pedirme el favor, por supuesto, le dije que sí. Cuando me habló de Robert Oliver mostré interés, pero también me interesaba comer, y tener la oportunidad de estirar las piernas y desconectar de una mañana de trabajo. Nunca estamos realmente abiertos a nuestro destino, ¿verdad? Así es como lo expresaría mi padre en su despacho de Connecticut. Y al final de la jornada, cuando acabó mi reunión, el granizo dio paso a una fina llovizna y mientras las ardillas correteaban por la tapia del jardín posterior y saltaban por encima de las macetas, prácticamente había dejado de pensar en la llamada de John.
Más tarde, después de volver a casa corriendo desde mi consulta y haber sacudido mi abrigo en mi recibidor (esto fue antes de casarme, de modo que nadie salió a la puerta a recibirme y no había ninguna blusa de olor agradable tirada sobre los pies de la cama al término de la jornada laboral), después de haber dejado el paraguas chorreando, haberme lavado las manos, haberme hecho un bocadillo de tostadas con salmón y haberme ido al estudio a coger el pincel; entonces, con el delgado y suave mango de madera entre mis dedos, me acordé de mi futuro paciente, un pintor que, en lugar de pincel, había blandido una navaja. Puse mi música favorita, la Sonata para violín en La de Franck y me olvidé intencionadamente de Robert Oliver. El día había sido largo y un poco vacío, hasta que empecé a llenarlo de color. Pero siempre hay un mañana, a menos que muramos, claro, y al día siguiente conocí a Robert Oliver.